¿Gimnasia se escribe con g de gulag?, me pregunto, retórico que soy, y pongo el punto y seguido para desarrollar una idea que no parezca fijada, con un par de alfileres, al inicio de una crónica donde no hablaré de mí. Ni de Cuba. Pero no estoy tan seguro.
De la gimnasia, poco sé. Apenas puedo perorar corto y de pie, conmigo mismo, sobre la complejidad cada vez mayor de la performance versus las leyes de la física y la biología.
Cuando tengo delante el video de alguna vieja olimpiada, las de los años 70, además intento entender el alto contraste de los maillots y peinados respecto de la edad, el físico y la complejidad de los ejercicios de aquellas gimnastas.
Tal parece que había algo más que se les pedía o se deseaba de todas. ¿Se trataba de “algo”, un “resto o sustancia”, que no iba directamente al score, pero sí al imaginario de jueces, árbitros, periodistas y el público, y a las demás competidoras? Y si iba más allá de una performance casi imposible de repetir, ¿en qué se resumía todo?
Ese asunto extradeportivo hoy resulta inconfesable, radiactivo y políticamente incorrecto. En la década del 70 y los tempranos 80, las protagonistas eran adolescentes casi niñas. O niñas.
¿El del problema soy yo y, de paso, lo estoy confesando?
Puestos en el plan de las develaciones, confieso que, tras nueve madrugadas y media de insomnio, y como 900 cuartillas de un ePub en Times New Roman 16 con fondo gris rata, al igual que la secuencia de madrugadas, leí casi la totalidad de La pequeña comunista que no sonreía nunca (Anagrama, 2015) de Lola Lafón.
La “pequeña comunista” es la ex gimnasta rumana Nadia Comăneci. En YouTube la vi sonreír.
“El insomnio es una cosa muy persistente”, escribió a manera de colofón o disparo a la sien Virgilio Piñera. Y tanto que lo es, de mí apenas se despega.
Para sacarle provecho y vadear el tormento, le seguí la rima y seguí las madrugadas de lecturas con otro ePub en fondo gris: Hambre y seda (Siruela, 2011) de la rumano-alemana Herta Müller.
El motivo de una preocupación, fastidio o tormento, te lleva a otro y de ahí al siguiente, hasta que, enlazando, se llega a la fuente primigenia. Lo mismo puede decirse de las lecturas y las dictaduras. La serpiente que se muerde la cola.
En el texto Sobre la frágil institución del mundo (Discurso con motivo del Premio Kleist) Herta Müller escribió: “Todo sigue siendo como dice [Heinrich von] Kleist: por delante, ʻel paraíso está cerrado con siete llavesʼ y ʻtenemos que dar la vuelta al mundo para ver si por la parte de atrás, en algún lugar, ha vuelto a abrirseʼ”.
En el discurso, además, dijo: “En efecto, tenemos que hacerlo. Sin embargo, cuando ʻpor delanteʼ está la dictadura, es imposible que haya nada abierto por ningún sitio en la parte de atrás”.
Había comenzado por la gimnasia. Miren dónde terminé. Yo, que salí dispuesto a encontrar en el mundo una puerta trasera abierta o medio abierta. Pero no me he desviado.
Transcurría 1976, año de los Juegos Olímpicos en Montreal. En ese entonces existía más de un paraíso. Al menos eso decía la prensa y los políticos de la época.
Sí, una red de paraísos llamados repúblicas, hipervinculados, conducidos con mano de hierro, cuya banda sonora fue La Internacional, los himnos nacionales y los interminables discursos de jefes de estado y de ministros, primeros ministros, secretarios generales del partido y secretarios generales de la central de trabajadores.
Yo viví en uno de esos paraísos. En Rumanía había otro, Nicolae Ceaușescu lo cerró bajo siete llaves. En ese paraíso nació y vivió Nadia Comăneci.
Yo, al igual que Lola, nací en 1974. Puede que a lo largo de esa década y la siguiente nuestro único punto de contacto más o menos sólido haya sido Fantômas y el efecto Comăneci. Pero con la ex gimnasta, que nos lleva trece años, tengo varios puntos en común.
Mientras leía el libro de Lafón, que a ratos me recordaba los de Svetlana Alexievich, googleaba como un poseso. El algoritmo me puso frente a lo que no pude ver ni catar en su momento: una guerra caliente entre dos “países amigos” en el marco de la Guerra Fría: la URSS y Rumanía. Parafraseando a Svetlana, esa guerra tiene nombre de mujer.
