Desnudarme entre los olivos

Atravesar el camino que va del Bruc a Collbató. Las piedras, el hielo derritiéndose tenuemente sobre la hierba, el olor húmedo y espeso a tierra desconocida. 

No registré lo definitivo en la ruta: una desviación en el camino, un caballo de ojos saltones, el perro lanudo que protege los olivos y no ladra. El móvil se apagó en la primera foto y quedó en un bolsillo, resonando como pieza metálica distante del paisaje.

Nunca antes había pisado un campo de olivos. 

Las ramas son duras; los olivos negros, grandes, rebosantes. Los olivos poseen cierta libertad, el campo de olivos comprende en su totalidad todas las dimensiones y formas, todas las edades y ranuras, allí radica lo alucinante de mirarlos: ¿cuántos años tendrá el olivo grande cuyo tronco ha sido cortado muchas veces y cuyas ramas no son tan altas?

Me pregunto por el cultivo del olivo, y escribo olvido, corrijo, olivo/olvido, ol(v)i(d)vo. Caminar durante una hora porque a veces da el sol y ya no hace tanto frío y es mejor sudar levemente mientras las manos tiemblan y la nariz se enrojece demasiado porque conoce que olfatear es el secreto para olivar y olvidar.

En los campos de olivos revivo mi memoria en el campo cubano, aunque nací en Puriales de Caujerí mi memoria del campo se limita a Melena del Sur. Los espacios rurales generan un espejismo de incalculable inmensidad repetida. 

Una noche absorbente, estrellada; un rocío largo, ver amanecer y ver avispas a los lejos, atardecer y sentir los insectos adentrándose. Un riachuelo, un barranco, cruzar el puente del Bruc y sentir el abismo repitiéndose en la inmensa paz. Mirar la espesura del invierno y recordar la humedad del Preuniversitario en el campo: un acto simple de reiteración en la naturaleza.

En Melena del Sur despedí a un amigo que se llamaba Arnaldo; ahora se llama Arnal porque vive en Barcelona (me referiré a él como Arnaldo cuando hable del pasado, y Arnal cuando hable del ahora). Este amigo no camina conmigo por el campo de olivos, pero cuando me recogió en el aeropuerto y me dijo: “Vente a mi casa, comeremos y reiremos”, sentí la plenitud expansiva de ahora.


Escribo esta columna en Can Serrat, mientras el sol golpea la espalda de un lector acomodado típicamente por la luz del mediodía. 

La escribo mientras envío un audio repitiendo inagotablemente la frase: “te extraño”. 

Mientras la escribo me desgarran noticias sobre la extinción, me aburren las posturas en Facebook y quiero ir al cuarto a masturbarme con una aceituna que vaya de mi clítoris a la boca.


Arnal es un personaje delirante: su voz, sus gestos, su nueva obsesión por TikTok, esa especie de red social en la que todos juegan al simulacro. Arnal es un ser perturbador: se ríe alto, bromea, hace boquitas, debería ser actor. Su novio vive en Barcelona desde hace años, pero ambos tienen la musculatura del migrante, aquí están aletargados y no se encuentran realmente en ninguna parte.

Esta musculatura del tránsito, del no ser todavía totalmente de un lugar, o del desarme de un lugar/espejismo, encuentros y órdenes de la vida cotidiana en la que se está, me recordó el estado mental que dejó en mí una novela de Michel H. Miranda que Martha María Montejo tuvo la belleza de enviarme en diciembre del 2019.

En Diario de Olympia Heights (Casa Vacía, 2017), me atrajo una idea de ausencia asociada a la fugacidad que se sostiene a través de la escritura y la lectura como espacios de difuminaciones y autorreferencialidades (partidas, libros, citas y una videollamada desde Cuba). 

El tiempo de filosofar sobre dónde se está, y cómo; la construcción diaria de un sujeto que se explana en la enunciación y sensación del hacia dónde: ahí me encuentro ahora, en la devastación de los días simples durante los que leo y escribo. Pudiera decirse que el diario es un diálogo sobre los instantes. 

En Diario de Olympia Heights las instantáneas son pasadizos, conversaciones, páginas de un libro, palabras que traducen el estado del “yo”, pero desde la combinación de posibles/imposibles en torno a la familia y la vida.

A través de esta novela pensé en una vista aérea de Cuba. Cuba se recuesta entre las sábanas, entre los olivos y mis muslos, y me pregunta, con rostro de mujer de labios gruesos y risa infantil: “¿Acaso me extrañas?”.


