Asesinar bolivianos, un asunto políticamente correcto

Parece un personaje de Jim Jarmusch. Circunspecto, ni a la moda ni retro, con afirmaciones y preguntas que descolocan, que lo descolocan. Y lo hacen ver amablemente freak

Raúl Flores Iriarte: tan singular como el conductor de guaguas del filme Patterson, el guagüero poeta, lector de William Carlos Williams. Ni tan alto ni tan parecido a Adam Driver, Raúl también podría ser el policía Ronnie Petterson (también Adam Driver) que conducía la patrulla en Los muertos no mueren

Puesto que no es un asunto de fisonomía y sí de ciertos caracteres, a Raúl Flores le serviría el papel del Jefe de Policía, Cliff Robertson (Bill Murray), o la extraña rubia samurái Zelda Winston (Tilda Swinton), que se largará de la Tierra como mismo vino: a bordo de un platillo volador.

Su nítida y bifocal (in)corrección política aúnan en un mismo cuerpo al imperturbable escritor guagüero que al policía y la rubia desatados en una batalla campal aniquilando zombis. Que no matando, porque la muerte nunca muere.

Pero Raúl Flores no maneja, aunque escribe y lee de manera imperturbable. En sus ficciones la sangre ha corrido sobre el filo de un machete como el blandido por el policía Petterson, aniquilando mujeres y hombres. 

Hubo un tiempo en que esas mujeres y hombres aniquilados en sus cuentos eran los mismos chicos que integraban la promoción de escritores a la que perteneció: Michel Encinosa, Jorge Enrique Lage, Ariadna Rengifo, Adriana Zamora, más otros cuyos nombres no recuerdo. La mayoría, sin morir realmente, quedó en el camino.

Pasado el tiempo, y durante una beca de escritura creativa en México, los que comenzaron a morir en el nuevo libro de Raúl Flores tenían nacionalidad boliviana. Según declaró, ante las preguntas del corro de escritores latinoamericanos allí reunidos, escogió esa nacionalidad para sus víctimas porque entre los becarios no había bolivianos. No deseaba generar conflictos. De ningún tipo.

Para aquellos escritores latinoamericanos, Flores Iriarte debió haber sido poco más o poco menos que un zombi.

Pero en la obra de Raúl hay mucho más que eso. 

Paperback writer, se titula uno de sus libros. Sin temor a equivocarme, diría que concibió esa breve novela tal como se piensa la grabación de un elepé doble. La nostalgia por las placas de acetato y el tocadiscos. Es una historia narrada en varios bloques de textos denominados “lados A” y “lados B”. 

Hubo un tiempo en que fuimos jóvenes. Casi nada y casi todo nos era ajeno. Casi nada y casi todo se resolvía sin internet, sin teléfonos móviles, incluso sin discos duros de un terabyte. Tras la relectura, y tras rememorar casi toda su obra, busqué en mi archivo de fotos alguna imagen de Raúl Flores. Ninguna le hace honor a este prolífico narrador. 

Si yo fuera Annie Leibovitz, ¿qué haría para intentar una buena imagen de Raúl? Pensé en el tipo de música que prefiere. The Beatles. ¿Lo acostaría desnudo en una cama junto a una muchacha vestida y le diría: “ponte en posición fetal con un pie sobre su panza, abrázala y bésala…”?

Él no es un tipo glam. Lo glam podría estar en la banda sonora de sus cuentos, porque en sus textos hay melodía y letras acompañando las peripecias. Lo glam está entreverado en los caracteres de algunos personajes que transitan, del crepúsculo al amanecer, en una Habana rediseñada no a su imagen y semejanza, sino a propósito de una vida que él, quizá, hubiera deseado vivir. 

Para el retrato (y este texto parece que va a ser un retrato de Raúl Flores) pensaría en el uso del color. Le haría una foto de cuerpo entero donde además de unas Ray-Ban retro aparezca parte de su vida traducida en gustos y objetos: literatura, helados, vino casero, cine, música, ausencia total de vegetales… 

Es noble y limpia su mirada. Sin embargo, las cuencas de sus ojos son profundas.

No por los temas, sino por el ritmo de su producción, Raúl Flores sería una suerte de Georges Simenon. O un César Aira. Pero en versión criolla y mini.

