De la palabra pública

¿Qué decimos? ¿A quién? ¿Para qué? 

Desmarquémonos de la palabra escondida de una obra de Chéjov, donde lo que no se dice es lo que importa, o del muchacho de secundaria que musita: “Llegaste tarde”, porque su rostro revela que ha estado desesperado por la muchacha. 

La palabra pública trasciende la gestión de la sobrevivencia, la expresión personal, incluso la oración de los creyentes: se usa para propósitos sociales; en ella la dimensión personal, las expectativas de la acción grupal, los conceptos morales o filosóficos, la ignorancia y la sabiduría, se mezclan en una batidora de sintaxis perfecta, de revoluciones semánticas en varias velocidades, para un producto servido en un festín de más palabras, más pensamientos, más decisiones peligrosas. 

Teilhard de Chardin, teólogo que pasó de moda, soñaba hace décadas con un mundo interconectado por la tecnología, para el conocimiento de los humanos en el Amor. ¿Qué se atrevería a pronunciar Chardin en este Estado de Guerra, esta Declaración de Odio de todos contra todos, en el que la interconexión prepara un Omnicidio sin necesidad de contienda bélica —pues a fin de cuentas nadie se atreve a disparar de verdad los misiles, o se le avisa al enemigo que se le va a tirar alguno para poder seguir con el mismo agresivo discursito en las pantallas mundiales—, un Matarlos a Todos que nos incluya, a fin de salir de la tortura de esta palabra pública que hace rato que ya no dice nada porque no logra hacer nada que no sea lo mismo, esto es, la nada del odio?

Obsérvense los títulos de las armas. Hasta hace poco recibían nombres técnicos, X 17 o R 54. El piloto que tiró la Bomba fue invitado a nombrar al avión B 52: Enola Gay, sin relación por entonces con alguien homosexual —vean cómo yo mismo me voy incorporando al relajo—, sino a su señora mamá, la “alegre” Enola. Tiró la bomba como un homenaje a su mamá, y años después se suicidó. A la Bomba le decían el Boy

Ya estamos suspirando por los cohetes llamados Patriot, pues los hijos de Putin han creado un dispositivo volador incontrolable al que han denominado, con una precisión de italiano del Renacimiento: Puñal. 

Casi nadie se ha defendido nunca con una daga. Se usaba para asesinar por la espalda. La palabra se va volviendo franca, explícita. Nombrar el puñal real, sigiloso, indetenible, sin prejuicio y sin miedo: el acto sagrado de nombrar de Eliseo Diego es ya desenfadadamente amenazar con asesinar. 

El escudo de Rusia nos presenta a San Jorge matando al dragón. Occidente, al que Rusia no pertenece, según le ha dicho Putin a sus hijos, es el dragón a apuñalear. Un crimen previsto y, según esa propaganda, sagrado.

Lo de menos —aunque el menos resulte un más de espanto— es la geopolítica y las armas que se crean para tenerlas en inventario. El verdadero puñal justiciero —recordemos que Gesualdo, el compositor de religiosísimas canciones que tanto aprecio, mató a su mujer adúltera y a uno de sus hijos, pues para eso era Príncipe de Venosa— es la palabra descendida al odio, sin control. 

Pero primero, antes que el odio, está la Grosería. Sí, muchos de mis amigos jóvenes aman el reguetón. No aman ni viven como reguetoneros, y por eso mismo olvidan que demasiadas mentes débiles viven así. La Grosería, que hay que desmarcar de la obscenidad de intención ética y de la sinceridad de los asuntos del sexo, que defiendo, está insidiosamente más allá de vocablos duros o realidades que queremos ocultar. Pudiéramos llamarla también la Intención Gruesa. 

Hay un Ego que se cree absoluto y lanza su Absoluta Expresión. Su desgracia es que falla en ser absoluto, incluso en el totalitarismo, porque hay otros Egos en la misma actividad. 

