Yo no tengo dólares

Si no eres economista, no opines de las medidas económicas. 

Levanto la mano: ¿Puedo al menos decir que no tengo dólares? 

No los tengo, baby, no los tuve. 

¿Los necesitas?

¿Qué tú crees?

A ver, déjame medir mi respuesta.

Si no eres objeto de medición, no opines de ninguna medida política, social, cívica, espacial… Es decir, no opines. 

Me llevo a la cara mi bozal, salgo a caminar. No es un bozal, es un nasobuco con la cara de Benjamin Franklin: un buen billete de cien dólares cubriéndome medio rostro. La gente no me repele, parece que les atrae el diseño, la impresión sobre tela, el estilo errabundo de moda monetaria. 

Las musarañas, los dólares. Los dólares, las musarañas. Las películas con asaltos y maletas desbordadas de billetes de dólares, muchos billetes, saltando en el aire. Las tantas veces que he soñado encontrarme una maleta negra con billetes gruesos, acomodados, bien ordenados, sujetados con una liguita rosa, que no pertenezcan a nadie. 

Las musarañas huelen a cheque, cheques bancarios, diamantes, y algo que yo no conocí, que se llamaba “diplotienda”.

Cuando digo musaraña o diplotienda, no me refiero al “mamífero insectívoro de unos 10 a 15 cm de longitud (cola incluida), de aspecto similar al ratón, con pelo corto, pardo oscuro en el dorso y gris en el abdomen, hocico puntiagudo, ojos pequeños y cola larga. Habita en madrigueras. Hay especies terrestres, semiacuáticas y arborícolas”. 

Cuando digo musaraña o diplotienda, me refiero al tiempo empleado en soñar con tener dinero. Algo que guarda relación con el clasismo, y que es equivalente a la pobreza.

Oh, si yo tuviera unos billeticos, qué diferente sería todo, ¿no? 

Compraría comidita por Mandao, me iría a unas fincas ecológicas, llegaría en carro a Baracoa, nada de prisa, todo sabroso como el queso de cabra que se produce en el territorio nacional, todo leve, moviéndome con rutas y chuladas, a comprar, a comprar, a comprar, a comprar comida de la buena.

Michel Houellebecq jamás escribió: “Yo no tengo dólares”. Michel Houellebecq solo escribió: “El dinero se vuelve la única idea, la única ley, / Estás realmente solo. Y te quedas atrás, atrás…”. 

Como paso de baile, me voy en ese gesto. Hoy parece que vivo en el atraso.

Sobre el atraso y otras cuestiones, Ángel Escobar disiente: “Yo no tengo dinero; / pero eso es otra cosa”. 

Entre otras cosas: casi siempre está la equivocación rondando. Yo siempre me equivoco, conservo mi derecho al desacierto. 

Una es musaraña, musaraña afelpada en asociaciones infantiles que van prendidas al aire, a la esquina de la habitación. Musaraña-maquinaria en reversa, película de cinta VHS haciendo ruido, rayándose por querer desacelerar, por insistir en revertir, correr la trama. Eres un buen musarañón antipoético a través del tiempo, pero no eres dólar, jamás serás dólar. 

Yo no soy dólar. 

Si no eres dólar, no puedes hablar del estado de una moneda en el mercado. Si no eres una moneda, mucho menos puedes referirte a las criptomonedas. Tu diletante retruécano mental debe resumirse en el musarañeo. 

Recuerdo guardar en el monedero un billete de 5 dólares canadienses que terminé regalándoselo a mi primo para que jugara. El billete estaba roto; no podía cambiarlo en una Cadeca, debía hacerlo en un Banco Internacional. Muchas veces pensaba: no tengo dinero, pero tengo estos cinco dólares. 

Guardé el billete rajado como símbolo, como promesa. Lo estuve guardando porque era inútil. La inutilidad del billete era tan axiomática, que no servía ni para hacerle un homenaje a Dalí: Ávida Dollars, anagrama despectivo de André Breton para referirse al pintor surrealista.

Que lluevan billetes, pensé.

Pero esto no es ni siquiera un sueño: es una pesadilla lamentable. Imaginar que las nubes son grandes piñatas y que habrá igualdad de condiciones en la caída del dólar es, cuando menos, una aspiración pueril. Los dollar tree que se compran en Internet para bares y restaurantes son falsos, son de goma, son una aliteración del árbol de Navidad. No espero la gran lluvia de dólares; de producirse, lo que caerá no será otra cosa que dinero del juego Monopolio. 

