Un ‘working class heroe’ en la superficie de Marte

Iba camino a las clases de inglés desde el apartamento en el que estaba rentado: una primera planta al fondo de un edificio donde todos los residentes, para vivir allí, debían demostrar que su vida transitaba sobre el borde apenas firme de un desfiladero. 

El inmueble estaba destinado a personas de bajos recursos, un edificio insertado en el Plan 8. Corría el 22 de mayo y el 2024. En South Miami Beach eran las ocho y cuarentainueve antemeridiano.

Mi esposa y yo habitábamos una extraña burbuja espacio-temporal y el reloj marcaba apaciblemente una suerte de tiempo de descuento, porque hay algo que normalmente no puedes o no deberías hacer en un país como este: leer a pierna suelta tumbado en una cama o apoltronado en un sofá. 

Aunque tomes notas para un proyecto o escribas para revistas online, el reloj seguirá indicando la indetenible disminución de los ahorros.

Cada hora cuenta. Cada hora debe tener un equivalente en ingresos. Entonces, leer a pierna suelta puede resultar un despilfarro si no tienes detrás un sugar daddy, una jevita podrida en plata, un negocio que genere dinero a la velocidad de aquel antílope dorado que saltaba en blanco y negro en las pantallas del televisor ruso al centro de nuestra infancia en los 70, o si la decisión de leer no equivale a una dosis de sertralina. La pastilla cual disparo a la sien, con tal de poner en pausa al cerebro.

Sin la tríada social security, permiso de trabajo y residencia, intentar reinventarse, palabra de orden aquí, cuesta el doble. Reinventarse es uno de los diez acápites del decálogo del que emigra sabe Dios por cuánto tiempo. Mientras el reinvento/rediseño no sucedía, mi mejor relajante fue la lectura: un comprimido en forma de archivo ePub para los ciclos de insomnio. 

Pero mi esposa y yo estábamos solos, bajo techo, organizando nuestra vida. Tras pensar una y otra vez proyectos o planes ajustables a cuanto acontecía afuera de nuestra burbuja, hacia el final de la tarde veíamos pasar, del otro lado del cristal de la ventana, el tiempo y las iguanas.  

Los días en que la cabeza se abstenía de estudiar inglés, aplicar a becas y residencias artísticas, o salir en busca de un trabajo en lugares inimaginables, nos fugábamos hacia la playa. Abrigados, recalábamos a la izquierda de la caseta del salvavidas. Por nombre le puse Perseverance. 

A la playa le llamé La Oficina. Era el invierno y había sol. Allí, los únicos que llevaban impermeable a lo largo y ancho de la duna éramos ella y yo, ridículamente hermosos, casi incautos; mientras, la playa hervía de gentes ridículamente hermosas vistiendo muy poca ropa.

Sonrientes, apenas vestidos, salían o iban hacia la duna con el pellejo dorado. Caminaban por la misma acera en la que yo regresaba o iba al Miami Beach Adult & Community Education Center.

Sobre el desvaído tinte rojo de la acera y rumbo a la clase de inglés, en aquella mañana de mayo del Señor, y de su nunca fiel servidor Ahmel Echevarría, vi tirada sobre el concreto uno de esos aguijones de madera con la que te escarbas en la dentadura los restos de comida. Un mondadientes con una breve versión en papel de la bandera cubana. 

En este país, o al menos en este estado, Cuba puede adoptar formas inverosímiles. Travestismo o licantropía. El efecto de la nostalgia o la rabia. O la pura consecuencia del deseo, el mercado, la ideología.

Ya fuera en el apartamento o a la izquierda del Perseverance teniendo de frente al mar, ligeramente abrigado ya fuera en el Plan 8 o La Oficina, en aquellos días de mayo leía Llámenme Casandra (Premio Ñ, Clarín Alfaguara, 2019) de Marcial Gala. 

Raúl, Raúl Iriarte, personaje principal del libro de Marcial, es un rubito afeminado estudiante de preuniversitario. El bullying es y será una constante en su cortísima vida. Cuanto acabo de revelar no se instaura cual spoiler

Más que la crónica de una muerte anunciada por el autor del libro en las primeras páginas, el dato nos ubica de cara a la vida de un joven que vive en Cienfuegos y a los diecinueve años se verá, casi por decisión propia, en un remoto e innombrable paraje de Angola. En la guerra. Pero no en combate. 

Raulito redactaba informes, partes de guerra, cartas a los familiares de los militares cubanos muertos o no en combate. Raúl sabía que moriría muy joven.

El inconsciente es un caballo salvaje. Tan indomable como es, mientras yo permanecía detenido en la acera frente al mondadientes, el inconsciente tomó las riendas de la situación. Es una estrafalaria e inexacta forma de ilustrar la manera en que mi cabeza pasó de la sorpresa a la contemplación, y de ahí a la activación de la cámara en mi iPhone.

