Encontré un álbum con fotos en la playa. Eran fotos de los años noventa: Guanabo, Santa María, Mar Azul.
El pasado día de las madres lo pasé pensando en el mar. Pensaba en dar braceadas, frotar, flotar, una cierta suspensión durante aquella infancia retratada (estados dedicados al mar).
Recordaba los sabores y los temores, la resaca y las huellas en la arena.
Recordaba los cangrejos, el atardecer, los labios llenos de arenilla y la ola en la punta del pie.
Me está costando organizar mi tiempo, mi dispersión comienza a sentirse como la negación. Es raro. Estoy en miles de cosas que tratan de ordenarse al unísono, como una yuxtaposición permanente de actos. Me veo haciendo malabares para terminar un libro y le respondo cualquier tipo de tontería a todo el mundo. Conclusión: me cuesta concentrarme en mí.
Vuelvo a la playa.
Recuerdo lo que sucedía en la playa, cuando me fugaba a Boca Ciega…
He estado recordando mucho. Como una anomalía congénita, parece que me estoy quedando más en el pasado que en el presente: quiero vivir en retroceso, hacer un pasillo de baile hacia atrás, volver a vivirlo todo otra vez.
Quizás la suspensión no es un estado de quietud.
Entre lo salobre y la humedad del pasado: un poema de Sharon Olds, un poema de Sylvia Plath. También algo que leí sobre un desfiladero, y también el peñasco, el bullicio para la cola de la farmacia. Recuerdo a un dramaturgo que parecía un oso y que escribió en Panorama Sur una obra sobre la pérdida, el fantasma, el amor y un balneario. Su nombre: Lucas Sánchez.
No sé cuándo pueda volver a la playa. No sé cuándo pueda volver a llevar a mi mamá a la playa. La última vez que fuimos a Guanabo, ella se puso un biquini que yo nunca me atrevería a usar. Le hice muchas fotos.
En mi foto preferida ella se acerca caminando y mira hacia la derecha; detrás hay unos muchachos jugando a las peleas de caballitos; del otro lado un perro nadando, un niño con un salvavidas y una mujer muy vieja. Mi mamá parece una modelo envejecida que no ha perdido la sabiduría de mirar y posar sin tensionar los músculos.
Mi mamá es un personaje casi obligatorio en esta columna. Se ha especializado en comprender mi realidad, en dilucidar mis zoqueterías con una tranquilidad que no es maternal: es simplemente el cansancio y la falta de retórica para adornarlo.
En su fabular constante, mi mamá escribe mejor todo esto, metaboliza mejor la mierda que es todo esto.
Acuario, una investigación de Ricardo Sarmiento, llevó a un grupo de gente a Mar Azul. Mi mamá no pudo acompañarme porque cayó tremendo aguacero y no pudo salir de Centro Habana. Ricardo estaba obsesionado con el mar, con la migración, y quería presentar su libro en la playa. No hay autoridad alguna en la playa: cerca de Mi cayito, no había más que el deseo por compartir algo.
Yo había colaborado en la edición del libro, que recogía el texto de un site specific en el Acuario Nacional de Cuba. En la playa era fácil captar el aliento de aquella intervención: “Vinimos a compartir este recuerdo”.
Siempre me cuestiono el sentido de los viajes, del espacio de encuentro que generan las experiencias performativas: quizás son esas alianzas, esos recorridos, lo que construye una comunidad.
Los libros eran lanzados al mar, como cuerpos; la gente se tenía que meter en el agua para cogerlos. Después de nadar como una loca, yo agarré mi ejemplar (colocado dentro de una bolsa de nailon que la abuela de Ricardo le compró en Estados Unidos). Estaba todo humedecido, y pensé: ¿Podré secar el libro, y que al secarlo cambie algo? ¿Un ahogamiento, un rescate, un libro que significa… qué?
Claro: una va al teatro a eso, a hacerse preguntas absolutamente raras. Del mismo modo que va a la playa, al estrado, a un funeral, y siempre anda conversando, vacilando, llorando o calentando: lo único que una tiene en la cabeza es una fábrica de preguntas.
Cuando leo esta frase de Ricardo: “En el 2017, julio, quería que viniéramos a este lugar. Quería que viera de qué delfines yo le hablaba”, algo me hace preguntarme por qué siempre quiero compartir, por qué necesito tanto sentir que hay alguien que escucha y que todo lo que he visto, lo he visto para mostrárselo a alguien.
