Miami Grand Prix

Estas no serán mis “impronunciables memorias, las que nunca te suben a la garganta, ni siquiera cuando estás dormido. O desnudo. O deceso”. 

A diferencia del William Saroyan o el Boris Vilniak de la noveleta Mi nombre es William Saroyan (Editora Abril, 2006) de Orlando Luis Pardo Lazo, me he obligado al recuento. Recordar casi con una memoria extraña cuanto he visto y vivido tras ejecutar un salto físico y mental a un nuevo barrio, ciudad, país.

¿Salto sin red? ¿Salto al vacío? ¿El riesgo de fundirme cual un aerolito al atravesar la atmósfera de Miami y convertirme quizá en fina basurilla, en polvo cósmico o cómico? 

Hay en el futuro cercano y al norte de mi presente un Máster con beca más una Ayudantía como profesor. Parece estar bien amarradito el Master in Arts en Lengua, cultura y literatura española. Para eludir el mal de ojo, he decidido ocultar en el GPS la uña roja de la ubicación. Hay cosas que para lograrlas han de andar ocultas. Suavitol.

¿Un futuro cercano de bordes romos y suaves? ¿Una almohada o colchón? 

En este país todo acontece muy rápido y un Máster es el perfecto plan para ir entreverándose en las duras espirales de un huracán categoría cinco hasta llegar al ojo. En el centro de un huracán todo tiene el tinte o la tesitura de la calma, mientras te mantengas alejado de las paredes del ojo. Una bella y extraña calma…

“Lo de la Maestría sí que mantenlo engrasado, eso es un lujo”, me dijo una amiga. “Te juro que te ahorra por lo menos quince años. Te lo digo por experiencia, por no haberlo hecho hasta muy tarde”. Su prosa es exacta. Intensa. 

Quince años…, dije para mí. Incluso incluí en el mudo parlamento los puntos suspensivos. Luego volví a dar de cara contra la realidad.

No es mucho ni peculiar cuanto he visto. Al menos no aquí en Miami, inconmensurable pantano donde asolan el calor, la humedad, el estrés, el insomnio, donde toman forma o sentido las mayores, espectaculares e inverosímiles pesadillas. 

Esas ya vividas por otros. Las formas del fracaso y del éxito en la empinada cuesta a trepar por todo inmigrante, exiliado o inxiliado por partida doble, porque hay quien la única Cuba que quiere tener consigo la lleva encajada cual astilla en la yema del índice, el dedo con que primero colima.

Más de uno me ha dicho “después te reirás de todo lo que viviste”. Ante un parlamento como aquel sólo he podido sumergir la cabeza entre los hombros y enarcar las cejas mientras siento la astilla de Cuba en el pulpejo. 

Cada vez que recuerdo tal frase miro todo a mi alrededor: es el soleado e hipercaliente paisaje verde, levantado en el mismísimo fondo de un enorme agujero tan profundo como la Fosa de Bartlett.

Hay en esta suerte de Hoya o Fosa de Bartlett un paisaje bucólico. Es un jardín con un ciruelo y dos arbustos de mango preñaditos. Los mangos son un poco mayores que las ciruelas, unas pocas semanas después sabré del dulcísimo sabor de esas frutas. 

Cuando todavía estaban verdes, con un poco de pavor pensé en la uña roja que en el GPS marcaría la posición de mi siguiente alquiler. ¿Dónde estaría yo cuando las frutas maduraran? 

Y con la misma le di Shift+Delete a la oración. No quise verla convertida en mensaje enviado al universo desde el jardín de mi segunda renta en tan solo tres meses. 

¿Pueden tomar las pesadillas la velocidad de un auto de Fórmula 1 en una curva cerrada? 

Miami, ciudad insomne nunca ágrafa. Aquí, los signos gráficos convertidos en símbolos se multiplican en un mensaje que es uno y muchos. Su efecto tiene la forma del deseo, de mi deseo, man made (in)tangible materials.

En esta ciudad las historias más vendidas tienen pocos caracteres. Este tipo de (non)fictionno llega al lector impresa en libros o suplementos literarios, ni siquiera en formato ePub. ¿Es la verdadera literatura made in Miami?

Ese escritor es casi un one-liner o un Augusto Monterroso mucho más ingenioso y letal. El lector siempre tendrá la forma de un posible cliente. Cuando al día siguiente despierte, el mercado y el deseo ya estarán allí.

¿Pueden acabar tan mal las pesadillas que terminan adoptando la forma y el sentido del éxito cuando estás dormido? ¿O desnudo? ¿O deceso? 

Entonces ocurre el atroz sonido del corcho al salir disparado del cañón de cristal. Falsa botella de champán. Celebración en burbujas.

