El corpus de Rogelio Orizondo, deforme, agónico, esquizoide, sucio y relampagueante, personifica lo autorreferencial mediante un accionar performático de la palabra. Su poética, residuo de supervivencia y erotismo, residuo de discursos políticos, nace de lo residual como deseo.
Reconocerse dramaturgo, poeta y performer, ser registrado por estas definiciones. Ante el otro, Rogelio es el (de)generado rastro de novísimo (la Novísima Dramaturgia cubana es al teatro, lo mismo que la Generación Cero a la literatura). El fenómeno que es y que ha sido —seguidores, detractores, abucheadores y copistas lo confirman—, aún permanece en una zona de incertidumbres sobre cambios de paradigma y transiciones/radicalizaciones en la escritura escénica cubana.
La única manera de escribir sobre Rogelio Orizondo es maldecir en el Zoológico de 26, después de ingerir alguna sustancia alucinógena.
Otra posibilidad para ensayar ese corpus debiera ser fornicar con un desconocido difálico, y documentar el encuentro a través de un móvil.
Ambas disposiciones se apartan de la aspiración poscrítica o de la persecución a una “erótica del arte” (Susan Sontag) y son la confirmación de cierta inmadurez, cierta excentricidad intelectual.
Para su arte #residuosa&huidiza&adolescentementeintelectual, es ridículamente importante el gesto corpóreo y su registro (teatro, poesía, cine, cancionística, culto a Amy Winehouse/Jim Morrison/Bad Bunny, proclamas trending en Instagram: #gaybathroom, #gayartist, #gaynaked).
¿Desde dónde leer a Rogelio Orizondo? ¿Desde una escena soft porn en algún espacio heterotópico de nuestro país? ¿Citando, por ejemplo, a Linda Hutcheon o a Erika Fischer-Lichte? ¿Cómo leer la incertidumbre y lo indefinido en su accionar?
Cuando leí Ayer dejé de matarme gracias a ti, Heiner Müller, yo iniciaba mis estudios en Teatrología y mis referentes consistían en una retahíla de autores para ser referenciados en las pruebas de aptitud.
Libros de autores cubanos que alcanzas a comprar de segunda mano: Abelardo Estorino, Virgilio Piñera, Héctor Quintero, Rine Leal. Libros que compras de primera mano, como verdad: Vivian Martínez Tabares, Abel González Melo, Amado del Pino. Libros que te robaste en tu biblioteca del Preuniversitario: clásicos del teatro francés y alemán, Shakespeare, Antón Chejov. Revistas Conjunto y Tablas llenas de marcas, marquitas, resaltadores que viajaban en mochilas y complementaban un lenguaje especializado.
Pero desde mi lectura de Ayer dejé de matarme…, atravesé un proceso de iniciación cruda y espesa (proceso guiado por Mario Guerra con un grupo de la Universidad de las Artes, ISA). Mi excitación y asombro fueron absolutos:
“amlet mira a hamlet
amlet quiere escribir quiere hacer teatro pero ahora se contenta con mirar a hamlet a veces lo hace reír a veces lo hace llorar y qué va a hacer con él qué escribirá con el cadáver de su abuelo
amlet vuelve a poner en el dvd el disco que le regalara braz una grabación inédita que realizara el joven fortimbrás a vladimir ilich lenin antes de morir en la villa Gorki
amlet vuelve a ver el delirio de ulianovkonstantín serguévich querido quién eres” (Ayer dejé de matarme gracias a ti Heiner Müller, 2010).
¿Quiénes eran todos los que había leído? ¿Quiénes eran esos paradigmas isabelinos, rusos y alemanes que consumí como postales? ¿Quién era yo frente a esos cuerpos, columnas, capitales, métodos, escuelas, ficciones?
Yo no era nadie, ni Rogelio, ni (h)amlet; y por primera vez, ser nadie, aunque doloroso, estaba bien.
Paralelamente, yo leía a Sarah Kane, Heiner Müller, Elfriede Jelinek, Antonin Artaud. Me enamoraba de Meyerhold. A todos les preguntaba quiénes eran, qué querían de mí.