En este campo de olivos me imagino a Arnal desnudo. 

No es una impresión sexual o erótica; es mi manera de entender cómo fue para él emigrar a España siendo tan joven. Aquí lo veo con la piel descubierta, la carne dispuesta al invierno, su sexo acomodado entre las piernas, la boca entreabierta. 

Parece que posa, pero no posa: está desvalido y disfruta ser observado por un grupo de caminantes, escritores todos, que van por la ruta más corta desde Can Serrat a Collbató. 

Imagino qué diferente hubiera sido si el Preuniversitario no fuera un aparato homofóbico. Allí todo tenía lugar en la violencia de los adolescentes machos centrohabaneros: te pico, te pego, te toco, te empujo, te arranco el labio de un maletazo.

Arnal me cuenta de cuando le decían maricón, de cuando le decían pájara, de cuando lo querían tocar de todas las maneras imaginables. 

Arnal me lo ha dicho todo ayer, y yo he querido besarle el cuello, besarle las manos y los hombros, besarle la boca con los labios partidos por el frío. 

Pero es tarde para una escena sentimental porque Arnal está aquí, en esta ciudad, y es feliz: tiene amigos, tiene novio, tiene a su mamá junto a él, su madre bella e iluminada como siempre; tiene un sueño y un trabajo que le alcanza para vestir con marcas lindas y caras, tiene montaña y tiene mar, tiene una imagen de Cuba —preguntándole en el parqueo del Splau: “¿tú me extrañas?”— a la que nunca le responde ni le mira la cara.

Arnal me pidió que fuéramos el domingo a Montserrat, pero como me dijo que a mediodía, he venido temprano a Collbató con los otros escritores y artistas que forman parte de la residencia de invierno en Can Serrat. 

Caminamos por la espesura, pisamos piedras y nos damos las manos para no caer. La tierra semihundida, una especie de fábrica abandonada, el interminable paseo con los zapatos inadecuados. Y yo no puedo sacar de mi cabeza a Arnal en los olivos, jugando como un niño, sonriendo como el protagonista de la hermosa y dolorosa película Lazzaro felice (Alice Rohrwacher, 2018).

Recuerdo a Arnal haciéndome preguntas sobre el sexo, el amor bisexual, la supervivencia, los últimos poemas, la alimentación, lo político…


En este momento en el que cambia la luz y se abre el balcón, entra un gato y me mira, me huele los zapatos, me pide que le hable y sale corriendo. No me muevo. Se va huyendo de mí porque estoy silenciosa y triste.

No puedo dejar de rememorar el instante en el que Arnal y yo nos dejamos de escribir. Ni siquiera recuerdo cómo nos conocimos, ni el entusiasmo con el que queríamos estudiar en la Escuela Nacional de Arte. 

Allí suspendimos el ingreso, y nos dijeron que eran 200 CUC si queríamos entrar, pero como no teníamos el dinero los sueños se desmoronaron, caducaron, se reventaron.

Veníamos preparándonos como tontos. Preparándonos para llorar y hacer trágicas improvisaciones con el objetivo de desgarrarnos adolescentemente (aquello que se supone sea el medidor de talento de la Escuela Nacional de Arte). 

Probablemente no teníamos talento y el tribunal fue justo; decidió nuestro futuro por nosotros.

Recuerdo “descargarme” con un mago en el primer campismo sin padres al que fuimos Arnaldo y yo. El mago quería hacerme trucos por debajo del vestido, a pesar de que yo no quería, y Arnaldo nos encontró entre la maleza y dijo con voz fuerte: “Malú, vamos para la cabaña”. 

Fuera de mi casa, Arnaldo es el único que me dice Malú.

Recuerdo que visitábamos a un instructor de arte que nos ilustraba sobre técnicas de actuación. El instructor dejaba correr el DVD con porno gay y Arnaldo se imaginaba el mundo como los olivos nos imaginan a nosotros. Yo me iba y lo dejaba solo con el instructor.

Arnaldo se convirtió en el mejor amigo de mi mamá. Yo estaba becada toda la semana y él salía con mi mamá a caminar, de lunes a viernes; en sus derivas visitaban al novio de mi mamá de entonces, el médico, y se metían con la gente por el bulevar de San Rafael. 

Yo me avergonzaba un poco de su amistad, por la complicidad extrema que compartían.

Me avergonzaba esa comunión tan real entre dos personas solas y perdidas por el bulevar de San Rafael. 