Me han dicho tirano porque me niego a callarme cuando la libertad de expresión se usa para propagar mentiras, o lo que es peor, verdades a medias. Que cada cual tire y goce su selfie, pero que se abstenga de mandármelo por correo porque me entristecen las caras feas. 

El objetivo de este tipo de palabra pública es confesar la autenticidad propia, que suele ser la de la propia miseria. Pero un Ego jamás aceptará ser miserable. Un Ego rehúsa revisarse a sí mismo, porque ya se evaluó como Lo Mejor. Porque le han dicho que un Ego es Lo Mejor. Y se lo han creído. Eso, claro, no impide que otros egos lo declaren con un Elo muy bajo en cualquier tipo de Ajedrez. Pero al Ego no le importa ningún Elo. La Emisión de Su Palabra es lo que cuenta, no la palabra en sí, ni sus designios o efectos, en calidad de eyección placentera. Y si a usted le cae en la cara esa pureza, cante un reguetón. 

La Grosería incuba al Odio. Darwin, Marx y Freud nos convencieron de que somos bichos reguetoneros (aunque ellos se consideraban profetas libertarios). Después de habernos liberado de la finura inverosímil y ridícula de nuestro origen y destino trascendentes, asumimos la Grosería como preámbulo del Odio. 

Un bicho mata al otro y genera progreso, dicen que dijo Darwin. Porque es de otra clase social, dicen que dijo Marx. O por neurosis de sexo, dicen que dijo Freud. ¿Dijeron? Pues que digan. En lo que a mí respecta, ese progreso me sobra, me faltan ganas de matar al policía, por ser escritor soy un perpetuo desclasado, y el sexo lo tengo bajo algún control a mi edad. 

La grosería me da asco. El odio se lo dejo al enemigo. Soy, pues, gracias a Dios, un bicho defectuoso.

Desgraciadamente, esas definiciones están lejos de asegurarme alguna tranquilidad. Tengo que hablar, tengo que usar la palabra que me dieron. Y me aterro ante la naturaleza de su Poder. 

Cuando le preguntaron por su identidad al hablador que luego iba a ser condenado y crucificado, dicen que dijo: “En principio, que os hablo”. Desde Agustín de Hipona se discute qué significa esta frase que pongo en su traducción habitual al español, aunque lo primero que se debate es la redacción en griego, y algunos han intentado pasarla al arameo asirio, la lengua barata que hablaba el profeta, vaya usted a saber con cuál resultado. 

¿Qué dijo? ¿Cómo tradujeron? ¿Habrá una errata lezamiana, oportuna, sabia, dichosa, en el texto que dicen que es del Espíritu Santo? 

La Identidad en la Palabra. ¿La Palabra en el Principio? ¿Quién eres? Soy, en principio, o desde el Principio, la Palabra. Deja de indagar quién soy, carezco de foto en el perfil, no creas escucharme, más bien escucha, escucha. Eludiendo una firma, el hablador de Nazaret rechazó escribir texto alguno. Carecía de Ego, porque era el Verbo. Un Ego es un pedacito, un epifenómeno del ser: el Verbo es el Ser. 

Cuando lo acusan de haberse proclamado Hijo de Dios, el detenido le dice al policía: “tú lo dices”. Como si la Palabra fuera suprapersonal, más allá de cualquier Ego o Elo, y estuviera actuando siempre, más acá de un Elo o un Ego. El Verbo es Acción. ¿A qué tipo de acción nos estamos incorporando con nuestros verbitos particulares, que creemos originalísimos cuando ni siquiera hemos creado el idioma que estropeamos expresándonos? 

Abro el Libro de las Caras para enterarme cuántos de mis conciudadanos han sido encarcelados hoy por usar su derecho a la palabra pública. La Grosería y el Odio me cercan. Quiero ver una cara para escucharle algo divino, me urge tener por un instante una cara distinta a la del perfil, la del muchacho que musita con la lengua confusa, el pelo revuelto, la frente roja, los libros que se le resbalan hasta el asfalto: “llegaste tarde”.

Y la muchacha sabe lo que está callando, como en Chéjov. 

Y, a su vez, delirante, calla.





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