Si pudiera, me quedaría toda la vida en el teatro: teatro playero, teatro estrado, teatro funerario. En esa fabricación del teatro que ni yo misma puedo nombrar totalmente, y que muchos artistas de mi generación exploran en una ciudad y en un edificio (I love Havana, de José Ramón Hernández), un pueblo (La bahía, de Alessandra Santiesteban), una casona vieja y una casa de renta (¿Para qué Andy Warhol si yo estoy aquí?, Rogelio Orizondo).
He visto mucho teatro funerario. Ante toda la incertidumbre que trae consigo la pandemia, lo único que queda es el efecto dominó que padecerá uno de los espacios más frágiles del arte: ¿Volveremos a juntarnos?
En una de las fotos, mi mamá tiene un pulóver que dice “Cuba”. Distingo tres modelos de trusa, todos igualmente lindos. En una aparece con una gorra gris, muy fea, vieja, mojada: un outfit que ya desearía Billie Eilish.
El domingo día de las madres, mi mamá me habla de su tarjeta para comprar en las tiendas de Centro Habana. Me dice, literalmente: “Aquí, en este numerito está, toda la información de la casa y de la libreta de abastecimiento”. Para no caer en un debate con ella, me pongo a contarle anécdotas de mi viaje a Barcelona.
El último día que estuve en Barcelona, un amigo me dijo que no fuera estúpida, que me quedara en España. Yo me fui a preparar la maleta. No había comprado casi nada, no llevaba muchos regalos. Quería ir a comprar jabón y cosas así, pero finalmente no lo hice, y empaqué todos los papeles del teatro, todos los catálogos, las pegatinas, los programas de mano, todos los libros que pude comprar y que me regalaron.
Ese tarde, Ernesto y Jose estaban en la Barceloneta, esperándome para tomarnos unas cervezas en la playa. Yo había tenido una conversación delirante con el novio de mi tía, y cargaba con paquetes de amigos para llevar a Cuba. No me les uní en la Barceloneta. (Ernesto me llamó y me habló de un amigo mío que vive en Miami Beach y que le gusta mucho, porque sube fotos eróticas a Instagram y escribe con una melancolía y una rabia que son demasiado fuertes para su corazón, para nuestro corazón).
La primera vez que fui a Barcelona, una hermosa mujer llamada Diana me dijo que no se me ocurriera ir a la Barceloneta de noche. Pero era temprano. No fue esa la razón por la que no fui. Tampoco mi equipaje.
Estaba triste, confundida, cavilando. Dentro de esa recurrente sensación de no saber lo que estás haciendo.
A veces ciertas cosas son fáciles. Hasta el pensamiento sobre el teatro es fácil: una puede darle forma al vacío, al dispositivo, a la pregunta/tesis; una puede situarse ante lo agramatical y el alfabeto (las costumbres y pancartas que una quiere soltar “en contra de” y “a favor de”); todo eso ayuda a darle solidez a algo que quizás signifique otra cosa. Pero no sé, los facilismos son tan tediosos…
Por otra parte: la vida (el modo en el que una se entiende en esta larga caída, en esta inconclusa aparición) puede atiborrar el espíritu.
Me sentí atiborrada.
Esa noche, mi última noche, me fui a la feria de las fiestas populares del pueblo con un amigo, su novio, y otro amigo de ellos, los tres demasiado especiales y bellos. Aprendí a controlar un carrito loco y me gané un monito de peluche (de algo sirvió mi entrenamiento con escopetas de perles). Estaba feliz porque ya tenía un regalo para mi hermana.
Quiero volver a aquel lunes, y escribirle a Ernesto y a Jose: “Oye, aguanten ahí, voy paʼ la playa”. Y tomar el tren. Llegar. Sentarme con ellos en la arena. Pintarnos los labios. Cantar. Beber algo. Fumar. Soltar alguna estupidez. Discutir sobre las artes vivas. Adjudicarnos el derecho de protestar contra todo, en especial contra el patriarcado. Y después llorar, reír, rapear algo, cantar a lo sentimentalón, deprimirnos, sentir pánico por perder el avión, porque se me pase la hora de salida del avión.
Mirando con mi mamá esas fotos de los años noventa, pensé: tendría que escribir una obra a partir de ellas.
Escribir toda una obra a partir de una sola foto y de este fragmento de La playa, de Severo Sarduy: “Tú corrías delante, yo te alcanzaba, reíamos, yo te alcanzaba, ya reía”.
Mirando la captura de pantalla de mi chat con Ernesto y Jose, pensé también: tendría que escribir una obra a partir de esa imagen.