Ninguno respondía.
Rogelio Orizondo sí respondía. Me decía: no hay personajes, hay voces que recuerdan a los personajes que fueron. Me decía: aquí todo es frágil y extranjero, yo no sé hablar en lengua “naturalista”.
Me quedé con sus respuestas, como si por primera vez alguien me dijera de frente un pensamiento sin deshuesar. (Aunque confieso que hoy, a quien único le hago preguntas es a Meyerhold, porque mi parecido con Zinaida Reich es físico y mental).
En Ayer dejé de matarme… poesía y lenguaje daban sentido a una experimentación constante, intertextual, posdramática, viva. Si en La hijastra vislumbraba su inclinación por situaciones y ambientes sádicos, realistas con demonización del costumbrismo, en Ayer dejé de matarme… encontraba una gran interrogante sobre el teatro: su para qué.
Leía a Rogelio Orizondo como interlocutora de su lengua indócil (él se aventuraba a una salida de lo mimético-referencial, construyendo un decir que se nutría de Angélica Liddel, Rodrigo García y, sobre todo, de Sarah Kane) y de su procedimiento, que respondía también a la caída posdramática de un país (Hans-Thies Lehmann se mofaría de esta oración, con toda razón).
La versión (experimental, libérrima, posdramática) ha sido la operación más recurrente de Rogelio. Un procedimiento antropofágico y vital en el que supone la dramaturgia como interrogación sobre la “autenticidad”.
En cualquier caso, Ayer dejé de matarme… es la reescritura de la reescritura: se trata de leer al Müller que leía a Alemania; su amlet, su ofelia, su braz, su laertes, leían a Cuba con una mueca que demuestra la “validez metahistórica de los mitos” (a la manera de decir de Jan Kott en El manjar de los dioses).
La tensión de Rogelio es con relatos monumentales: los mitos griegos, los cuentos de hadas, la cinematografía, la Historia de Cuba, etc. Su “nota al pie de página”, su “deseo” auto-inmolador y contemporáneo, su perreta a destiempo, representan la tensión poshistórica, residuosa, irrestaurable; aquella tensión/resistencia sobre la que yo me preguntaba teatrológicamente mientras estudiaba bien lejos de Elsinor.
No se trata solo de contextualizar y reinventar, como tomando azarosamente piezas que no encajarán nunca, sino de modelar aquello que es residuo: el alma, el eco, la resonancia que queda cuando no hay ni comida, ni rompecabezas, ni misión, ni ganadores, ni ingeniería de la perfección, ni monumentos.
Porque lo que asusta sobre el residuo (industrial) es que permanecerá entre nosotros después de que nos hayamos extinguido. El residuo (artesanal) estará ahí pensándonos lastimosamente. El residuo (poético) convivirá con nosotros y con los hijos que no tendremos.
Ayer dejé de matarme…, y Antingonón: un contingente épico son textos sobresaturados semiológicamente, cuyas operaciones responden a ciertas claves (residuo-poéticas) en su corpus.
Al reescribir las microhistorias de Monococinao y Papayaverde en Antigonón…, a través de los axiomas que reconoce la Historia de Cuba —Patria, sacrificios, batalla, hermandad, heroísmo, pudrición—, Orizondo accede a esos paradigmas desde el deseo de hacerse cuerpo.
Encarnar el cuerpo del otro, en Antigonón…, me parece la más radical de las maniobras de ese proceso dependiente del imaginario de Carlos Díaz y su grupo El Público. José Martí, jamás estatua de mármol; el hermano, que pinta en La Candonga; el cuestionario para leer Abdala; el desnudo, el artificio… demostraban que Rogelio no era más que un testigo de la Historia y su teatralidad:
“El contingente de marca épica de la mejor cualidad el contingente que te deja con la espuma en la boca y con las manos llenas de jeringuillas para madurar las frutas de la candonga
Porque para estar en este contingente no hay que colarse en una girón ni agarrarse al tubo de una guarandinga solo hay que poner el bollo en una bandeja plástica
Para si alguien se equivoca sepa que tú sí vas
que tú sí tienes que tú sí tumbas” (Antigonón, un contingente épico, 2012).
