Esta era una mujer tan, pero tan enamoradiza, que conocía a alguien sonriente y ya se inventaba una película del domingo o soñaba con diálogos y encuentros a lo Laura Esquivel.
Esta era una mujer tan, pero tan Laura Esquivel, que iba a la Furia del Libro para comprar una y otra vez cualquier mierda que fuera firmada por esa autora, con la esperanza de que alguien le regalara por el 14 de febrero una edición con lomo, linda y coleccionable, que incluyera recetas de cocina para atraer la buena suerte en el amor.
Esta era una mujer tan, pero tan gorda enamoradiza, que apenas veía una comida nueva se dejaba seducir por la sensación efímera del sabor y pasaba horas extasiada en la comprensión de la digestión que el alimento producía.
La digestión es una forma de amor auténtica, que padece si se descuida.
Esta era una mujer tan, pero tan diferente a mí, que ya de mirarme se asustaba por la risa grande y la mueca de conmiseración que a veces me sale de la nada cuando quiero parecerme a la mujer enamoradiza, o cuando sin querer se me sale un vaho comestible a lo Laura Esquivel.
Esa mujer súper diferente no entiende cuál es la relación que encuentro entre el amor, mi sistema digestivo, una sesión de fotos extraviada en la desproporción y la masturbación como protesta.
No conozco a ninguna mujer enamoradiza ni conozco a Laura Esquivel, al menos como yo me imagino que debe ser esa mujer y que debe ser el rostro de Laurita, pero yo conozco a una mujer gorda que se parece a mí y que se lee esta columna el 14 de febrero.
Cabeza apoyada en la escalera, no me he lavado el pelo desde el lunes, los senos adquieren una textura seca, endurecida…
Con la cabeza apoyada en un ladrillo rojo de la masía de Can Serrat, me desfiguro para cerciorarme de que todo está bien: desde que pasó el cumpleaños de mi mamá me inquieta la distancia que se ensancha por la calma de este lugar.
Pudo ser la borrasca Gloria. Pudo ser el vermouth con hielo. Puede ser que quiera desfilar con las tetas al aire para que esta sensación de ahogo se borre (algo me hace suponer que, al tomarme fotos así, las personas distantes a las que quiero vendrán a protegerme de la asfixia mental y sentimental que producen los olivos).
Con las manos en el suelo. La piedra en la boca. Los ojos entornados. Ánima acciona sobre el pezón dañado cuando pongo el temporizador del celular, el pezón seco, áspero, el pezón lastimado por tanto pensar y pensar.
No importa cuánta crema unte sobre el pezón, el pezón no recupera su hidratación, aquí poso yo para mí (no es narcisismo egomaníaco y vacío, es algo de amor ridículo que necesito mientras mi hermana y mi mamá celebran por todo lo alto su cumpleaños), no es para divulgar la pose que empiezo a escribir, se trata de un ejercicio interior de exploración autárquica:
Mi grasa corporal, la tristeza del momento y el chorro de pensamientos amorosos y melancólicos que me salen del pezón para darle de lactar al día.
Durante los diez segundos en los que me deslizo antes de que se haga la foto, sucede el mundo y sucede la videollamada con mi mamá, en su duración más allá de nuestra comprensión del tiempo.
Mi mamá piensa que está mal publicar esta foto, en algunas ocasiones mi mamá tiene razón, así que no la publico.
Senos apoyados en la mesa.
Quiero ejercitar mi memoria con esta foto. Ejercito la sensualidad deforme de mis tetas, mis nalgas, la boca entreabierta, hongos, familia de opiáceos… Ejercitar la dilatación del tiempo en el fotograma.
Me siento Alicia en el jardín. Me excito tanto que vuelvo a la cama y me masturbo (quizás toda la magia de la masturbación haya muerto con el Satisfyer; dicen que le falta una velocidad al succionador de clítoris, dicen que va desde leve hasta fuerte y que el secreto está en ese intermedio en el que el clítoris puede danzar tibiamente).
Como me siento antialicia, según los estándares (Alicia era una niña delgada, talla XS) pienso en la dimensión que adquiere mi cuerpo en estas fotos, una dimensión XXXL que desmitifica.