Tampoco quiero comprarme un árbol falso, antiecológico. Simplemente pensaba en Ávida Dollars, caminando junto a mí con un nasobuco que tiene la cara de Benjamin Franklin. El encuentro sería lo suficientemente surrealista.

Yo sé exactamente lo que es no tener nada, lo que es comer solo arroz y platanito frito, lo que es hacer una cola larga antes de la llegada de un ciclón para comprar pan en la panadería de Virtudes, entre Manrique y San Nicolás. 

Pero esto no un lamento. Se trata de una concatenación de experiencias que, superpuestas, hablan de lo mismo: esa mismidad que siempre es otra cosa. 

Una cosa es la gente que tiene familia en Miami, que recibe dinero de Estados Unidos; una cosa es la gente que necesita esa ayuda económica para comer. Otra cosa soy yo, mis allegados (toda mi familia cercana vive aquí), que no recibimos dólares, que nos los inventamos.

Quizás mañana vaya al banco y me haga una tarjeta en USD. Quizás cambie, por lo que sea, estos CUP o CUC que tengo y presuma del suficiente caudal para comprar unas chancletas en USD para mi mamá, o hasta para un gustazo en USD. 

Tener nada es lo más cercano a las musarañas: expresión bien fundada de lo minúsculo, lo nebuloso, lo torcido y lo metafórico que se encuentra en ese portal que las musarañas crean en cualquier habitación. 

Las musarañas no son excitantes: son la otra dimensión. Por supuesto que la necesidad es más real, mucho más real. 

Es mentira toda esa propaganda de la excitación por causa de la pobreza. Que una puede masturbarse en condiciones paupérrimas: verídico. Que una puede tener sexo en el suelo, en un parque o en un basural: verídico. Pero lo excitante no es el cuento de la cucarachita Martina con un dólar en la mano, lo excitante es la perdedera que tengo yo en todos mis órganos. Esa es una perdedera que pesa, como pesa el vacío, la cuchillada que vuelve una y otra vez a la abertura que hizo en la carne. 

La perdedera es un arma filosa. Nada me hace sentir más perdida que la palabra “diplotienda”. No es historicismo: es que el concepto me huele a navaja, a herida abierta. 

Si pudiera, me desaparecería. Como la muchacha de la tienda que, el día de la muerte de Daniel Muñoz, El Dany, me dijo: “Por eso hay que vivir la vida en ‘Modo avión’”. Y de la nada, abrió la caja registradora y empezó a llorar. 

Lloré con ella un minuto, en el Minimax; fueron exactamente sesenta segundos de lágrimas, pero ella cortó la situación (que quizás imitaba una película de Roy Anderson) para volver sobre su móvil. “Ya están los miserables difamando sobre su muerte”, dijo. Siguieron los sollozos, pero ya no era un momento entre ella y yo. Se nos acercó uno que estaba acomodando botellas de ron, le quitó el móvil de la mano: “A ver, ¿Yomil dijo algo?”. 

Tuve el impulso de saltar por encima del mostrador, de abrazarla y pedirle que me contara más sobre cómo se vive en modo avión. Había algo tecnológico y poético articulado en su pensamiento, algo que yo asocié a no saber cómo operar esta vida en modo activo. Pero lo que hice fue salir del Minimax. Deseaba comprarme unas cerezas que costaban 2.30 y lucían hermosas, apetecibles e inexactas como la vida. Nunca antes había visto esas cerezas. 

Hasta que no llegué a esa tienda, no sabía que estaba tan triste. No sabía que estaba tan triste hasta que vi la tristeza de aquella mujer. Pensaba que me importaban los dólares, pero no me importaban en absoluto.

Decir que vivo obsesionada con la muerte es abreviar mi visión sobre el tema. En madrugadas larguísimas, Calvert Casey me mostró la muerte como resistencia. En Piazza Morgana: “La muerte está aquí mismo, al igual que la vida, y es aquí donde me siento más próximo a ti”; un testamento que parecía relatar la materia de lo vivo: órganos, piel, deseo. 

Quizás me persigue la muerte a causa de la epilepsia de mi madre. La epilepsia siempre me ha parecido una forma de muerte. No hablo de miedo. Hablo de ver un cuerpo rebasando la muerte tras una convulsión. 