La tensión que se produce entre la experiencia consumada (teatro más teatro, más teatro, más teatro, más euforia por el teatro clásico: ad infinitum…) es igual a una mecánica del cuerpo que persiste en el residuo como forma de preservación.
En esa operación sensorial de la verborrea pastiche, del repellar, del versionar, del “poner el bollo” ante los grandes relatos y de la tragicidad con la que se componen huesos-residuos-terneras-ancianas-países-escuelas-hombres; en esa elástica relación, Rogelio (se) exhibe como en una carnicería sentimental:
“Por eso me monto en el tanque con mi hermano y juntos vemos la ciudad donde los muertos no levantan los brazos como nos dijeron donde los muertos quieren guarapo y se quedan sosteniendo el prefabricado y sienten los golpes del tanque donde vamos mi hermano y yo tumbando caña sí sí tumbando caña” (Antigonón, un contingente épico, 2012).
Louis Wolfson y Rogelio Orizondo tienen en común la inmersión en el cuerpo del padre/madre enfermo. La devoción por la muerte como espacio ritual, testimoniar al ausente y vivir la agonía o el suplicio eterno, son procesos tematizados en la escritura.
Es en esta condición autobiográfica que el duelo produce retratos de la pérdida irreconciliables con la lógica del obituario o el homenaje; se trata de insistir en lo que retumba de la enfermedad, su estadio como testigo de la carne:
“Mi papá en sus días finales tenía un crucifijo en el bolsillo junto con su reproductor de mp3. Yo imaginaba un mundo en mp3. Un mundo metido en un aparatico que me reprodujera cuando alguien estuviera triste.
No dejes que el sol te coja llorando, pinga. No lo dejes.
Y entonces me alejo sin ojos sin lengua y sin carne ya
Y trato de establecer contacto
Estás ahí, mi general
Aquí hijo llamando
Por favor establecer conexión
Aquí la tierra llamando
Aquí la sangre
¿Hay alguien ahí?” (Aleja a tus hijos del alcohol, 2012).
Existe en Orizondo una exégesis de la depauperación de un cuerpo, del paso fatídico de la enfermedad terminal al enterramiento, del enterramiento al texto, del texto al cuerpo, del cuerpo a su enfermedad como recursividad. En la muerte escribe su residuo poético.
Aleja a tus hijos… es un manifiesto orgánico sobre la enfermedad, el reposo, la prostitución del amor, el verdadero amor, la lucha y su consagración. Repasa aquella idea desautomatizadora de la despedida, que después sería:
“Y es que me acuerdo que no le di el dedo a mi abuelo
El izquierdo
El gordo
Mi dedo podrido
Yo se lo iba a dar a mi abuelo para que se lo llevara
Esto es lo que te tocó viejo de mierda
Esto es lo único que tengo para amar
Pero mi dedo sigue aquí en mi mano
Mi pie sigue en mi mano
Y nadie se llevó mi bicicleta” (Perros que jamás ladraron, 2012).
Cuando no hay duelo, ni despedida, ni herencia, ni amor, lo que queda es la miseria. Cuando lo único que hay es la extrañeza por lo que debería ser familiar, propio, íntimo, lo que sale a flote es la renuncia. Cuando lo que hay es residuo político, cero grandilocuencia, pura afectividad, se sustituye la mirada dominante por una mirada del despreciado.
Pienso en el constante juego de Rogelio con lo político: quiere ser Leni Riefenstahl, Andy Warhol; quiere ser una puta, quiere ser una actriz porno; quiere que la palabra pinga solo tenga sentido si la escribe él; quiere cantar sus textos.
Los residuos se acumulan, se oxidan, prefieren el gesto pop y camp. Él escoge lo consumido/consumado/desechado, elige ser un fenómeno de masas, algo comestible.