En la foto no hay nada de pancarta #bodypositive, no escuché todavía lo suficiente a Lizzo, y Lena Dunham se me ha vuelto demasiado papel de regalo, es decir, la antialicia no pretende tomar una selfie erótica de su gordura, simplemente está dejándose llevar por el momento.
Con cada foto mi piel se libera de toxinas y se pone más rosácea.
Me han dicho: gordita, gorda, puerca, manteca, ricura, cara bonita en cuerpo de gorda, colesterol, hipertensión, Matilde, curvas, deformada…
Me han dicho que debería hablar de las celulitis, emplear esta terminología de la masa y la carne para analizar el mundo, el teatro, la poesía. Pero lo celulitoso es un estado mental, no un material perceptible, a pesar de lo que aparentemente dice mi cuerpo sobre mí.
¿Alguna vez se imaginaron a Alicia con celulitis, con estrías?
Quiero ejercitar mi memoria perturbada, la memoria decisora de mi piel y su pigmentación.
Durante demasiado tiempo yo había leído del amor a través de los ojos de los hombres, desde Roland Barthes hasta William S. Burroghs. Desde hace algún tiempo, nada más quiero saber lo que escriben las mujeres sobre el amor.
Un día, me di de bruces contra un piano, borracha, y un muchacho decidió que era el momento ideal para metérmela. Mareada, traté de recuperarme del golpe, de no desmayarme; las rodillas en su vaivén forzado creían sostener el mundo en su ejercitación de la inconsciencia.
Creo que eso sucedió un 14 de febrero (porque los hechos ocurren patéticamente ordenados).
Es 14 de febrero y mi mamá y yo vamos a Coppelia, allí conocemos a dos perros solitarios y nos sentamos a tomar helado con ellos. Mi mamá prefiere a los gatos, pero no había manera de no rendirse ante esos perros que nos hablaron del amor toda la tarde.
Es misteriosa la relación que tienen los perros con el amor, ellos consideran que una patada, que el desprecio, que el rechazo y el abandono son una expresión de amor pura. Traté de callarles la boca a los perros, pero pensé que asumirían ese gesto silenciador como un gesto de amor.
Mi mamá se pone a llorar, me dice que en otra vida yo fui un perro, en otra vida yo me puse de rodillas y dejé caer la cabeza contra el piano para que me patearan, despreciaran, rechazaran, abandonaran.
Mi mamá me lo dice y es como si se lo dijera a sí misma: Esto es el amor que se te ha impuesto y no hay nada que celebrar. Mucho menos si los perros no quieren que los lleves a casa y les des de comer, si los perros se alejan despacio, dando tumbos, listos para que alguien venga a echarles un jarro de agua caliente.
Mi mamá me cuenta que no nos hemos encontrado con perros reales, que se nos han aparecido fantasmas en el cuerpo de estos perros, fantasmas desilusionados y agónicos que tratan de explicarse la miseria de la humanidad como si se esta se pudiera explicar.
Pero es 14 de febrero y las cosas deberían ser menos perturbadoras.
Yo leía un libro de Laura Esquivel y mi primer novio me decía: vamos a mezclar tramadol con ron para celebrar el amor, vamos a mezclar carbamazepina con ron para fagocitar el aburrimiento, vámonos de esta dimensión para la extrema dimensión de los enamorados adolescentes cubanos metedores de alicientes para batallar contra la insatisfacción.
Yo escribía cartas y cartas y cartas que decían: te amo a ti como nunca he amado a nadie más.
Porque es 14 de febrero, y la falta de originalidad se manifiesta en fechas señaladas.
Mirar a la cámara desabrigada.
Abro la página de un libro que descubro abandonado en una gaveta de un estudio de arte en la segunda planta de Can Serrat: “The house, the idea of her mother’s house there in the shadow, is a present thought in this retelling, the way she described it to herself much later” (In Cuba I was a German Sheperd, Ana Menéndez).
Me siento en la cocina de una mujer, ella me dice que durante años durmió dos horas al día porque trabajaba como talabartera. Con la talabartería, haciendo más de cien cintos cada noche, consiguió comprarse un cuartico, el mismo cuartico de Centro Habana que le dejó al marido borracho.