Me escondo entre los olivos y espero que se haga de noche. Dicen que durante la primavera puedes ser atacada por un jabalí o por robatoris (como explicaba el anuncio que no pude fotografiar) pero ahora no sucede nada, tan solo esta inmensidad expandida sobre la que me detengo y me desnudo.

Se siente bien el frío entumeciendo mis senos, redondeándolos, aliviando el hervidero que tengo en la cabeza. 

Me pongo roja. Voy a reventar. Mi piel se cubre de esporas, me erizo, soy una columna arrugada. 

Arnal me dice: “A mí todo el mundo me hacía bullying menos tú”, y aunque no me lo dice directamente, es como si dentro de mi oído quedara el insecto que revoletea metálicamente, con un anuncio: “Tampoco hiciste nada para protegerme”.

Se siente bien el frío a través de mi vello púbico, que llevo corto y no abriga lo suficientemente la carne. Una helada que congela mi vagina y la primera menstruación de 2020. 

Mi clítoris helado pudiera romperse si lo toco. Quisiera acariciar con olivos estos diminutos pendejos, que dan una sensación de soledad tremebunda.

Arnal me dice: “Soy tan feliz aquí, pero quiero actuar, quiero cantar, quiero reír”. Y ríe verdaderamente, ríe junto a sus amigos que son especiales, bonitos y auténticos; junto a su novio que es un sol y un amante de Pokemon, junto a la vida en la que me dice:

“Quédate con nosotros si te da miedo esa residencia, quédate con nosotros si te da miedo volver a tu país, quédate con nosotros si te gustan los campos de olivos y temes el poder de la montaña. Nosotros te protegeremos”.

He leído que las montañas de Montserrat estaban cubiertas de mar, el mar les otorgó esta lisa y extraña forma: hace mucho tiempo no había pueblo, ni residencia para artistas y escritores, ni independencia, ni perros vigilantes, ni ferias en Collbató que visitar los domingos.

He leído que si el cuerpo se queda demasiado tiempo pegado a la piedra no habrá manera de despegar la piel de la montaña, y la montaña te dejará caer como a Lazzaro, porque sabe que sobrevivirás muchos años después y tendrás ganas de saber si alguien te extraña. 

Lazzaro, el personaje de la película, no solo es tierno o poseedor de una fe pura en aquello que la humanidad ha perdido, sino que sobrevive para ver el mundo tal cual es: el lugar de la atrocidad y la pérdida.


Nunca he querido quedarme fuera de Cuba, nunca. 

A veces me pregunto qué sería de mí si mi padre no me pasara dinero como a una niña, si mi padre no dijera: 

“¿Qué te hace falta para que vayas a una residencia? Tómalo, completa con esto. Un money suelto para el aeropuerto, un money para la visa, unos euros que tengo por ahí, por si hay una emergencia. Malú, tienes que coger este dinero. ¿Tienes algo arriba? ¿Tienes comida? ¿Quieres para el carro? ¿Quieres para salir y tomarte un café?”.

Nunca he querido quedarme fuera de Cuba, nunca. 

A veces miro a mi madre y me pregunto de qué vive, cómo vive, pienso que tengo que darle dinero, qué dinero, este dinero, y dentro de algunos años, cuánto dinero tendré para comprar una casa, cuánto dinero para decir: 

“Vamos, mami, vámonos a una playa de vacaciones; déjame teñirte el pelo y comprarte el vestido que te gusta y si te gusta el aceite de oliva, déjame buscarlo, mami, tendrás agua y tendrás techo, no un pasillo cayéndose, no esta soledad tan grande y esta manera tan tuya de ahorrar y contar las monedas y de no permitir que te roben un miligramo del pollo que te toca por la bodega”.

Nunca he querido quedarme fuera de Cuba, nunca. 

Pero esa idea tonta y superficial de estar fuera o dentro, de ceñir un límite geográfico o una cierta separación brutal con una idea de patria(rcado), no tiene que ver con esta frase simplona: tiene que ver con la libertad; libertad para decir y hacer y decidir por mi cuerpo y mis derechos.

Quedarme fuera no me parece tan ajeno, más ajena me parece esta desnudez entre los campos de olivos y este placer suicida del frío colándose dentro de mí mientras ansío ser una niña y salir con Arnaldo a gritar estupideces por Centro Habana y a comprarnos pinga refrescante (durofrío dentro de un nailon con forma de falo) en Ánimas y Galiano y decirnos: “¿Tú me extrañas?”.