Porque Rogelio Orizondo es un fenómeno de masas (no confundir con la masificación de la cultura, pero sí con la exuberancia del hambre, la miseria, la desmitifación, la familia cubana). Un escritor, un performer, al que abominan o aman.
Mi amiga Celia Ledón me dijo un día: “Eres Rogelio con saya”.
Mi novia Joanna Montero me dijo un día: “Cuando aparece Rogelio te vuelves loca”.
Mi amigo Carlos Díaz me dijo un día: “A Rogelio es al único que amas”.
Y todo el mundo me ha dicho cosas semejantes sobre Rogelio, y a ellos mismos les he hablado de mi desamor por Rogelio, porque hace publicaciones románticas y ególatras en medio de la devastación de un tornado. Y estas reflexiones mías son residuo, como la piel de los caballos del Che y Camilo Cienfuegos, que aparecen en su primer documental: Dalila y su hermano (2019).
Con Rogelio he conocido a Fabián Suárez, a Nara Mansur Cao, a Legna Rodríguez Iglesias, a Marien Fernández Castillo. Con él he filosofado sobre el amor, sobre el teatro de Carlos Felipe y la iconicidad política del amor en Palma, personaje emblemático de El chino.
Con Rogelio he viajado en tren por Alemania con una gorra que dice I Love Winona; he dormido en hoteles compartiendo su cama; he cantado a Selena, he llorado y pensado que el mundo debería detenerse en esas burbujas de tránsito y hastío en las que se hace de noche y repetimos: “Por otra parte tengo derecho a ser feliz: me siento incompleta […]. Las noches me asustan”. (Carlos Felipe, El chino).
Rogelio y yo no somos iguales, no nos parecemos realmente, en eso radica mi admiración. Tenemos en común historias familiares de desencuentros, divorcios, peleas por propiedades de casa, enamorados secretos y mayores de edad que eran peligrosos, la inmovilidad de las piernas, una madre sola, una madre completamente sola.
Él hubiera preferido ser Britney Spears antes que tener todos esos traumas de infancia arrastrados hasta la adultez, producto de estudiar en Santa Clara en la misma escuela que el reguetonero William El Magnífico:
“Llamar al MAGNÍFICO
Y decirle:
Levantemos la mano, William
Por qué si estamos en la misma escuela, William
Tú tienes novias y yo no tengo novios
Tú puedes hacerte bello y yo envejezco más
Tú cantas y yo escribo
Tú tienes dinero y mi madre tiene hambre
Tú haces un espectáculo y yo hago otro.
Levanta la mano, William
A la maestra
A mi madre
A mí.
La mano de la pinga
La mano con el martillo
La mano con la jeringuilla
Para hacer juntos una película de terror
Con sangre, William
Y muchos singaos asesinados”.
(Yo estuve en la misma escuela que William El Magnífico, 2013)
Yo leo a Rogelio Orizondo de manera física, clínica; lo leo detenida en nuestra historia juntos, en los encuentros fácticos en parques y fiestas; pienso en esos encuentros mentales, autoficcionales, aquellos en los que se erigen residuos teóricos para ubicarle.
Este relato, por ejemplo, (des)ubica y explica:
Recuerdo que se apareció con una mochila de diseño en el salón de Antígona del Sur, en el Congreso de Hispanistas en Münich. En medio de la conferencia sobre Antígona, de José Watanabe, Rogelio hacía su entrada triunfal con una bolsa gigantesca de regalo. Pensé: este está loco, no le importa la conferencia, es el tipo de amigo que hará cualquier imbecilidad para complacernos (una mochila impermeable, azul, con círculos coloridos saliendo del papel cebolla mientras, el Power Point hacía su transición final).
El relato sobre la fragilidad trascendente del consumo, el placer de ser útil al otro en una utilidad fuera del hambre, la miseria y el miedo; en una utilidad narcisista, autocomplaciente, trivial (como si vender los tesoros familiares en “La Casa del Oro y la Plata” tuviera sentido porque es la única manera de tener un libro de cuentos Disney).
La utilidad de la ropa, las revistas, los juguetes de la infancia y la masturbación.