Del concreto rojo desvaído, guillotiné el aguijón de madera con la banderita cubana. El GPS en la foto indica que estuve en la 1420 Washington Ave, frente a la escuela Miami Beach Fienberg Fisher K-8. 

Cerca de allí, alrededor de las ocho y media de la mañana de un día de febrero, en un local cerrado donde solían vender a mitad de precio tickets para recorridos turísticos, di con un cartel blanco con letras rojas pegado sobre una puerta de cristal. 

IT´S EXPENSIVE TO BE POOR, leí. Me heló la sangre en aquel frío febrero. 

A pocos metros, un homeless negro en silla de ruedas y con una pierna de menos, parloteaba en una mezcla de francés, inglés y español. Gritaba a voz en cuello para nadie. Al menos, nadie de cuerpo presente. 

El negro del muñón llevaba la misma cantidad de ropas que uno de los tantos bañistas rostizados en la duna. Al pie de su única pierna tenía una soda; bebida barata, enorme cantidad de azúcar que nunca verás cristalizada en el vaso, gasolina de alto octanaje para la diabetes. 

Pensé hacerle una foto que incluyera el cartel, pero no quise devenir blanco móvil de su ira o su locura, ni que tampoco nos uniera el destino bajo la forma de las coordenadas que incrusta el GPS en la imagen.

It´s expensive to be poor, me dije y seguí de largo rumbo a la clase de inglés, un curso por el precio de cuarenta y tres dólares, o sólo trece si consigues tener la ayuda del condado o la escuela. 

“Es caro ser pobre”, me dijo en perfecto español el inconsciente, cuando en la acera veía el mondadientes y el equivalente al obturador de la App cizalló aquel fragmento de la ciudad.

Más de una vez la he visto en la galería de fotos del teléfono, es una fotografía muy extraña. La banderita no parece una astilla diseñada para clavar esos pequeños trozos de comidas que sirven en los catering, donde el imaginario Cuba es ara y a la vez pedestal. 

Desde una perspectiva alterada, la superficie de concreto me recordaba la aridez de Marte. Una llanura horadada por meteoritos, barrida por ráfagas más o menos brutales, sometida a muy altos contrastes de temperatura; y como olvidado por el rover Curiosity, el “trapo heroico”.

Marte o el inverosímil lugar donde un cubano se hubiera establecido de haber una colonia allí, más una forma de llegar, ya fuera mediando un boleto sacado en una agencia o una vía alternativa conocida al dedillo por (astro)coyotes, aunque el riesgo de llegar con vida quintuplique al peligro en la ruta a través del Tapón del Darién. 



Sí, la colonia en el planeta rojo cual asentamiento donde un cubano encontraría comida, techo y trabajo, convertidos luego en remesas para los familiares dejados atrás: las formas de la ilusión y la fe. 

Pero el delirio suele volver a su cauce y mi cabeza conectó el mondadientes con la novela de Marcial. 

Camino al curso de inglés, suerte de burbuja donde el tiempo se detenía, y a la par donde inmigrantes y refugiados de América Latina y El Caribe más una ucraniana y una portuguesa trabábamos amistad e intercambiábamos información útil para sobrevivir en una ciudad que a veces puede ser tan árida como Marte, rumbo al aula recordé al soldado Raúl Iriarte.

Enrolado en su propia guerra está el conscripto Raúl. Debe soportar las violencias al interior del pelotón, o en alguna que otra maniobra o escaramuza para capturar soldados de la UNITA. También, en la oficina del capitán, que en las noches le horada el culo mientras al oído le dice “Marilyn Monroe” y lo obliga a una mamada e imagina que ese joven de diecinueve años, arrodillado ante él, es la mujer que ha dejado en Cuba. 

El capitán puntualmente se singa a su secretario, a la par lo insta a denunciar a los compañeros del pelotón.

Raúl, Raulito, será Casandra. Muy temprano en su vida tendrá el don de predecir el futuro. Sabrá la fecha exacta y la forma en que morirá. 

Para suerte o desgracia, le será revelado el día del fallecimiento del hermano y el de otros sujetos que, por diversas razones, son cercanos a Marilyn. ¿Pero quién desea tener tan cerca un sujeto con tales dones?

