Cuando alguien dijo que los optimistas no se enfermaban de coronavirus.
Cuando el funcionario aclaró que los cubanos estaban en peligro de muerte ante esa “cosa”, porque somos todos muy cariñosos.
Cuando alguien se manifestó, a viva voz, desde un balcón: “¿Oyeron?, ya se reportan los primeros casos de enfermos, son unos italianos que llevan días turisteando… ¡Pinga! ¡Cierren las fronteras!”.
“Yo no me pienso enfermar”, dice el niño que saluda con los codos y va con su uniforme planchado porque el curso escolar no se interrumpe. En una foto del periódico Granma, en fila, niños vestidos de oficios, oficios vestidos de inocencia, se cubren la cara al estornudar, aprenden, aprenden que eso ayuda.
¿Es suficiente?
Cuando alguien dijo que para disentir había que hacerse preguntas hermenéuticas, como Žižek acostado, sin camisa, diciendo qué es la filosofía para los que no saben ni pío; como Žižek lúdico-lúcido queriendo que, desde mi experiencia tercermundista, aprecie la realidad de la extrema derecha.
¿Qué es un protocolo?
Corrijo:
¿Cuál es el sentido de un protocolo en tiempos de catástrofe?
Mi rey, ¿esto es casi un “crimen colectivo”?
Mi rey, ¿casi un “audio colectivo viral”?
¿Por qué no hablarle de mi situación a Žižek?
¿Por qué no poner a esta vecina, filósofa de lo real, a dialogar con los decisores que pueden prevenir el caos en mi país?
“Yo no me pienso morir”, dice el viejo en el elevador, el que me enseña la herida en su dedo del medio, el dedo de la mano derecha, y me dice: “ha sido un rasponazo, un accidente comprando papa, algo puntiagudo me hirió mientras cargaba mis cuatro libras de tubérculo”.
“Yo no entro a los hospitales”, dice el viejo, “a ustedes los jóvenes esto no los mata, a mí sí”.
Trato de curar con mi saliva su dedo, supongo que para tener un gesto bondadoso con él y, simbólicamente, con toda la población envejecida de este país que me importa muchísimo. Tener un momento íntimo con él, porque no iré a Guantánamo a revisar con lupa los dedos a mi abuela, mientras le sigo pidiendo a todos los santos que el virus no llegue al Oriente cubano.
Me prometo ser aliada de este señor, que se cuestiona lo mismo que debe cuestionarse toda Cuba: ¿qué significa vivir en riesgo?
La ñoñería, la bobería, la histeria colectiva, el miedo, el hábito de la normalidad y el riesgo de la apariencia y la manipulación (las bandadas apertrechadas en las razones de cada cual, cabezazos por el barco, cabezazos por los médicos cubanos de camino a Lombardía, de camino a Perú, cabezazos-papelazos-trastazos; me quedo callada, quiero transparencia radical sin tener que abrirme la cabeza y tratar de ser justa).
Me paro en el balcón a mirar la calma aparente, el movimiento de la gente, y de verdad que hay muchas cabezas que siguen sin razón si creen que no hay peligro, si aceptan ese estado de normalidad interrumpido por el pregón del bocadito de helado.
Vivo con una matemática; ella habla del fenómeno exponencial: bajo su certeza, únicamente comparable con los fractales microscópicos que recrea el Covid-19, estoy casi segura —sin mi autocabezazo tendente al catastrofismo— de que tenemos más casos de enfermos por el Covid-19 que aquellos revelados en la declaración oficial.
¿En qué me baso? En que no se le ha hecho la prueba a todos los ingresados bajo sospecha.
¿Qué pretendo aportar con este dato no comprobado? Que, exponencialmente, las cifras no son toda la verdad y la lógica no es siempre la positivista.
Díganme si estoy loca cuando pienso que la solidaridad no es un tema que compete exclusivamente a un gobierno, sino a una fuerza interior: la compasión. En las páginas de contenidos interesantes en Instagram hablan de compasión; me he convertido últimamente en una persona que prefiere teorizar sobre conceptos tan políticos como afecto, escucha y colectividad. Pero no por ello voy a considerarme una optimista infalible.