La utilidad de la posesión, el exceso, la hybris neoliberal del spray para untar sobre los tatuajes.
La utilidad residuosa de las drogas, las colecciones, los bustos, los amores imaginarios (no a la manera de Xavier Dolan, sino al modo Cuba Socialista: “Todo cubano debe saber tirar y tirar bien”).
Y me calma su amor, su belleza. Me calma cuando me nombra Martica Minipunto:
“Y he estado con Winterreise, sin saber por qué. En plena gritería de las negras de Centro Habana, con el peine sobre la quemá, he estado llorando con Winterreise, así, lela, asomada a la ventana, con el televisor y sus noticias en mute.
[…]
Yo me asomaba en la ventana y lloraba con Schubert. Porque el peine de hombre con el que me rasco se está partiendo.
Y todo el mundo está sobre mí como si fuera la perra traductora que soy.
Ach, dass die Luft so ruhig!
Ach, dass die Welt so licht!
Ya está. Ya voy a ti.
Habla Martica Minipunto
Sí?” (Mahmud no me va a obligar a ponerme el pañuelo y si me obliga yo me lo quito, 2011).
Y si él me nombró, debo amarle, ¿no?
Rogelio Orizondo es la persona más sola que conozco.
Rogelio se tatúa, escribe un nombre en una agenda, hace un sacrificio secreto con una foto de su bisabuela, se saca los ojos y juega a ser penetrado ocularmente por desconocidos.
Rogelio entiende estos ritos (teatrales) como una manera actualizada de escritura para la escena. Falta definir qué hacer con una dramaturgia que sucede así, en la intemperie del drama, en la ausencia de palabras, en el desgarramiento del cuerpo.
Rogelio puso su fe en Juana Borrero: con ella susurrándole escribe un devocionario.
Leíamos el epistolario de Juana Borrero en voz alta y a veces nos asustábamos porque nos ardían los dedos de los pies y la lengua. Sobre todo la lengua, se me calentaba como si me hubieran pegado un hierro caliente.
Los ojos, esos ojos negros y profundos de Juana Borrero mordiéndonos los pies para que despertáramos.
La idea del teatro y la renuncia recursiva a esa idea, ha sido, probablemente, la fuerza que me ha mantenido tan cerca y tan fiel a Rogelio Orizondo. Las resistencias que sus propias rupturas y aspiraciones producen en mí (piensa que el teatro verdadero es el de Romeo Castelucci, mientras que yo prefiero las obras menores), también construyen otras ideas, reconciliadas con un persistente dolor en el abdomen.
Rogelio Orizondo es la persona más radical que conozco.
Dice que ya hizo todo lo que iba a hacer en Cuba; también dice que ya produjo todo el teatro que quería producir.
Dice que ya no tiene que amar a niñitos adolescentes y a actores heterosexuales, que está más solo que una ballena, pero que las ballenas, como las tortugas, saben amar lo que excede a la miseria de los hombres, a aquellos varoncitos fálicos del mundo que no se emocionan al leer Crave de Sarah Kane.
Rogelio Orizondo es el dramaturgo más dramático que conozco. Dice que quiere llegar lejos, hacer una película, mandarle dinero a sus sobrinos (los protagonistas visionarios de Dalila y su hermano). Dice que en Miami va a generar contenidos multimedia y rentarse en un apartamento con vista al mar.
Escucho atentamente lo que me dice; supongo que así construye su praxis del cambio, cada vez más lejos del mono del Zoológico de 26 que lanzaba mojones. Así se impone a la tristeza y le dice adiós a la isla que conoció de sobra a través del cuerpo de Panchito Gómez Toro y de las biografías de Mariana Grajales, porque ahora grita en Miami: “Yo soy residuo poético, y esta ciudad es residuo poético también, aquí está este hombre para ti, para trabajar y aprender lo que es el trabajo aquí, para hacer una batalla en Instagram”.