Marcial hace gala de una singular habilidad para jugar con el tiempo. En la novela se entrelazan varios planos temporales. Los avances y retrocesos permiten adentrarnos en el complejo transcurrir de un personaje, su familia disfuncional, los amigos, más la gente que encontrará a lo largo del camino: Raúl y su familia vista en una mesa de disección; Raulito en la escuela; Raúl y un taller literario donde escribe un poema “decadente y metafísico” el cual es motivo de alarma, duda y denuncia por parte del propio asesor literario que ve en el texto “diversionismo ideológico”; Raúl travestido en rubia joven al interior de las noches de una ciudad dispuesta para el solaz, la música, los tragos, los flujos del discurso y los fluidos del cuerpo; Raulito y sus lecturas de la Ilíada; Raúl o Marilyn en una guerra en África; Raúl o Casandra, la que posee el don de la profecía.

Tendido en la tibia duna de La Oficina, ligeramente abrigado, leí y anoté varias citas: 

“No quiero ser Raúl, eso lo supe siempre, desde muy niño lo supe. No soy Raúl porque soy Casandra y por mis venas corre la sangre de Príamo. Los dioses me lo dijeron”. 

“Casi estoy en Angola ya, voy al encuentro de mi muerte. Apolo me lleva, no deja que Atenea pueda protegerme. Yo voy tras las sandalias del Dios, que se me aparece en sueños apenas me acuesto en mi hamaca de soldado. Es negro, alto y atlético y se llama Shangó. Me mira con ojos brunos”. 

“Nada de lo que nunca estuvo vivo puede morir”. 

La novela de Marcial es un singular relato si se lo mira en el contexto de los libros enmarcados en la Guerra de Angola escrito por cubanos. Entreverando en él la mitología griega, Gala nos muestra un panorama de finales de los 70 y los 80 en Cuba: acusaciones, ideología, vigilancia y violencias, los sucesos de la Embajada del Perú, la propia guerra en África, la vida en el espacio doméstico vs. la vida en el contexto político nacional, homofobia. 

Sí, vivir y fingir la mayoría de las veces allí donde estés, fingir y sobrevivir. Sobrevivir, por ejemplo, convencido de que tal estrategia es un constante delinquir ante lo que Héctor Santiago en un artículo publicado en tres partes, y relacionado con las Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP), llamó “homofobia de Estado”.

“Yo no quiero nada —dice mi madre [la madre de Raúl/Marilyn] y entonces agrega—: Quisiera que todos se fueran y me dejaran en paz, principalmente tú, pedazo de maricón”. 

Es una mujer engañada y abusada por el marido. Quiéralo o no, tendrá que coincidir con “la querida” o “la rusa”, profesora de inglés de nombre Liudmila. La rusa incentiva en Raúl el gusto por la lectura.

Vuelvo a mirar en mi iPhone la foto de la bandera cubana en la superficie de Marte. Ya no estoy rentado en un apartamento de un edificio Plan 8 muy cerca de la punta roma y sur de Miami Beach. 

Ahora, rentado en un apartamento en Normandy Isles, islita muy breve a diecisiete minutos de la playa y conectada por el puente Bay Drive a la isla principal, terminé Asmodeo(Periférica, 2024) de Rita Indiana.

Cualquier archivo ePub que elija para leer en el teléfono sigue siendo el equivalente a una dosis de sertralina. Disparo nocturno en la sien. Un comprimido para tragar en la madrugada. 



El insomnio suele ser muy puntual y persistente, aunque buena parte de mi mañana y la tarde transcurran mientras ejecuto, en modo avión, un trabajo donde el esfuerzo físico casi siempre es alto y las temperaturas se parezcan a las cotas más altas de Marte.

It´s expensive to be poor.

Ya no tengo una oficina en la playa. Un amigo me advirtió que cuanto hacía yo en South Miami Beach era un lujo permitido para unos pocos. Yo, apenas un working class heroe, deposito tiempo y energías en un lugar al que algunos llaman bodega y le ha sido subrentado a un tapicero guatemalteco. Mi tiempo y mi energía la devora el tapicero, bajo la variante empleador y explotador en jefe.

Somos solo dos: él y yo. No me está permitido rezongarle, tampoco darle consejos, hay que tener un enorme corazón andino para resistir, bajo las órdenes de un tipo como el guatemalteco, ocho horas cocinado a fuego lento en un warehouse

Pero mi caja toráxica no es tan ancha, tampoco mi corazón es uno de esos acostumbrados al alto rendimiento, a una altura descomunal donde escasea el oxígeno y donde no está permitido ripostar. 

Por escuela, tuve la peor: Cuba —o acaso la mejor, para estar casi siempre en cruce con el tapicero, que no es jamón.

Ser un respondón, aquí, te lleva rápido y sin transiciones a la tarjeta roja. Soy su pan de piquitos. Él sabe que yo lo sé, y lo supo mucho antes de conocerme. Tenía un montón de guatemaltecos bajo su mando en una maquiladora de ropas. Hay que morder la soga y entrar por el aro.