Al mirarle los ojos a la mujer me pregunto si el amor dejará de ser entendido como la inmanencia del sacrificio, de una vida sacrificada, de una vida para el otro y el otro (creo que esa sensación es la que me dejó La tumba de Antígona, de María Zambrano).
En los ojos de la mujer descubro una paz que deseo, aunque debo frenarla: se trata de la paz de pensar en el amor como la paz irresistible de los perros abandonados, la paz de aceptar las cosas como son y no querer transformarlas. Pero yo no soy así.
Entiendo que ante los ojos de mi mamá yo soy una especie de sensacionalista trágica; lo descubro cuando me pregunta por mi libro Los vegueros (Colección Sur, 2020):
—¿De verdad todo tiene que ser tan triste?
Y no tiene que ser triste, mami, no tiene que serlo, mira la felicidad de Shakira en su perfil de Instagram (después del #Superbowl Shakira se ha convertido en una activista de la champeta; nunca antes había visto una mención suya a esa danza colombiana), mira la felicidad de Shakira y tómate una foto feliz para sentirte deseada.
Piensa en el cuartico de Centro Habana, piensa en el cinto de cuero, piensa en tu marido borracho y recuerda tu sacrificio para que todo te remita a un espacio más bello y simple:
—¿De verdad todo tiene que ser tan lindo?
Y aquí no cabe una discusión sobre el melodrama cósmico, ni sobre la certeza con la que una madre lee mis poemas, mucho menos sobre el espacio de intimidad que esa mujer y yo encontramos hablando de una vida dura, sin otra opción que agujerear el cinto para dar de comer a un niño de dos años.
Yo quiero ese amor que no quepa en una publicación de Facebook y que cuando le quite el flash o presione el temporizador, se libere del egoísmo que es sacrificarse por el otro y alcance el amorío universal que nada tiene que ver con lo que nos adoctrinaron amatoriamente al nacer: debe ser triste y lindo amarlo todo.
Desnuda en la escalera de ladrillos rojos.
Con los senos golpeando la puerta de madera, con los ojos cerrados, los espejuelos empañados, la insatisfacción y el gran vacío de dormir sola tantas noches, pensé que estaba bien deformarme en la imagen hasta desaparecer surrealistamente y quedar como un cuerpo desabrigado, desproporcionado y avasallado por un micropaisaje de la nada (humedad, hongos, maleza).
Quise pasarme un paño por los ojos y desmemorizar el recuerdo (¿te ha pasado que un lugar deja de ser en el momento en que lo estás habitando para irse rearmando en tu memoria como si ya no fuera?).
Quise pasarme el mismo paño por el cerebro para mejorar la escritura de esta última frase, pero no puedo, este lugar se me olvidó para hacerse más presente en mi imaginación.
Puede ser que esta idea describa todas mis relaciones amorosas (de amor romántico con cartas, despechos, sexo y finales pusilánimes). Ahora son pasados fugaces; ahora son estadios que no sé componer pero que, al tocarme, insisten en reaparecer como buenos momentos.
En un taller de grabado, las manos apoyadas en el suelo, elevo mis glúteos y me muevo.
En esta experiencia de la mirada dejo la cabeza reposar porque el cuerpo quiere saber lo que siente, comprender qué sucede entre mi cabeza y el ladrillo rojo, entre la soledad que siento en la masía y en la humedad que queda después de la borrasca.
Supongo que mi cuerpo de gorda es un cuerpo antinarcisista, antialicia, antishakira, pero esto sería sostener el discurso normativo y patético sobre un cuerpo, mi cuerpo es mi cuerpo y es lindo y es triste cuán bello puede ser.