Llegando a Miami se compra una bicicleta, se renta en una casa, se va de compras con unas chancletas de diseño. Dice que mañana no tendremos que hablar de ediciones independientes y de centavos de embajadas, que ya no quiere que le hablen de generaciones y mucho menos de teatro.
Me aclara que debo terminar de editar sus obras completas para la antología de Ediciones Alarcos. Dice que en Miami están Alegnis Castillo (su eterna Ofelia), Legna Rodríguez Iglesias y José V. Portela, y que no hay que pedirle nada más a una ciudad que esos tres cuerpos.
La manera en la que Rogelio dice las cosas te hace creer que no hay posibilidad de que se equivoque: basta que lo diga para que así sea.
Supongo que hablaremos y lloraremos y reiremos. No por las excusas intermediales para estar juntos, sino por la inmanencia que sigue teniendo su escritura para que yo viva.
Nunca he podido ser dura con Rogelio; con él soy blanda. A mi edad, he descubierto que amo a la gente por todo lo que sublima. Amo a Joanna por lo que edita. Amo a Celia por lo que diseña. Y no es su oficio, precisamente, la sublimación a la que me refiero.
Amo a mi padre por lo que ríe. Amo a mi madre por lo que convulsiona. Amo a mi hermana por lo que miente. Amo a Carlos Díaz por su teatro. Amo a Rogelio Orizondo por escribirme. Y si alguien te escribe, ha de ser la más profunda de las sublimaciones que te tocarán.
Le deseo suerte en Miami. Suerte en La Habana. Suerte en Santa Clara. Suerte en Sundance.
La suerte en la que yo no creo, y en la que él dejó de creer a causa de la orfandad. La suerte que tuvo cuando escribió Yellow dream rd. (2015):
“¿Alguna vez te creíste que después del arcoíris había algo más?
Y cuando el cuerpo del niño muerto está por todos lados
Y hay gente que llora
Y hay gente que abre las puertas para que los niños no mueran
Yo te pido
Ampáranos a nosotras las nuevas doroteas de la tierra
Las que estamos en los treinta
Y no queremos regresar”.
Recuerdo que un profesor de la Facultad de Teatro me dijo que yo estaba loca, que por culpa de Rogelio me estaba buscando enemistades, que cómo había permitido que incluyera un correo personal en su edición de Estos son textos de mi abandono (2013).
Según mi profesor, eso no era ni teatrológico ni nada, era el gritico de una niña fetichista y me hacía quedar como una estúpida. (El maestro hablaba de este texto que yo firmé: “Yo solo creo en las palabras. Martica Minipunto tiene un problema con las palabras, la enunciación es más importante que el enunciado, por eso es la picazón lo que la hace escribir como Angélica, la escribí sin querer, la escribí odiando cada palabra, la escribí fracasando, fracasando, fracasando”).
En la presentación de ese libro conocí a Legna Rodríguez, que escribió unas palabras de presentación mágicas y eternas. Yohayna Hernández, amante de Rogelio y estudiosa/editora de su Premio de la Crítica (Ayer dejé de matarme…, Ediciones Alarcos, 2011), presentó el libro con su contundencia natural. A mí me tocó hacer una improvisación. Aquella fue la tarde más hermosa e insospechada de ese año.
Tanto tiempo después, me pregunto si algo hubiera hecho que Rogelio no viviera hoy en Miami, o que yo viviera en Miami con él y compartiéramos los gastos doblándonos el lomo en un hotel que nos ve con cara de niños buenos y aseados.
No es absurdo preguntarse, años después, si alguna de esas tardes dedicadas a perder el tiempo nos tenía reservada otra vida, pero no nos dimos la vuelta y escogimos beber, sonreír y difamar sobre el teatro cubano naturalista.
Hace dos años empecé a escribir mi primera novela. Es esa novela que estuve escribiendo en Can Serrat, y que se llama Pucheros, se narran algunas de las aventuras de Pamela (Rogelio) y yo por la ciudad. Entrábamos en Humboldt, un bar gay decadente, que cerrarían por prostitución años después. Cualquier casa nos servía de colchón.
La novela trata sobre el teatro que nunca hicimos, o que apenas sucedió en nuestra imaginación.