Solo puedes escapar de las sugerencias del algoritmo si te pones en modo Amish. Puesto que no lo conseguirás y, como en este corral “si no estás pagando por el producto tú eres el producto”, solo te queda el sometimiento.
Entonces, tan sometido que soy, en la pantalla de mi iPhone desfilaron Ludmila Tourisheva, Olga Kórbut, Elena Mukhina y la pequeña Comăneci.
“Sus cuerpos son propiedad del Estado. En sus deportistas, toda dictadura cría personas para ganar, soldados del frente de la política exterior. En consecuencia, cada vez que pierden, su derrota es como una misión del Estado fracasada, cada victoria se celebra como un logro del Estado, es decir: se ejerce un abuso político de los hechos”, escribió la Müller en el texto Y aun así nuestro corazón se estremece.
En mi cabeza estremecida, de súbito comenzaron a desfilar Teófilo Stevenson, Agustín Marquetti, María Caridad Colón y Alberto Juantorena, seguidos de una interminable gavilla de atletas con banderitas y trofeos.
Como Lola, debería tener mi libro a lo Svetlana para encontrar abierta la puerta trasera del mercado editorial. Sería un libro sobre Elena Mukhina, la gimnasta que terminó cuadripléjica por culpa de su entrenador y el Partido. Sí, una biografía titulada La niña soldado que estuvo a punto de recuperar el trono de la Madre Patria.
La historia de esa niña es igual de trágica que la de cualquier víctima del estallido del reactor número cuatro en la Central Electronuclear de Chernóbil.
Enfundada en su maillot, condensaba en su pequeño cuerpo aptitud, talento, entrega, más la suficiente energía cinética y potencial para desbancar a la Comăneci. Con una articulación cariada en un pie, en una práctica fue sometida por el entrenador a operar fuera de los límites aconsejables, con tal de conseguir la excelencia en el peligroso Salto Thomas.
Como el reactor de Chernóbil, Mukhina kaput. Elena, muñequita rota. Las autoridades soviéticas decidieron cubrirla con un sarcófago de silencio.
Bajo el maillot de Nadia apenas hay carnes, curvas, turgencias. Sobre el ajustado y blanco uniforme de combate tampoco hay manchas de sudor. Es una perfecta máquina épica, a la que Ceaușescu le confirió la medalla Heroína del Trabajo Socialista.
Era solo una niña, recalco. El resto del equipo tenía un biotipo similar y fue obra del entrenador Béla Károly. Les llamaba ardillas, o solo le decía ardilla sin pelos a la terca Nadia y eso, ahora, es lo de menos.
La selección natural que vino después, esa adaptación al medio olímpico en un deporte casi extremo, la volvió trending el húngaro que puso a las niñas rumanas en el mapa.
Volvamos a 1976, a esa década que vi en retrospectiva y que además leí en el libro de Lola.
En el campo de entrenamiento forzado, Béla hizo de las niñas unas máquinas que debían sobreponerse al dolor, al cansancio, al miedo. Aunque implicara hambre, agotamiento, lesiones, más el riesgo de perpetuarles una limitación físico-motora en unos cuerpos asexuados para él, pero no para la prensa de la época y para Lafón.
Intentan dibujar sus contornos. La pequeña comunista que no sonreía nunca. Tachan la palabra “adorable”, pues ya se ha utilizado demasiado en los últimos años, aunque bien mirado es exactamente eso: dolorosamente adorable, insoportablemente demasiado encantadora. Y, obligados a contemplarla desde nuestra condición de adultos, sí, ansiamos deslizarnos en su infancia esforzada, estar muy cerca de ella, protegida por el maillot inmaculado, sobre el que no se distingue ni un indicio de sudor. “Una Lolita olímpica de apenas cuarenta kilos, una colegiala de catorce años”, escriben. Queremos acercarnos a sus destellos de juguete mágico y turbulento. Desprendernos de nuestros organismos de hormonas lentas.
La prensa de la época y Lafón se juntan en un mismo párrafo que hoy provocaría la fatwa de cualquier varón adulto dispuesto a entrarle al paraíso editorial por cualquiera de sus puertas.
Quise ver ironía en el libro. Ironía y cinismo de la autora para con los adultos varones de la época, esos hombres que escribieron y hablaron de “la nínfula rumana”. Al final de la oración anterior, preferí citar con tal de evitar la fatwa.
Quise ver ironía y cinismo. Pero no pondré mi mano en la candela. Pongan ustedes la cámara lenta.