Mi cuerpo bordándose con uñas y lenguas ha sido el cuerpo más adecuado para poner esta experiencia tan, pero tan de veguera, en un terruño llamado Cuba, en el que la gente cree que celebrar el 14 de febrero es más importante que declarar un duelo oficial por la muerte de tres niñas inocentes. La noche en la que tomé esta foto escribí en Facebook:
“Viajas en un bus en el que te sientes perdida, no importa que hayas tomado la ruta correcta, viajas con una sensación extraña de equivocación. Las niñas. El temblor. Los aniversarios. El tornado. Las niñas. Las niñas. Las niñas. La memoria que se activa en este camino oscuro. Oscurece definitivamente. Te has oscurecido por los otros que viajan contigo y no lo saben, tus muertos, tus vivos, tus fantasmas, tu casa, ¿dónde está tu casa?, ¿pende del suelo?, ¿se cae?, ¿se levanta?, ¿se arrastra? No es la noticia, no es la caída, es pensar en el fenómeno natural y en lo que diferencia al fenómeno natural del derrumbe. Falla, falla la ruta, falla el kilómetro, falla el GPS y el enlace que dice: no te bajes, no subas, no regreses, no te vayas, si te quedas con esa idea fija y fallida, apágate. Te apagas de pies a cabeza, te tocas el pecho con las manos y piensas que algo debería cuidar a los tuyos y que tu parentesco es con el mundo, pero los tuyos te dan de comer y te miran a los ojos. Oscurece. Bajas una pendiente, sola, entre los árboles, entre la maleza y los hongos, los zapatos se abren por la mitad y los pies se abren por la mitad y te imaginas la caída. Pero no es el mundo, son tus muertos, tu casa que no es una isla ni un busto, tus muertos que se cansaron de este camino inexacto en el que tú tampoco estás porque has oscurecido”.
¿Quién puede hablarme de amor ahora? ¿Ahora mismo?
De espaldas, los brazos elevados.
No me quiero mirar selfie, tocar selfie, vibrar selfie, para eso sirven las ilusorias y programáticas enseñanzas que automatizas cuando tienes un móvil en la mano y eres gorda.
No todas somos May Reguera (alma sensible, sin dudas, pero que hace sentir que la seudopoesía está bien).
Como desenfocar y opacar son dos operaciones permanentes en la “estética de laboratorio” (Reinaldo Laddaga), vivo el proceso de la foto como en un mundo salido de la reproducción mimética y artificial del todo.
En lo difuso y expandido se queda la experiencia fantasmagórica y extrañada, se inmortaliza accidentalmente en su dilatación, desplazamiento, desorden. La imagen pretende condensar algo que no es perceptible: el alma.
He aquí la sensación totalizadora de mi alma: masturbarse sigue siendo el mejor uso para una mano derecha, manca, semituerta. Me toco para sentir algo difuminándose a través de mis pliegues.
El mundo está cada vez más dictaminado por la estética selfie: ya no es la publicidad o la autobiografía, es algo más visceral que implica invertir la pantalla y mirarte.
Lo selfie es la reacción. Lo selfie es la domesticación. Los pliegues del cuerpo desenfocándose son la expresión agotada de mi alma.
Abro la boca, me meto el puño de la mano derecha en la boca.
Aquí, en el avión, pequeñas pantallas reproducen Joker como en un montaje de atracciones; es la primera vez que las pantallas son una expresión del mimetismo y la masificación Marvel.
El paisaje de pantallitas era magnífico y provocador, servía para experimentar con las frecuencias y la edición cinematográfica como azar. Ni siquiera Manifesto, de Julian Rosefeldt, generó igual sensación de desequilibrio cinematográfico en mí.
En el avión todos se enamoran de Joaquin Phoenix, o eso creo yo. Miro las escenas fragmentadas de una película que, reeditada por el azar de un vuelo Madrid-Habana, se recupera de sus facilismos para producir una suerte de carrusel dramático en el que a veces coinciden algunos gestos:
Camina de espaldas.
Voltea y mira.
Llora.
Se mira en el espejo.
Ojalá hubiera visto esa película deformada en múltiples pantallas y no en la versión ordenada en la que el juicio ideológico sobre la protesta como vandalismo le gana a casi todo. Quiero la frecuencia deconstruida en un vuelo operado por Air Europa; quiero a Joaquin Phoenix como en You were never really here, porque ahí es un hombre demasiado vivo.
La niña a la que salva Joaquin Phoenix en esa película pudo llamarse Alicia y pudo ser imaginada por un hombre que llamado Lewis Carroll.