El Google Maps ubicó mi primer trabajo en Little River y a ese lugar quienes lo subrentan le llaman “Bodega”. 

Little River: ecosistema de negros en mayoría, más latinos pobres, creo. Me arriesgo a la calificación y la clasificación, aunque el mapa y el territorio son mucho mayores que el tiempo que les he dedicado a la cartografía y la entomología.

En la bodega debía lijar los cantos de unas planchas de plywood mal cortadas por un venezolano de estirpe similar a la mía. El falso carpintero es ingeniero en electrónica. Entre otros motivos huyó de Caracas tras denunciar el robo de su motocicleta. Por las malas, supo que los mismos policías estaban detrás del robo.

Yo, falso lijador, debía poner a punto de caramelo las planchas. Con ellas harían unas mesas subcontratadas por otra compañía para el Miami Grand Prix en el Miami International Autodrome. 

Era mayo y la Fórmula 1. Era el 2024 y unas mesas que, a mí, falso lijador, me daban vergüenza ajena.

En el chat, me dijo mi amiga “créeme que tres años con sólo una semana de vacaciones se sienten. Que en realidad eran cinco días pagados. Tu amiga nunca se ha enterado de lo que es este país”. 

Ella usó emojis, también yo. 

Aunque no somos nativos digitales, nos hemos contaminado con las nuevas formas del lenguaje. Es la híper-concentración del enunciado. Quizá el emoji hubiera formado parte de las seis propuestas de Italo Calvino para la literatura en el nuevo milenio.

Dadas por listas, las mesas no hubieran estado ready ni siquiera en una escena de Alicia en el país de las maravillas o del filme cubano Alicia en el pueblo de Maravillas. En el trasiego de las mesas, siempre a contrarreloj desde la bodega a un camión, y de un almacén a la zona destinada al casi imposible maquillaje de los muebles, hice músculos y el ácido láctico dispersó dolor cuerpoarriba y cuerpoabajo. 

Mientras ubicaba el dolor en una zona de la cintura para que no doliera demasiado, conocí a un pintor puertorriqueño. Un tipo que pinta carros. Un tipo mal vestido que dice ser muy bueno en su negocio.

Toda aventura que uno cree haber vivido siempre será poca ante tipos como aquel. Viejo marinero, del que ya no recuerdo si dijo “fui marine y recorrí medio mundo y la otra mitad”. 

Pellejo aindiado recocinado al sol, cabello medio sucio recogido en una coleta, dientes rebajados literalmente hasta la mitad sabe Dios por qué. Dientes que miraba yo cuando me hablaba de Francia, la comida y las francesas; de Cuba y la situación política, la música, las Morenas del Caribe y entonces me mostró una foto del icono Regla Torres. La mejor voleibolista del siglo XX posaba enfundada en el breve uniforme de combate sobre el Taraflex. 

Tan pronto vi a Regla Torres pensé en Yeyín la capitana, Maestra Orión en Artes Marciales, exploradora del Cosmopalacio Intergaláctico. Y pensé en el diseño y utilidad de ambos uniformes. Y pensé que debía tener a la Yeyín de entonces en mi Smartphone cual pata de conejo. 

Cuando entramos en la zona de confianza, aquel momento en que el pintor me habló de literatura, de sus autores preferidos, y de preguntarme qué tipo de literatura escribía yo y qué prefería leer, me confesó que, con no poca frecuencia, lo visitaban marcianos. 

Miré sus ojos claros y sus dientes chatos y separados. ¿Eran los dientes de mascar la realidad o el cable que tipos como él se han jamado a lo largo de su vida?

Tenía pruebas de esas visitas, dijo. 

Yo podría transcribir su largo relato compartido en un break mientras le dábamos la imposible forma final a unas blancas e impresentables mesas mal pintadas. Pero es de buen gusto evitar las digresiones. 

En un bar de la Washington Avenue dio de cara con un sujeto pequeño que nadie más veía. Hablaron sin hablar, es decir, el marciano le hablaba sin mover la boca. Aquel organismo con vida, invisible para otros, sabía de la verdadera procedencia del pintor de ojos claros y dientes chatos: la Luna. Al pintor la abuela se lo confirmó.

En la noche solía sentir ruidos, ladridos en un guirigay del coño de su madre. Y la primera vez que salió, para saber qué sucedía, en una sola pieza se quedó. Porque esa noche lo vio todo. Y todo lo que observó con detenimiento lo volvería a ver más de una vez.

La nave estaba en medio del cielo, no muy alta. Tenía luces. Y de la nave se abrió una compuerta, salió un brazo mecánico más una nave pequeña. Con marcianos. Él, por supuesto, no daba crédito.