Quizás porque en la muerte es donde no hay ley alguna, ni gobiernos, ni medidas económicas: no hay otra cosa que lo finito.

Hoy en la madrugada he bebido un poco de ron, he pensado en las muertes presentes. Trato de ponerme en modo avión, porque han sido muertes jóvenes, injustas, inexplicables, muertes que no tienen ningún sentido. Cuando tu intersticio es la muerte, suele ser tortuoso el tránsito cotidiano, ese de estar aquí, entre los demás, entre lo normal: sobrevivir. 

Estás en modo avión. Dejas de desear, dejas de apetecer el dinero, de saborear las cerezas. No hay amor. Hacia atrás la cabeza, los ojos, en silencio. Hacia atrás con todo. Atrás, mucho más atrás, de espaldas, a lo largo de una casa. Caminas de espaldas hasta chocar con la baranda. Atrás. Caer en la hierba, levantarte y seguir caminando hacia atrás.

Esta madrugada yo soy la cajera. La cajera que deja su turno en la tienda y va al cementerio. La cajera que escucha una y otra vez “Amanece”, de Yomil y El Dany. La cajera con sus uñas, sus ojos almendrados, sus lágrimas de fanática, su teoría del modo avión y todo lo amoroso que cabe entre ella y el músico, algo demasiado honesto para esta realidad. La muerte entre nosotras, pensé. 

¿Vivir en modo avión es vivir en el intersticio entre la vida y la muerte?

Si no has muerto, no escribas sobre la muerte.

En esta madrugada, escribo.

A veces comienzo a escribir con una idea muy clara, casi siempre en el umbral de lo definido, lo demostrado; no importa si es delirante o poético, puedo ordenarlo todo antes de empezar a escribir. Ha sido un día tan trágico como absurdo: mientras buscaba comida en el Minimax y pensaba en los dólares, mientras lloraba, mientras bailaba. El cuerpo y el sudor son mejores escritores: casi siempre evaden toda presunción, todo lo maniqueo. El cuerpo y el sudor saben de la muerte. Las musarañas vienen a alimentarse de tus fluidos. ¿De qué se alimentan las diplotiendas?

¿Del sueño? ¿De la miseria? 

Terminas echándole cloro al nasobuco de Benjamin Franklin. Es bellísima la desaparición inmediata del símbolo. 

Por las primeras fotos de las tiendas en USD, parece que, además de cerezas, la gente podrá comprar espárragos. Debe ser que me metí en la dimensión incorrecta. La dimensión VHS, la dimensión fula de Breton, la que va siempre hacia esa otra cosa: la podrida.

Yo sé.

No sé vivir en modo avión.

No tengo dólares.

Estoy pensando en las cerezas. Rojas. Perfectas. Diminutas. 

Un cerezo que lo que da son muchos dólares: si lo riegas con amor, el cerezo te da dinero real. Ese con el que tú vives: CUC y CUP, no sé si lo sabes, es moneda surrealista.

Lo que me pone más melancólica y adolorida, aquello por lo que lloramos juntas la cajera y yo. Aquello que ya ha muerto muchas veces. Eso que, en esta madrugada, me da ganas de escribir: 

Caída. Vuelvo a chocar con la baranda. Vuelvo a caer. La caída de todas las monedas y todos los sueños. 

En modo avión parece que no te desconectas, simplemente te duelen las piernas, te duele la cabeza. En modo avión es más fuerte la agonía. Escribes y lloras, y todo se empeora, la cuchillada se hunde un poco más. La cajera y yo brindando, cantando, elevándonos. Las musarañas, los dólares. Los dólares, las musarañas. Un hombre joven muere. La muerte y nosotras, hacia atrás, atrás, atrás, atrás. 


Ilustración de cubierta: Sandra Ramos, 1996. «La mala costumbre». Etching. 50×80 cm.




La foto del hijo muerto - Martica Minipunto

La foto del hijo muerto

Martica Minipunto

De máquina respiradora a máquina respiradora, una muerte lenta. Nadie sabe por qué se muere el hijo que soy. Que nadie diga nada. Los médicos chocan entre ellos a la hora de decir cuál es el estado del paciente. Lo saben, pero no lo dicen. Tocan mi cabeza, pero no confiesan. De muertes a muertes, lo que aprendí no se lo digo a nadie.