Yo también quise ser salvada por Joaquin Phoenix, quise que llegara y me cargara sobre sus hombros, que me sacara de todo aquello, de mi incapacidad para decir no cuando tenía veinte años, de mi incapacidad para negarme a ciertos amantes que me imaginaban carente de amor propio.
¿Podría decirse autoestima baja, falta de autoamor, disposición para la experimentación sexual como validación estética? ¿Cómo lo diría Laura Esquivel?
Apoyo la cámara en la silla, pongo el cristal azul ante la cámara, me bajaré el pantalón en signo de gracia.
Abro la boca. Me trago esta luz. La luz me separa de mí.
¿Cuándo fue la primera vez que alguien se refirió a mí como gorda y miró mis muslos y pensó vaca, puerquita, masita rica para sacudir, y dijo esta cara bonita es un desperdicio en este cuerpo antimodélico?
¿Cuándo fue la última vez que alguien habló de salud, hipertensión, colesterol, y pasó su mano por mi cabeza en atención simbólica a la relación corporal entre domesticar y dominar: es una lástima, a esta gorda yo debería pagarle un gimnasio?
Espejuelos, silueta desperdigada en la nada, enceguecida; esa misma nada que no diferencia a esta foto de la concatenación de violentas noticias sobre cuerpos de mujeres: matan, violan, intentan tomar de nuestros cuerpos la esencia, el amor.
Percibo la temeridad de la borrasca sobre mis ojos que no son simétricos, y salgo a tomarme estas fotos en la masía, con la intención de invocar a esas mujeres y escucharlas.
¿Existe una forma de escucharlas?
Sus cuerpos hablan. Sus ojos, sus ausencias.
Hallada en una habitación: veinticinco hombres han abusado de ella. Una mujer en el cine abandonado de Centro Habana por el que todos los días caminaba para ir a la secundaria José Martí. Le piden a la niña que se desvista.
¿Piensas ya en el amor?
No.
La cabeza en el ladrillo de piedra, la cosa extraña y el orgullo que siento cuando el feminismo se vuelve algo real en Cuba (aunque la Ley haya sido totalmente desestimada por un gobierno heteropatriarcal, aunque las preguntas sean torpes e ingenuas: leo cada vez más a las mujeres cubanas).
¿Piensas ya en el amor?
A veces.
Tengo la sensación de que ahora mismo, una gorda parecida a mí, se está haciendo la misma foto.
Entiendo que la selfie queda en la nulidad del cómo debe posar una mujer para lucir apetecible, de acuerdo al rigor sexista que dice: debes tener los ojitos y la boquita así.
Especialmente ahora, después de la borrasca Gloria y de imaginarme que cualquiera de estos hongos silvestres me sacarán de aquí, pretendo ser momentáneamente Alicia y mirarme a través de este filtro deshuesador de la materia.
Cuando la materia ha sido deshuesada empiezan a sucederte cosas mágicas. Caes de cabeza desde la cima de la montaña al suelo, y el cuello no se te daña. Encuentras un lugar secreto e inaccesible en el que el silencio de otras mujeres que no pueden pensar como los perros de Coppelia te enseñan lo que es rebeldía como manifestación de amor.
Allí, en ese pasadizo de escucha al que has llegado desgajada, entras en una habitación, le das una probadita a la galleta y te haces el autorretrato con un móvil.
No estaría mal hacer este viaje deshuesador como un acto de protesta.
Hace mucho tiempo, en los formatos más inverosímiles (como esta misma columna), he encontrado un lenguaje de lucha que anula de la selfie lo que no le sirve para decir: un “yo” es tantos cuerpos como voces y resistencias; un “yo” puede agrandarse y achicarse, mutar, disentir, hacer el amor con olivos, un abuelo muerto, un editor que escribe las mejores novelas de Cuba; un “yo” puede arrepentirse de escribir “Toda la mierda del cielo cae en La Habana”, cuando lo que cae es el final y la muerte.
De mi arrepentimiento, de los días en los que insistía en responderme sobre el amor de pegatina o sobre el amor de Roland Barthes.
De mis amoríos voluminosos y tiesos, de los años febriles en los que hacía dietas y bebía agua caliente con limón para quemar calorías.
De mis complacientes amigos, aquellos que decían encontrar en mí un cuerpo tibio para cumplir fantasías.