No es que en South Miami Beach no entendiera Miami. Entender es un proceso y también consume tiempo y energías. Yo, que no la entiendo del todo, decidí ejecutar la decodificación del territorio y su mapa a través de la gente. 

He tenido frente a mí a ciudadanos norteamericanos, latinoamericanos residentes en Estados Unidos, y latinoamericanos indocumentados. Gentes que llevan más de veinte o treinta años en Miami. Gentes que creen haber entendido muy bien de qué va todo aquí, pero los miro y mentalmente hundo la cabeza entre los hombros.

El tapicero no tiene papeles y es un tipo cuyo día a día lo marca y decide el estrés por los taxes, los “biles”. Sin embargo, ha creado un pequeño negocio y yo soy su pan de piquitos. Ha tenido a otros como yo: venezolanos, guatemaltecos, cubanos; siempre de uno en uno. It´s expensive to be poor.

Mi inconsciente, caballo desbocado, a veces le cambia la sudada muda de ropas por un uniforme militar, lo cual me lleva a los libros de Rita y Marcial.

La conexión entre Llámenme Casandra y Asmodeo es, podría decirse, intramuscular. ¿Parafraseando a Piñera en La isla en peso, soy tan joven que no sé definir?

En la novela de Rita Indiana el protagonista es un viejo rock star o casi una roca desprendida de lo que antes fue una estrella. A Rudy Caraquita no se le para la pinga, así tenga delante un par de mujeres y por la nariz se haya bajado una gorda raya de perico. Este viejo guitarrista lleva años poseído por un demonio, Rudy es “el caballo” de Asmodeo, y Asmodeo es el demonio.

¿Quién me posee a mí? ¿De quién he sido caballo? ¿O quién es mi demonio o lo será aquí en Estados Unidos de América?

Cabalgado a su antojo, la vida de Rudy va completándose ante nosotros y hay un punto en que su vida, o la novela, nos sitúa ante Balaguer y Trujillo, ya sea en forma de paisaje urbano o padeciendo las formas concretas de la dictadura: la víctima y el victimario, la tortura y el torturador. 

De joven, en la habitación de un apartamento, a Rudy le arrancan un pezón. No transcurre en una pelea o lo hace una mujer despechada. Lo ejecuta un sujeto que forma parte de la máquina totalitaria. 

Pero en Asmodeo, como en Llámenme Casandra, el dictador no constituye el centro del relato. Sin embargo, contienen un instante en que, de manera intramuscular o a nivel celular, como un gran tiburón blanco, el dictador surca el relato. Sentimos la tensión, vemos la sombra, a veces la aleta dorsal, y luego se hunde y seremos testigos de los efectos directos o indirectos de ese poder omnímodo. 

Una guerra, una persecución y captura, ejecutada por órganos represivos. La tortura, una denuncia por “diversionismo ideológico”, la homofobia de estado, o la censura, son efectos directos o indirectos según la posición que, con respecto al suceso, tenga quien brinde el testimonio.

Si me atreviera a presentar una ponencia titulada “Asmodeo y Llámenme Casandra: Caribe y totalitarismo intramuscular” en un evento al que fui invitado el 3 de agosto de 2024, que por tema tenía “El totalitarismo, castrismo cultural y postcomunismo en Cuba” y por nombre llevaba “Séptima Convención de la Cubanidad”, ¿qué reacciones hubiera suscitado?

A la convención llevé un largo texto titulado “Yo vi la noche ardiendo en su tamaño”. Comenzaba con el poema de José Ángel Buesa “Yo vi la noche ardiendo”. El texto se interesaba en las Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP) y su presencia en la literatura cubana.

En el intermedio, se me acercaron cuatro personas para preguntarme dudas y contarme anécdotas personales donde ellos o amigos suyos fueron protagonistas. No era poco el dolor en los relatos, y no todos tenían como centro al archipiélago de campos de trabajo forzado erigido en la antigua provincia de Camagüey por el Gobierno Revolucionario.

Sin lugar a dudas, tuve ante mí otra forma de entender Miami. Una más. O un vector más en un único campo de fuerza. Uno que es uno y muchos. ¿Una suerte de acertijo irresoluble? Casi un koan.

Llegado hasta aquí, me pregunto: ¿Acaso ya soy un working class heroe en la superficie de Marte?

Para seguir entendiéndolo todo, sin duda tendré que escribir sobre lo que vi y viví en la Séptima Convención de la Cubanidad, y sobre una ponencia que pude haber llevado: “Asmodeo y Llámenme Casandra: Caribe y totalitarismo intramuscular”.





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Saluden a la princesa

Por Jorge Enrique Lage

Leo ‘Tía buena. Una investigación filosófica’ (Círculo de Tiza, 2023), de Alberto Olmos.



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