¿Qué es lo que extraño de una isla, del archipiélago, del lugar, del terruño fantasmagórico que se señala en un mapa como “nación”? 

Será el olor de la boca de mi mamá, la raíz canosa del pelo de mi mamá, la mirada de mi hermana, el abrazo de mi hermanita semidormida diciendo, tan honestamente: “Te quiero mucho”. 

¿Qué es lo que extraño de una isla, archipiélago, lugar, sensación, hueco tullido, trampa, invariable puerto de la espera, puerto del absurdo, puerto sexual y sediento?

Serán las ganas de estar siempre en el deseo de decir, las ganas irrefrenables de justificar mi fatiga: yo quiero hacer arte aquí y quiero luchar aquí y hacer aquí una concatenada lista de errores y textos y besos y teatros y sexos y claves universales del habitar, para sentir que pertenezco a algún lugar y que ese lugar es para que yo construya lo que me dé la gana.

Pertenezco a este campo de olivos desconocidos. Pertenezco a la casa de Arnal en Pallejá. Pertenezco a un juego de Pokemon que no entiendo. Pertenezco a un paisaje antes sumergido. 

Pertenezco a la tierra en todas sus dimensiones, a su lengua y al momento en el que nos encontraremos. ¿El encuentro sería igual?

Pienso en ese mar cubriendo a Cuba: “¿Me extrañas?”, me diría bajito, “¿Me extrañas?”.

Como alguien que se arrodilla ante mi vello disparejo y removido, alguien que dice “¿Me extrañas?” y saca la lengua, “¿Me extrañas?”, y pone la frente en mí y ya es demasiado helado el paisaje, la noche, la residencia de escritura, los tiempos dilatados, entrecortados, la prisa abriéndose paso por los desastres naturales y las caídas naturales.

Recuerdo ese “¿Me extrañas?” y me dan ganas de llorar.

Recuerdo que antes de venir a la residencia en el Bruc llamé a mi abuela, a Guantánamo, y ella me dijo que extrañaba a su hija. Mi tía acababa de salir para una misión en Sudáfrica; mi abuela sollozaba y decía: 

“Pero es que la extraño, Malú, yo no sé adónde me la mandaron”.


Arnal está desnudo mientras yo paso. Llevo mucha ropa encima, ando con los zapatos incorrectos, escucho la misma canción de Sparklehorse. 

Ante la desnudez de Arnal se me nublan los ojos y recuerdo que, en Melena del Sur, un campo de olivos era lo mismo que una pelea multitudinaria, que un profesor metiéndome el dedo bajo la saya, que un novio diciendo que por atrás no se pierde la virginidad, que un libro de la biblioteca con el teatro de Chéjov, que alguien masturbándose en la oficina del director y Arnaldo que decía: “Quiero irme de este lugar, quiero irme de este lugar, quiero irme de este lugar”.

No me voy a quedar, no por ahora, no sola, no sin ti, no sin saber, no sin sentir la necesidad de volver. 

La última vez que pensé en esto fue cuando vi A media voz (Heidi Hassan y Patricia Pérez, 2019), un relato tan desgarrador y a la vez tan íntimo, lleno de preguntas, escrito sobre demasiadas pérdidas y hallazgos. 

Me sentí tan cerca de esa película que llegué a casa y acepté que el cine cubano me susurraba algo más que experiencias a partir de formas y escenarios comunes, una percepción sensorial de los hechos y no representación vacua.

La experiencia de la migración sacudida: la piscina en la que dos amigas aprendieron a nadar siendo unas niñas; las amigas que crecieron juntas para filmar su propio cine. 

Esta película cubana experimenta con la “distancia” a través de las cartas sobre el reencuentro (no físico) de sus directoras, Patricia y Heidi: pasajes de su vida en otro país, pasajes de esa vida presente y futura en la que todo fluye y se diluye como relato en primera persona. En la distancia como inspiración es donde esta película me entristece.

La realidad es la huida, la nueva vida lejos: alejadas una de la otra, de Cuba, de aquella piscina vacía y abandonada que alguna vez fue el país en el que vivieron. Pero nunca lejos del cine, de la compulsión por filmar, del oficio, de la mirada sobre los objetos, las calles, lo singular de la pérdida y la fatiga.

A media voz es un canto a la supervivencia, a las formas imprecisas y fugaces del relato de viaje, del diario del inmigrante; esas formas de autoconocimiento que entienden la realidad al hurgar sobre sí mismas, al mirar acumulando refugios para el amor y la vida.