Díganme si el miedo no opera bajo ciertos modelos de control. Paolo Virno escribió Gramática de la multitud; bien puede escribirse una Gramática del aislamiento. Reclusión necesaria, cuarentena lógica. El método triunfalista del turismo en Cuba. No voy a dilapidar sobre lo obvio: ¿cómo podría paralizarse un país que subsiste como puede? ¿Cómo no entender que hay que cerrar la frontera para que el daño no sea peor?
Díganme que no estoy loca gastando paquetes de datos de donde no hay, porque quiero saber qué dice la OMS sobre el virus, quiero ver los reportes, quiero enmudecer por los miles de cadáveres que arrastra consigo la pandemia, quiero saber qué piensa María Galindo y seguir la labor intelectual de Yohayna Hernández (en sus ajusticiadoras capturas de pantallas, narra un testimonio que va desde las medidas políticas que se tomarán en Montreal, hasta una mirada sobre la aparente quietud o incredulidad que percibe en Cuba).
Díganme si soy estúpida o me quiero hacer la interesante cuando no me dan risa ciertos memes, porque soy incapaz de entender cuál es la relación de la mierda con el Covid-19, o de hecho, porque los entiendo, pero no puedo dilucidar cuál es el vínculo real entre el papel higiénico y los pulmones.
¿Cuál es la relación entre la ONAT y el alma de los niños entrenados para “toser sin peligro”?
¿Cuál es el ethos del crecimiento exponencial de los casos que se avecinan en un país donde la bonanza está de retirada hace ya mucho tiempo, pese a la filosofía peripatética de los optimistas?
Yo no estoy aquí dando una perreta: estoy confundida y alarmada, estoy triste y preocupada. Y puede que esté loca, pero ¿sobre qué otra cosa voy a hablar?
También sé que se vive en una complejidad imposible de resumir en una pregunta totalizadora. En el Washington Postaparece un estudio estadístico de las menciones en las redes de enfermedades como el dengue o la malaria, y el coronavirus ya va en primerísimo lugar. Todo eso lo sé, pero los gráficos muestran que lo urgente es tomar medidas de contención.
Hoy quiero hablar de los pulmones.
Cuando yo era niña, había un spot televisivo que hablaba de los árboles como los pulmones de la tierra: la reforestación es la única vía de escape que nos va quedando. Eso aprendí.
Desde que el mundo sucede en un #quédateencasa, mientras matan a refugiados con incendios accidentales, y los que viven en la calle se mofan de las bibliotecas virtuales, los cursos gratuitos y visitas online a los museos —¿qué pueden importarles estos gestos si sus vidas están marcadas por otras prioridades?—, dicen que los índices de contaminación en la tierra han disminuido significativamente, y se han visto delfines hasta en Venecia.
Hoy quiero hablar de los pulmones, porque una vez conocí a un hombre al que le creció un árbol en su pulmón derecho y los médicos no pudieron hacer nada. Cada vez que me trago una semilla —y mira que me trago semillas— me pongo la mano en los pulmones e intento rezar porque las condiciones favorables en esos órganos vitales, diseñadas para que el árbol crezca, no terminen matándome.
Pienso en los pulmones de los muertos a causa del Covid-19: hablan del ennegrecimiento de esos órganos. Pienso en los pulmones que heredé de mis abuelas.
A todo pulmón quiero que se actúe. Como debería ser. A pulmón.
Yo me toco la cara todo el tiempo, me aprieto los granitos, me meto las uñas en la boca, me toco la nariz… Soy una amenaza, y ser la propia amenaza para una es demasiado absurdo.
Cuba es una amenaza para sí misma.
“Yo no me quiero morir”, dice el perro que acaban de arrollar en plena calle, en 23 y 16. Saco mi móvil y filmo a los carros pasándole por encima, y no bajo para enterrar al perro que no quiere morir porque, de algún modo, yo también soy aplastada una y otra vez.
Yo también me doy cabezazos con este espectáculo que es mi cuerpo de mujer arrollado en plena avenida. Una avenida que se vanagloria de no tener miedo, una avenida que dice estar “preparada pa’ lo que sea”.