“La niña frota el deseo, la anhelamos, ¡oh!, ese deseo de tocarle, de arrimarnos a ella, un deseo en espiral, cada vez más intenso, y de pronto ya está, el ejercicio en la barra de equilibrio ha durado noventa segundos”. En esta oración que sigue no quisiera equiparar el tiempo transcurrido en la ejecución de un ejercicio con la fracción de tiempo equivalente a un súbito o precoz disparo real o metafórico.
A lo largo de las nueve madrugadas y media, una imagen se me volvió recurrente. La pequeña comunista de catorce años, cuyos colmillos puntiagudos no son de leche, resume en sí misma un punto medio entre la gimnasta superdotada y el pionerito modelo. Y entre la protagonista de Lolita de Nabokov y el Tadzio de Muerte en Venecia de Thomas Mann.
Nadia es, o fue, el producto estrella del sistema. Biomarketing y biopolítica en Rumanía, un paraíso que podía acabar abruptamente durante una fuga en la noche, “en la nieve”, “ahí lejos, donde no hay nada” camino al exilio, o con un par de ráfagas para terminar, en noventa segundos cual colofón de un juicio express, con la vida del matrimonio Ceaușescu.
En la primera mitad de La pequeña comunista… hay una constante insistencia en el cuerpo menudo de Nadia. “Torso plano y firme; lazos para que se los anude con gracia alrededor del pelo, adorablemente lisa e inodora, muy rápido será recubierta por su banal futuro biológico, nínfula rumana; la camiseta deja adivinar la piel comprimida por la braguita de poliéster”; “el saludo triunfal, brazos extendidos, el estiramiento de la columna vertebral les abomba los pechos”; es “la vida sagrada de Nadia en la nieve… ahí lejos, donde no hay nada”.
Una vida organizada y develada por Lola Lafón, que, además, como si se tratara de una entrevista, recrea la voz de la gimnasta ya exiliada, y dramáticamente entradita en años.
Por detalles como el de la entrevista, el libro de Lola me recuerda los de Alexievich. La supuesta entrevista propicia un corrimiento del punto de vista, se nos permite escuchar a la testigo.
Nadia (Lola, en realidad) nos sitúa frente a otra versión de los hechos. Y no de cara a la archivada en los anaqueles de la Securitate, ese oscuro y paciente aeda de Ceaușescu.
Puesto en modo irónico, o en modo apropiación si de Svetlana se tratara, entonces digo: “Nadia Comăneci es la última testigo de sí misma”.
De los exiliados, dice Herta Müller: “Habiendo abandonado su país, su biografía es la propiedad más segura que tienen… y también la más frágil”.
¿Mi propiedad más segura es mi cuerpo? ¿O lo es mi biografía? Lo material versus lo intangible. ¿Cuál es más frágil?
Ya que me pregunto sobre el cuerpo y la biografía, y que esta crónica no habla de mí sino de Nadia, pienso en el equipo femenino alemán que participó en las olimpiadas de Tokio:
Animadas por un deseo de sentirse cómodas y menos sexualizadas, las gimnastas alemanas han decidido participar en los Juegos Olímpicos de Tokio 2020 con un traje de cuerpo entero en lugar del tradicional maillot, al tiempo que defendían la necesidad de permitir que las mujeres en general, y las deportistas en particular, puedan elegir con libertad su atuendo.
Miré las fotos. Enarqué las cejas. A seguidas hice un gesto de negación y sonreí.
“Queremos asegurarnos de que todo el mundo se siente cómodo y mostramos a todos que pueden vestir lo que quieran y estar estupendos, sentirse estupendos, tanto si es en un leotardo largo como en uno corto”, explicaba la deportista Sarah Voss en el artículo de RTVE.
Sarah, veintiún años. Toda la ingenuidad del mundo cabe en una declaración a la prensa. El leotardo o maillot rojo y blanco con franjas negras es una segunda piel ajustadísima, aunque desprovista de vellos, hendiduras, turgencias.
El uniforme no oculta ni desdibuja las curvas de esas alemanas que tardarán en ejecutar su performance aproximadamente noventa segundos.
Camino a su turno en la competencia, o de regreso a donde espera el resto del equipo, enfundadas en la segunda piel, tardarán mucho más tiempo frente al público, la prensa y los jueces. Y aquí recuerdo a La Aragón y la mítica canción La engañadora.