Incluso fotografió todo. O fotografió lo que pudo. Eso me dijo.

En el break, haciendo gala de la desvergüenza o las aptitudes del periodista que no soy, le dije déjame ver la foto… Detrás de los signos suspensivos agregué un “por favor, si no te parece mal”.

En su iPhone vi las fotos. Imágenes medio oscuras. Fotografías de un aparatejo similar a las naves espaciales dibujadas por Carlos Alberto Masvidal en las páginas centrales de la revista Juventud Técnica

Yo solía comprar El Caimán BarbudoDedetéPalanteSputnikCómicos¡Aventuras!, que son la variante impresa de una Cuba material, de un cándido relato donde hay de todo menos ingenuidad. Y, si la había, estaba inoculada en la testa de adolescentes como yo. 

Era la nave un aparatejo con formas cuadradas, luces, claraboyas rectangulares. Levantada del suelo. Sin swing. Sin marcianos al volante. 

Los avistamientos nunca tienen la forma que en las películas suelen lucir las naves espaciales y el dolor en mi cintura ha seguido ahí, en la curva que gira a la derecha. El registro de los avistamientos suele ser un documento deslavado de emoción. 

Vista la foto, volví a pensar en Regla Torres, pero sobre todo en Yeyín.

“Uno no puede más que decir algo de lo que sabe o ha experimentado”, me dijo mi amiga en el chat

Apenas puedo balbucear algo sobre Little River, sobre los negros que van cambiando el environment de las New Flyer refrigeradas que surcan la 79 Avenue de parada en parada, mientras se alejan de Miami Beach. O sobre los homeless y drogadictos (acaso la misma condición en un solo cuerpo). O de los latinos que van y vienen en silencio, en su burbuja, rumiando un cansancio más histórico que bíblico y que no se mitiga con una semana de vacaciones con solo cinco días pagados.

En Miami mi amiga vivía muy bien, en una familia adorable, pero con otra mentalidad, eso confesó. Decidió subir al norte: “Aquí ha sido otra cosa, no ha sido fácil, pero me sacudí de encima lo peor de Cuba, en mentalidad familiar y política. Ahora Miami es un poco diferente, pero que vengan al norte con ese apoyo de la Maestría es mucho mejor. Liberador”.

Desde el fondo de la Fosa de Bartlett releo el mensaje y tomo notas. Miro el jardín. Es decir, dentro de las paredes de mi cabeza, mentalmente cambio la blanca habitación refrigerada por el verde que estalla bajo el sol en la forma de un cerezo, dos arbustos de mango, otro de naranjas dulces, un pinar. 

Las pelotas de golf, caídas como proyectiles en el jardín desde el campo extendido del otro lado de una valla metálica que nos separa de un condominio con dos entradas de acceso restringido, me recuerdan no sólo la fragilidad de las persianas de cristal. 

De una sien a la otra atraviesa un gato amarillo de rabo corto. Aparecen y desaparecen las mesas horribles que fueron aceptadas porque ya no había tiempo de subcontratar a nadie más. Y estalla breve el dolor en mi cintura y pasa un hombre de 79 años, cubano, renqueante, tres balazos en el cuerpo cuando era un tipo de mediana edad y custodiaba detenidos para ser enjuiciados en la corte. Una pistola en la cintura más un cuchillo comando y una perra que ataca a cualquiera menos a él. 

Ese hombre vive en un engendro que llama tráiler. Fue mecánico del Aeropuerto José Martí. A ese viejo al que conocí en la bodega le he tomado afecto. Ha vivido mil y una historias y en una de ellas rescató a la única sobreviviente de un accidente aéreo, a pocos metros del aeropuerto. En la otra historia, es el autor de un supuesto atentado al exministro del interior Ramiro Valdés. 

Por alguna razón que desconozco, ese hombre me recuerda a mi padre, que falleció repentinamente en Cuba a las pocas semanas de mi caída cual aerolito en South Miami Beach. En el cuerpo de mi padre no había rastros de “una penosa enfermedad”. Guiado por mí, escribió un libro de memorias. No sobrevivió a una intoxicación mezclada con una virosis y anemia. Falta de medicinas y falta de comida…, me he dicho más de una vez

Para seguir entendiéndolo todo, tendré que escribir sobre el anciano renqueante que pasa el día trabajando entre hierros con una pistola y un cuchillo comando en la cintura.





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Estrategia para Venezuela: ¿más sangre?

Por Juan Carlos Sosa Azpúrua

“Se organizó un circo electoral a sabiendas de que la entidad que arbitra el proceso y toda la infraestructura, están bajo el control absoluto del régimen”.