Esta sensación de deslizamiento a la inversa tiene varias causas. En primer lugar, el canal de Telegram de ediciones sinsentido. La aplicación siempre continúa la lista de reproducción hacia atrás. Hay un presente y un porvenir, claro, pero mi cabeza siempre tiene que estar en la voz anterior, nunca en la próxima.
Esto me hizo ordenar mis días como si se tratase de un canal en Telegram con cero mensajes anclados. Basta activar un instante para que todo suceda. Especie de multisecuencia que, en su coincidencia, reafirma que todas las franjas temporales son corruptibles.
En las fotos con mi mamá y con mi hermana Mariana, en los noventa, hay mucho de eso que uno entiende como paz: de la risita de las vacaciones, del paisaje.
En el día de las madres, algunas personas, las que no te conocen, te preguntan: “¿Cuándo vas a ser mamá?”. Te felicitan por ser “madre en potencia”, y las frases trilladas que aparecen, de cualquier tipo, se ubican una encima de la otra mientras pretenden juzgarte. ¿Cordialidad? Probablemente. Yo admiro a las madrazas del mundo, tengo hasta mi lista íntima de “mamás” preferidas, pero no me pondré un reloj para cumplir con nada.
Mis sentimientos maternales son un efluvio, un oleaje perro con sargazos, una cosa portentosa que no se puede explicar y que es bastante sentimental, algo que se hizo muy concreto cuando vi a mi hermana más pequeña, Ana. De hecho, cuando estamos juntas, como en el día de las madres, ahí sí que el dolor y la puñetera desidia se me transforman en otra cosa.
Soy mamá hermana, claro, pero no soy mamá biológica con futuro empolvado para responder a ningún “llamado”. Esto no es tema para una obra. Los temas suelen parecer relevantes, pero no es así: a veces es más importante el ruido, lo huracanado, la duplicación, el vértigo, lo legible, la convulsión. Los temas son como palitos de tendedera: mejor ser la ropa mojada y chorreando, la jabita de nailon reciclada.
Recordé a mi vecina Jorge, que vive en Chile, y que en un artículo muy bello (casi todo lo que dice es de una lucidez y poesía matadoras) se refería a la combinación de futuro con hijos, al futuro en la reproducción. Es biólogx, transfeminista y escritor/a. Él no estaba aquel lunes en la Barceloneta, pero de algún modo, cuando miro la captura de pantalla, imagino que está ahí también, sobre la arena.
Juntes en la playa: título para una obra no realista.
A mí se me había olvidado estar en la playa.
La playa en Matanzas, con Michel y Yaismel (creo que había otras personas besándose y apretándose en las piedras): ellos también podrían intervenir en la pieza en algún momento, porque los tengo en unas fotos que son bellísimas.
Se me había olvidado jugar fútbol en la playa con Dariana, Indira, Katherine, Yusleydis y Abel (creo que esos amigos son los únicos con los que una se siente verdaderamente feliz). Se me había olvidado estar en Rotilla, con Orson y Abel.
Ya casi no recordaba que fue en la playa la primera vez que un novio me dijo que no me podía quedar “señorita” toda la vida, que tenía que avanzar. Nos peleamos ese mismo día. El avance no era con él. Por esa razón, no está en esta obra.
Juntes en la playa *
(acto único)
Mamá
Ernesto
Jose
Jorge
Yohayna
Rogelio y sus tías
Ricardo
La abuela de Ricardo
No hay diálogo, pero es como si lo hubiera.
Ernesto. Esta es la hora de hacer un poema que circule de manera anarquista.
Jose. Un teatro impuro.
Yohayna. La mamá de Martica acaba de hacer una mueca que es más importante que el teatro.
Jose. Esta casa que es el mar y el mar y el maaaaaaaaaaaaaaaar. ¡Que tiemblen el mar y la tierra!
Ernesto. La hora de olvidarse que esto es una playa turística de capitalistas de mierda, olvidarse de eso para darse un chapuzón.
Jorge. Me gustan las playas porque son lugares de mucho coqueteo. Hay algo del pasado y el presente de las playas que no tienen las ciudades, ni ningún otro lugar.
Jose. Las playas siempre han sido lugares muy eróticos.
Rogelio y sus tías (coro). A mí el amor no me entra por las orillas. A mí el amor.
Entonces llega Marien en un hipocampo halado por pulpos; llega Marien y dice: “¿Quién se cree que puede hacer esta fiesta en la playa y no invitar a la Zuleydys?”. Como el tono de Marien es confuso, Jose vuelve a cantar “la mar estaba serena, serena estaba la mar”, etcétera, y lo vuelve a cantar pero hacia atrás, empezando por “lu mur ustuvu surunu, surunu ustuvu lu mur”.