En esa búsqueda y redefinición de la mirada, que de maneras tan diferentes se construye en las voces y escenas de lo cotidiano de Patricia y Heidi, yo pienso en el dolor de estar, en la posibilidad de volver a estar una en la otra, gracias al cine caligrama: lo dicho, lo filmado, la respiración, las luces, el baile, la suspensión en el aire, el mojito cubano y la maternidad, son reescritos en el cine de estas dos mujeres.

Me imagino lo que han sentido ellas, la fantasmagoría de lo incierto y aquel nuevo mundo suspendido aquella tarde en el Festival de Cine de La Habana: el fantasma que se acerca a través del campo de olivos, y que no reconozco.


Cambia completamente la luz en el Writers Studio de Can Serrat, el gato sale corriendo, alguien teclea un texto con buen pulso. 

Arnal escribe en Messenger: “Mijita, no digas más gracias, ya vas a ver lo bien que te la pasas aquí, el sábado será de lujo”. 

Mi mamá acaba de mandarme un audio en el que se escucha a mi tía dictarle lo que me tiene que decir: “Dile que tú estás bien, que te estás tomando la pastilla, que estás comiendo”. 

“Nunca he pensado en eso”, le respondo al hombre que me hace la pregunta. Un hombre en Collbató que me dice: “Pero si eres de Cuba, ¿para qué vas a volver?”. 

Le digo: “No lo sé”.

Me desvisto ahora en el baño de la residencia de Can Serrat. Este lugar es demasiado bello para la escritura y para los pensamientos aletargados en las inclinaciones, la montaña formulándose como espejismo. 

De repente me siento invadida por la tensión y la exaltación de escribir y escribir y pensar y fotografiar y sentir. Escribo mi Diario de Can Serrat. Le hablo a Michel H. Miranda. Le hablo a Arnaldo.

Le escribo una carta a Arnaldo, aquel amigo que se fue huyendo de Melena del Sur en décimo grado. Le escribo una carta al amigo que pasó años difíciles cuando llegó a este país que ahora le dice: “Eres de aquí, y si lo deseas tienes derecho a cobrar el dinero de un paro”. 

“Si quieres nos casamos y te haces española”. 

La carta que empiezo a escribirle se diluye con la ducha de Can Serrat, los pendejos y el acelerado goteo de óvulos que las cañerías no sabrán dilucidar del todo: ahí van mis lágrimas y mi amor por Arnaldo.

Yo no sé tomar decisiones, apenas sé diferenciar entre el placer y la emoción autodestructiva (no es concebible que difiera un estado del otro). Mi corta vida ha sido una mezcla de estas variaciones: convulsión/recuperación.

Yo no sé qué pasará dentro de algunos años, no tengo un plan estricto, mi única aspiración es escribir y colaborar, no he ordenado una lista de cosas que quiero hacer o un proyecto de vida con colores y tachaduras. 

Mi incertidumbre puede ser, por primera vez, si permanecer o no: extrañar definitivamente, dejarme acariciar por esta ventisca y considerar dejarme crecer los vellos púbicos, como ese perro lanudo que no ladra y cuida los olivos.

Eso quiero decirte con la carta, eso escribo en el diario para ti, Arnaldo, eso que pude cantarte alguna vez y no lo hice porque mi precaria audición no alcanzaba a escucharte cuando más me necesitabas.

Me pegas la nariz entre los vellos diminutos, y ahora hablo de ti, no de Arnaldo ni de Arnal. 

Hablo con ella. 

Siento algo cálido y tropical cuando escucho tu audio en WhatsApp. Me hablas de amor, me hablas de distancia, de aburrimiento, de los Premios Oscar, de tus sobrinos, de la nieve. Me duelen los pómulos y las rodillas porque no estás, tú y yo que pasamos días felices en Barcelona. 

“¿Me extrañarás o te quieres quedar en Estados Unidos?”. 

Yo no sé cuál será tu respuesta, pero imagino que debes considerar todas las opciones durante estos días.

El invierno en Can Serrat es lo más placentero que hay para escribir y desnudarse entre los olivos como en una especie de renacer felicce. Lo único que puedo hacer, si quiero continuar este camino, es dejarme chupar por el tragante de la ducha hasta convertirme en una diminuta pelota negra y ovalada, colgada de un árbol. 

Entre cientos de árboles, entre cientos de pelotas negras y ovaladas: mi inexacta desnudez y mi preciada soledad en todos los paisajes.