La novela comienza con una carta de Pamela.
Estoy segura de que mañana recibiré la carta que escribí: será real, tendrá su saliva miamense, su outfit gay, y su tristeza.
Por cierto: memoricé dos canciones de Tanya para una película jamás vista y jamás producida, Todo el mundo tiene que ver esta película, un proyecto que iniciaron Carlos Alejandro Halley, Violena Ampudia y Rogelio Orizondo. Algún día, Rogelio hará algo con ese material en el que yo aparezco doblando “Acorralada” y “Ese hombre está loco”.
Al escribir esto, mientras teorizo sobre la performatividad de tu escritura, sobre la idea de cuerpo en tu poética, ubicándote con palabras sensatas donde te toca estar en la historia del teatro cubano, dando puntadas cuidadosas a una antología de Ediciones Alarcos que será un libro a voces (Amalia Gaute, Clarita de la C. González, Rocío Fernández), tengo ganas de hablar de ti de este otro modo, una manera natural de dilucidar lo que tu escritura ha sido para mí, una manera de meter las manos en la toxicidad del residuo: en plena calle 23, la tupición está desbordando mierda cívica y yo pienso en ti.
No sé si los residuos se desplazan, hacen sus contorsiones, sus permutas; no sé si soy capaz de entender la revolución de lenguaje que oculta tu desplazamiento.
De algún modo, contigo se desplazan otra serie de condiciones, simulaciones, perdiciones, que tienen que ver más con la distopía y lo queer y cada vez menos con la Historia: más con una identidad carne, desnudez.
En el fondo, quisiera vivir contigo y comer contigo.
Cuando escribo la palabra cuerpo y la palabra muerte estoy escribiéndote, porque el teatro no te alcanza, ni la taxidermia que nos hicieron (a los caballos museables que también somos), ni al relleno que nos hemos puesto levantando altares (Teatro El Público, El Ciervo Encantado, una iglesia ortodoxa en Jena), ni al tiempo que derrochamos en amar imaginariamente y querer que Adam Driver nos haga el amor o nos singue (como dirías tú) en un sofá.
Tú y yo en un sofá de cuero newyorkino.
Tú y yo cayéndonos de lado, y me pregunto:
¿A quién pertenece el semen del hijo imaginario? ¿Será hijo de Adam o de Pamela? ¿Tendré un hijo tuyo? ¿Mi hijo será residuo?
La vida residual que me dejaste en Cuba, los espacios ilusorios en los que te me quedas mirando…
Trato de hacerle preguntas a Palma para saber mi destino. Trato de identificar el deseo, de dónde viene tu deseo, quién eres:
“¿Cómo se empieza?
Dame un cigarro
Estoy arrepentida
Háblame
Ridiculízame
Insúltame
Pégame
Méame
Evita que de un paso más
Ayúdame a sacarlos de aquí
Y a devolver el dinero
Que nos pagaron
Por hacer esto
Tengo miedo
No puedo hacerlo sola
Tú y yo podemos romper estos cánones infames
Y quemarlo todo
La casa
La escuela
El título
El texto
La obra
Una sola palabra
Y lo haré
Escupo la carne
Vomito el ron
Mato el violín
Y me corto
Me desangro
Me ahorco con las cuerdas
Me arrojo a tus brazos
Te doy de mi sangre sin amor
No quiero que me vean
No quiero que me escuchen
No quiero que me paguen
Este dinero que me hace sufrir
Que no me alcanza
Para ser digna
Ni tener hijos
Yo no soy una loca
Ni una payasa
Yo sufro
Mírame estos ojos
Que te están mirando
Háblame
Escríbeme
Dirígeme
Actúame
Dímelo
¿Cómo se empieza?”
(La dignidad es cosa de hombres, 2018).
¿Piensas ya en el amor?
Quiero ejercitar mi memoria con estas fotos. La sensualidad deforme de mis tetas, mis nalgas, la boca entreabierta, hongos, familia de opiáceos… La dilatación del tiempo en el fotograma.