Rogelio y sus tías (coro). A mí las gaviotas no me picotean en la orilla. A mí el amor sí, claro, que me pica y me pica y me repica.
Mi mamá dice: “Para venir a la playa con tus hijas te hace falta hacer un viaje, te hace falta preparar un pozuelo con comida. A veces, para venir a Playa Larga o a Cayo Santa Lucía, lo que te hace falta es hojear una revista de Cuba Tour porque no podrás pagar para ir, al menos por ahora, y yo nunca he tenido un enamorado con dinero que me diga: todo este dinero es para ir a Playa Larga o a Cayo Santa Lucía, todo este dinero para que estés con tus niñas en un todo incluido. A veces, a mí me gusta soñar que vivo en otra casa; a veces me gusta decir que soy una flor o una mujer o una gata; a veces me gusta pensar que soy una conchita y que mis hijas me llevan un fin de semana a la playa, por lo menos a Varadero, alguna vez, cuando se acabe esta pandemia de mierda, y que puedo usar mi pareo floreado y mi pamela y mis chancletas, y mis niñas se dan cuenta de que yo vengo a la playa a pedirle un deseo a una santa, a pensar que tal vez, muy pronto, tendremos la posibilidad de comer camarones, langostas…”
Mi mamá se calla, se pone triste; todos usan el mismo modelo de chancleta, esa que dice Tropical, la de goma, la de la palma, la que resbala muy fácil y no sirve para ir a la playa.
Rogelio y sus tías (coro). Hacer un viaje tan largo para venir a soñar toda esta pinga. Es triste.
Yohayna. Rogelio y sus tías acaban de decir algo profético, anecdótico, poético, demasiado triste.
La abuela de Ricardo. Papo, ¿tú me puedes ayudar a explicarle a esta gente aquí lo que es “triste”?
Jose y Marien le enseñan a mi mamá una coreografía.
Ricardo mete en una bolsita de nailon unos libros que hablan de los insectos habituales en las playas cubanas. Ricardo ha estado, desde el principio, cumpliendo meticulosamente esta misión.
La abuela de Ricardo, decepcionada, saca el móvil para una videollamada secreta. Lo único que hace es mostrarle la playa a esa otra persona que responde a su videollamada.
Ernesto y Jorge besan al hipocampo de Marien.
La abuela de Ricardo mete el móvil en una bolsa de nailon para que no se moje, y se da un chapuzón con la videollamada en activo.
Mi mamá, cuando se da cuenta de que no puede seguirle el ritmo a Marien y a Jose, se va a untar dorador; es la cuarta vez en su vida que se unta dorador.
Yohayna coge rápido el paso, coge rápido la coreografía y añade el “paso del gusano”, que era un baile popular en las fiestas de los noventa en Cuba. En ese momento, creo, aparece una foto de la playa de los años noventa en la que no se ve nada, excepto la playa, claro, la playa.
Rogelio y sus tías se alejan, se ponen un traje de buceo, se meten en el agua, se quieren ir a estudiar las tortugas y que no les vengan a hablar de teatro ni de nada. Mi mamá no los ve cuando se meten, pero me dice: “Parecen sirenas”.
Ernesto y Jorge miran a las sirenas, se embobecen con el efecto místico de las sirenas, y encuentran en los “cantos de sirena” una rebeldía, una especie de ajusticiamiento que les erotiza mucho más que la androginia del hipocampo.
Los otros siguen bailando este tema:
Vamos a la playa
A mí me gusta bailar
El ritmo de la noche
Sounds of fiesta.
Vamos a la playa
A mí me gusta bailar
El ritmo de la noche
Sounds of fiesta.
You know we go
Where the feeling is right
You know we go
Where the groove is hot
You know we go
Where the feeling is right
(Feeling is right, feeling is right).
Vamos a la playa
A mí me gusta bailar
El ritmo de la noche
Sounds of fiesta.
Vamos a la playa
A mí me gusta bailar
El ritmo de la noche
Sounds of fiesta.
Amigos ¡que calor!
Esta máquina bailando
Vamos todos a la playa
Vamos todos a gozar
Baila baila (woo!)
Baila baila (woo!)
Baila baila (woo!).
* Es probable que continúe.
Chic(a)
Desde que nací sueño con una revolución chic(a), algo que parece imposible porque han creado la grandeza revolucionaria: big show machista que adopta muchas formas: la marca de un auto, los puños de un tipo, la ley mordaza, el viento agitado de la precariedad y el abuso de poder fálico, que te escupe en la cola: “Ciudadana, no pregunte más”.