Ha publicado los libros El lado oscuro de la luna (2000), El hombre que vendió el mundo (Premio Pinos Nuevos, 2001), Bronceado de luna (Premio Luis Rogelio Nogueras, 2003), Días de lluvia (Premio Félix Pita, 2004), Rayo de luz (Premio Calendario, 2005), Balada de Jeannette (Premio de Novela Cirilo Villaverde, 2007), La carne luminosa de los gigantes(Premio Calendario de Ciencia Ficción, 2008), La chica más hermosa del mundo (Premio José Jacinto Milanés, Literatura infanto-juvenil, 2010), Paperback writer (Premio Fundación de la Ciudad de Matanzas, novela, 2010), Esperando por el sol (Premio Fundación de la Ciudad de Matanzas y Premio de la Crítica, 2015), Extras (versión en DVD) (Premio Hermanos Loynaz, 2016) y Las dispersiones (Premio UNEAC, 2017). 

Junto con Jorge Enrique Lage, Elena V. Molina, Lizabel Mónica y Daniel Díaz Mantilla, puso en circulación en su momento la revista digital independiente 33 y 1/3. Antes, formó parte del grupo Polaroid; el nuevo siglo recién comenzaba. Pero de Polaroid, de la “Liberatura”, y de sus integrantes, ya ni siquiera aquellos que fundaron el grupo (Flores Iriarte, Lage, Michel Encinosa…) se acuerdan. 

Cuando le pregunté acerca de su afición por la música, me dijo: 

“¿Has visto alguna vez Almost famous, de Cameron Crowe? Yo era una especie de Patrick Fugit en versión cubana. O quizá esa afición sea por todo el glamour de ir guitarra al hombro, o por las noches de concierto en ciudades distintas, por acceder a millones de personas con solo una canción”. 

Según me dijo, lo más cerca que ha estado de ese glamour de guitarra al hombro y noches de concierto en ciudades distintas se resume en: “la tirada de mil ejemplares de algún librito desconocido”. 

En las nuevas promociones de escritores cubanos hay un poco de todo, pero casi todo parece estar situado en pequeñas historias propias del entorno de lo privado, desvinculadas en su mayoría de la Historia, la política, incluso de la ideología. Amor y desamor, un poco de violencia y sexo, fantasía, ciencia ficción. Con o sin Cuba. Con narradores siempre en primera persona, o ese síntoma del narrador personaje relatando historias mínimas en segunda persona. 

Parece que hablo de un defecto, pero no: véase como una marca donde parece que muy pocos se debaten en sacarle un filón a la Historia u otros asuntos y gastarse un novelón. 

Hay marcas en la obra de Raúl Flores Iriarte que podrían situarlo en esa zona. ¿Zona de confort? Pero no: él se ha encargado, a su cuenta y riesgo (¿como un zombi?), desde su (in)corrección política, de generar un desequilibrio, una fractura en su ficción. 

Una rara ficción, una rara fricción. 

Ese melódico chirrido, esa “rareza”, le otorgó marcas distintivas. Una suerte de estilo, de estío entendido como “veranillo”, de hastío ante tanto realismo, tanta realidad empacada en la narrativa. 

A los muertos y la sangre, a la banda sonora, a esa Habana de diseño, le agregó una fractura del nivel de realidad. Como si importara, como si no importara, como si fuera algo baladí su empeño y el propio escenario de sus cuentos. 

Sus ficciones son cuentos cortos compilados en libros breves. Son muchos. A Raúl Flores Iriarte no le interesa escribir La Gran Obra, La Gran Novela o El Gran Libro de su generación. Ese libro tal vez podría ser la suma de sus breves libros. 

¿Quiénes son los protagonistas de sus historias? Jóvenes que podrían formar parte de esas tribus urbanas que alguna vez poblaron zonas de La Habana. Por lo general habitan la noche y los parques, o pequeñas habitaciones. En las venas de estos personajes, y en torrente, fluyen el pop y el rock. También un poco de alcohol y alguna que otra licencia química para arribar a un no-lugar: un campo de fresas para siempre o un submarino amarillo. 

Estos jóvenes parecen outsiders. Pero no: simplemente tratan de conseguir un espacio vital. Buscan desesperadamente algo de compañía, el amor, la cofradía entre los suyos. Desean habitar una comunidad de afectos e intereses donde el único riesgo parece ser la soledad, la incomunicación. Porque la muerte siempre está agazapada, esperando su momento para cristalizarse. 

En los espacios construidos por Raúl Flores la muerte es algo muy común. Quizás más baladí que común. En sus cuentos los personajes pueden caer como moscas; la muerte simplemente acontece, y muy pocos se sobrecogen ante ella.