En realidad, sí bajo a la calle, le toco la cabeza al perro, arrastro su cuerpo con un pedazo de cartón. Nunca antes pensé que el mundo me convertiría en Antígona. Hasta ayer, yo seguía sumergida en las tareas cotidianas, en el cumplimiento mercantil del día a día, del hábito común de escribir, cocinar, comer…
El cadáver en mis manos diciéndome:
¿Las señales del tránsito te hablan de justicia, de leyes que no han sido aprobadas? ¿O te has vuelto una cabezona entristecida, que está enterrando algo más que el cadáver de un animal?
¿A quién tienes tú que cuidar?
¿Con qué pulmones?
“Yo no me quiero morir”, dice el muchacho de la tienda que asume que, por ser acuariana y entretenida, puede robarme 1 CUC del vuelto que me corresponde tras una compra modesta en la cadena Caracol.
Quiero tocarle los pulmones a ese muchacho. Quiero conocer su historia familiar, quiero que me cuente si tiene vicios, si sabe que desacelerar es también afectar políticamente el consumo.
Quiero saber si, al palpar sus pulmones, puedo entender una serie de decisiones que al parecer —ya me criticarán— no me competen si no soy ni científica, ni politóloga, ni bióloga.
Lo que más detesto de Facebook es que no se le pueden tocar los pulmones a la gente: una no sabe lo que verdaderamente piensan. Pero algunos piensan a pulmón, piensan en sus familias, piensan en los hechos.
¿Alguna relación aparente entre el oxígeno, el dióxido de carbono y esta madre que anuncia: “Hoy no vas a la escuela, te quedas aquí. Yo te protejo de todo, y de aquí no vas a salir”?
Bravo por el sistema cubano de salud pública. En serio: bravo por los médicos, los que estarán fatigados y trabajando; de verdad que les reverencio por hacer lo que pueden con las herramientas que tienen (así me decía una profesora de Psicología, que hablaba pausada y metódicamente).
Bravo por los cuerpos médicos del mundo, la primera fuerza para enfrentar esta pandemia contemporánea.
Pero pienso en algo que no tiene que ver con lo que todos sabemos sobre el sistema cubano de salud pública: ¿Qué vamos a hacer si la teoría exponencial de mi novia matemática se aplica a este fenómeno?
Algo me dice que reaccionaremos cuando ya sea demasiado tarde, y que el costo excederá lo que nuestra economía puede soportar.
Líbranos, líbranos de la imbecilidad y la lentitud de quienes deben actuar. Líbranos del regodeo en un choteo irreversible de graciosas y trilladas compensaciones, líbranos de la ignorancia y el “sálvese quien pueda”.
Líbranos del atrincheramiento en las párvulas excusas gubernamentales, hagamos del civismo un estar ahí para el otro, que nuestras familias sientan la compañía. Líbranos del ombligo cubaniche de “los bárbaros todo lo pueden”; hay que actuar ahora, fuera la inmutabilidad.
Líbranos del regodeo en la miseria: “¿Qué podemos hacer para librarnos de esta condición de padecimiento?”, me preguntan la vecina, el viejo, el niño, el perro, mi abuela… “¿Qué podemos hacer con las matemáticas, las noticias, las redes sociales, el silencio, el miedo, la caja torácica? ¿Qué tienen que hacer?”.
Líbranos del egoísmo y líbrame del miedo.
El deseo febril de que sea verdad y que no nos toque lo peor. Ese deseo creciéndome entre la sangre y los alvéolos: que estemos libres de las estadísticas, de la experiencia global, del desacierto y de los grandes costos que la epidemia producirá en el archipiélago más turístico del mundo.
Hay cosas que no se pueden sobrevivir a pulmón, y que más allá de lo micropolítico, un amar a pulmón no pueden cambiar.
Para librarnos de lo que se avecina, toco el pulmón de este perro, este perro Ifigenia que quiere decirme algo sobre las leyes atemporales que rigen la vida de los desprotegidos.
Ya sé que la compasión no va a librarnos de esto. Dejo mi mano sobre el pulmón del perro, todavía tengo que volver a salir, tengo que ir a la tienda; todavía no se cierran las fronteras ni se suspenden las clases…
Todavía hay que esperar.