De mi memoria por deshuesar, en la que todo se reproduce a través de pequeñas pantallas de línea aérea; porque la memoria, como la fragmentación o la estética de laboratorio, es mucho más lúcida que las cartas del 14 de febrero que le escribía a todas las Alicia de mi escuela para que las enviaran por el buzón del amor.
De todas estas derivas mentales, surgen estas fotografías.
Cierro los ojos, me quedo dormida, pesadillas y pesadillas.
Nuria Güell pasó unos años en Cuba. Los policías en Cuba la acosaron y le hicieron todo tipo de propuestas.
Nuria Güell documentó, como si se tratara de una investigación policial (cumplió minuciosamente con todas las rutinas: intervino llamadas, tomó fotografías, agendó respuestas).
Nuria Güell invitó a los policías a la inauguración. Aquellos que asistieron a la exposición y se sintieron desnudos en la documentación del proceso, deben haber pasado la noche en la estación tratando de comprender su humillación.
En el aeropuerto me sucede lo inexplicable: viene corriendo un hombre armado y me dice que le muestre mi pasaporte; lo hago, lo mira, se aleja.
Ahí mismo, en ese aeropuerto, me pregunto si podré seducir a los guardias, dejarlos que me asusten, dejarlos llegar a los límites de ese control en el que han sido entrenados (pienso en Regina Galindo siendo torturada; el hombre que la tortura la empuja al suelo, debía ahogarla solamente pero una vez que se activa el mecanismo no puedes frenarlo, esa es la historia de la humanidad: el autor intelectual dándole órdenes al ejército).
¿Piensas ya en el amor?
Lo primero que me llega es una oferta para reservar una mesa el 14 de febrero. Lo segundo es que el Gran Hotel ha sido terminado. Lo tercero es que el refrigerador está vacío.
El vestido que le traje a mi mamá no le cierra. La guagua que va desde el Capitolio hasta la Feria Internacional del Libro de La Habana reproduce a todo volumen un reguetón cualquiera. El hombre que organiza la cola para tomar esa guagua en dirección a la Furia Internacional del Libro, nos dice:
—Vamos, apúrense que se acaban las frituras.
¿Qué relación tiene mi tristeza, los días que han pasado sin poderme masturbar, con las frituras que pueden ser esparcidas en páginas de libros de autoayuda? ¿El hotel inaugurado y las selfies disidentes en Can Serrat? ¿Mi mamá que no quiere pagar la guagua? ¿El amor que no quiere pagarme este Puchero de San Valentín? ¿Laura Esquivel que no existe para nadie? ¿Una película protagonizada por Joaquin Phoenix que puede ser una reescritura de Alicia en el país de las maravillas?
¿Las frituras, el tiempo, el mal viaje con ansiolíticos, las pantallitas que dirigen el mundo, el contoneo folk de Shakira totalmente #pridecolombia?
¿#bodypositive para la hotelería cubana que acaba de declarar duelo nacional por el día del amor pensando en la muerte de tres niñas?
Claro que pienso en el amor, pienso mucho en el amor, sobre todo en desintoxicarme del amor de papelería y de la poesía, y en apreciar el amor cuando sucede fuera de la lógica afectiva de lo contemporáneo.
Quiero el amor que no puedo comprar y el amor que no puedo fotografiar. Quiero el amor por el que puedo vengarme y el amor por el que puedo batallar. El amor de todas las mujeres, trans, putas, almas, talabarteras, zapateras, madres, hijas, hermanas, sangre de la misma sangre.
Mi mamá y yo nos sentamos en la hierba, nos tomamos una foto. Mi mamá dice:
—¿Hasta cuándo y hasta dónde? ¿Hasta dónde vamos a aguantar?
Nos comemos unas frituras de maíz: están tan secas como mi alma.
Esto suena tan, pero tan pueril, que hace sentido para este 14 de febrero en el que amanezco en el cuerpo de un perro y me toca encontrarme con mi mamá, que va acompañada de su amiga, la talabartera.
Me preguntan:
—¿Tú crees que nos puedas decir lo que es el amor?
Respondo:
—Boniato, boniato, boniato.