Aunque la muerte haya ocurrido por un disparo. O por suicidio tras un lance de dados. O por sablazos y machetazos. Cubanos o bolivianos muertos. 

Aunque el cuerpo muerto no sea un cadáver, sino una novia cadáver, viva en su muerte, que conversa tranquilamente con el narrador personaje. Aunque un animal muerto, ya sea un caballo o un perro, pueda albergar en su interior a un hombre divorciado o a toda una familia.

Estas líneas de fuerza o de fuga pueden propiciar insólitas preguntas. Desde el entrenamiento y la corrección de la academia, un investigador encontraría, por ejemplo, en su cuento “Caballo muerto”, conexiones con la escasez y la falta de alimentos en Cuba, con el problema de la vivienda (esa “vivienda digna” situada en el alegato de Fidel en La historia me absolverá) y la violencia. Pero los referentes y las respuestas y las asociaciones de Raúl Flores siempre están en otra parte. 

La muerte se aprovecha en su ficción como es aprovechada la lluvia. Está ahí de la misma manera que la música, las pastillas, el cine… El pacto ficcional te obliga a borrar la frontera entre lo fantástico y lo real en un contexto llamado La Habana. En “Caballo muerto” es posible vivir cómodamente en el interior del cadáver de un caballo, del mismo modo que el restaurante de otro texto suyo, “Camarera”, es posible degustar las piernas de una muchacha. 

En esa Habana se aparecen estrellas de Hollywood (Sean Penn, Naomi Watts, Jeremy Irons…), de la música (desde Joaquín Sabina a John Lennon), iconos de la literatura (una lista donde lo mismo caben Ernest Hemingway que Stephen King), estrellas porno… 

Sí, hubo un tiempo en que Raúl Flores Iriarte fue una suerte de súbita fractura en el nivel de realidad del panorama literario cubano. 

Sus textos siguen siendo leves, rápidos. En ellos tiene más cabida el humor que la ironía. Van del absurdo a lo real sin tremendismo. Parecen haber sido escritos en español por una cabeza que vive y asocia en inglés. 

Si se le presta atención a sus textos de sci-fi, por ejemplo, se vería una ruptura con los rasgos más o menos comunes del género. No hay ciencia pura y dura o soft contaminando la trama. Su sci-fi es, si acaso, una versión un poco más alterada de cuanto acontece en sus cuentos “realistas”. Se trata de los niveles alterados de una conciencia que tiene cabida en lo fantástico. 

Raúl Flores Iriarte apuesta por el fragmento, por construir(se) un espacio de manera horizontal, por la suma de textos sencillos como bulbos, de cierta diversidad, conectados entre sí a la manera de un rizoma. No es el escritor de los grandes relatos nacionales. No le interesa. Si viviera en el Moscú o el Berlín en los 80, quizá hubiera narrado lo mismo. Con la misma ambición, con el mismo tempo. Con el mismo estilo, estío, hastío… 

Las cotas de la emoción (Eros y Thanatos) no alcanzan en sus cuentos la grandilocuencia de una sinfonía. Y el sexo y el erotismo tienen, también, el mismo significado que la lluvia. Sencillamente suceden. Hay una levedad contaminada por cierta veta naíf, melancolía, sueños truncos. Su genealogía remite a narradores norteamericanos, pulp fiction, y aquellas bandas de rock de los 60 y los 70.

Para el retrato de este amable freak tan parecido a un personaje de Jim Jarmusch, no quisiera perder de vista un detalle importante: una suerte de banda sonora en la que él se gasta un hermoso y sencillo solo de guitarra. Sería un retrato en el que Raúl Flores Iriarte lleva un jean manchado con la sangre de una decena de bolivianos, y colgada al hombro una vieja y hermosa Fender Jaguar de 1962. 




Librería

Raúl Flores Iriarte

«Una novela breve y feliz». Ahmel Echevarría




Debe haber un sentido para todo esto - Raúl Flores Iriarte

Debe de haber un sentido para todo esto

Daniel Díaz Mantilla

Hace muchos años, Raúl Flores Iriarte me soltó una pregunta: ¿Cómo se siente ser un escritor consagrado?Después de tanto tiempo leyendoescribiendohablando de literatura, un escritor (consagrado o no) empieza a decirse: Debe haber un sentido para todo esto. Hablemos de lo que significa soltarlo todo y largarse.