Nadia es la máxima expresión de la épica en el paraíso socialista rumano. Muñequita-máquina-de-guerra, tan o más mediática que Ceaușescu, quien decidió “bajarle varias rayitas” a la “La Niña del Progreso”.
La puso casi en mute o en modo patrón de pruebas. Nada ni nadie, ni Nadia, podía opacarlo.
“La campeona mundial de gimnasia, la rumana Nadia Comăneci, ʻrumanizóʼ su apellido húngaro y dejó que el hijo menor del dictador la llevase a la cama para poder subirse a la barra de equilibrios fuera del país, en el resto del mundo. Y la sombra del dictador hacía equilibrios con ella. Se convirtió en una triunfadora en los estadios extranjeros… Sin embargo, dentro del país seguía siendo una súbdita”, escribió Müller.
Tal como en Voces de Chernobil de Svetlana Alexievich, en el libro de Lafón hay un coro que va revelando los entresijos de una vida y una tragedia. Voces reales o tamizadas por lo real. Gracias a ellas, ante nosotros la “nínfula rumana” pasa de ser una impúber seleccionada por Béla, a convertirse en la máquina de catorce años que clava una actuación perfecta en Montreal 1976 y el resto del planeta. Ese “10” establece un antes y un después en la gimnasia y en los sistemas para reflejar la puntuación.
En la próxima estación del libro, hay una Comăneci que engorda, menstrúa, le crecen las tetas, el culo, suda, se cae, pierde competencias y luego se recupera y vuelve al escalón más alto del podio. Cual vida de telenovela, en la guerra fratricida entre Rumanía y la URSS, los “bolos” le tumban un oro.
Nadia ha llegado a la adultez bajo la forma de la grasa acumulada, las curvas, los fluidos, el cambio de peinado. “Su cuerpo convertido en cárcel en lugar de arma”, dice Lafón.
Como paisaje y sonido de fondo, están los Ceaușescu; Béla y Marta; el Partido y la Securitate; lo que ven y delatan agentes y ciudadanos de a pie; las colas y la escasez, y cuanto registran los micrófonos en un país cerrado bajo siete llaves.
“Cuando el hijo del dictador ya llevaba tiempo metido en la cama de otras, Nadia Comăneci huyó a Estados Unidos. Por lo que se supo más tarde, allí se dedicó a anunciar ropa interior”, escribió Herta.
Otra vez la gimnasta, el cuerpo y la sexualidad femenina.
Volviendo al pasado: la pequeña Comăneci nunca se rindió ante la intensidad y el agotamiento en las sesiones de entrenamiento, a la severa y escasa dieta diaria, a los dolores tras las caídas y lesiones, a los gritos y órdenes de Béla, a los baños que tenían lugar bajo estricta vigilancia del entrenador y su esposa Marta, la especialista en nutrición, para que no se salieran del plan de ingesta e hidratación y no subieran ni un gramo.
Mientras, en su cabeza, como en la del resto del equipo de chicas, comenzaban a encadenarse, en lo ideológico y lo político, cuanto deseaba Ceaușescu. ¿Gimnasia se escribe con g de gulag?
Después de la fuga de Nadia, ante mí el libro fue perdiendo fuelle, como si la biografía que iba tejiendo la autora, esa “propiedad más segura”, se hiciera añicos por tanta fragilidad. O por la fragilidad de Nadia y la mía. O porque falla la traducción de ese momento en la vida de la Comăneci.
¿Acaso se resume en la imposibilidad de la autora de leer entre las líneas torcidas de la vida de una gimnasta y su destino, esa vida y destino que Ceaușescu escribió “derecho”?
Quiero “subirle tres rayitas” al final de esta falsa crónica interesada solo en una pequeña comunista que aceptó afrontar los peligros, en proporción inversa a su desinterés por las canciones infantiles. Quiero darle intensidad, dramatismo, incluso color.
En modo solemne, le doy protagonismo a la voz de la rumano-alemana Müller, un desplazamiento a lo Svetlana, como si Herta fuera la última testigo de Nadia y Ahmel, dos sujetos perdidos a lo largo de nueve madrugadas y media:
Las biografías de los refugiados no son más que incontables detalles vividos. Para comprender no haría falta conocer esos detalles multiplicados por miles de personas, bastaría con saber qué es lo verdaderamente importante en todas esas biografías que llegan al nuevo país.
Pero no soy un refugiado todavía. Al menos eso creo.
La Cuba de hoy y de mañana
Por J.D. Whelpley
“Es difícil concebir una tierra más hermosa y más desolada por las malas pasiones de los hombres”.