Vivimos en un momento paradójico. Mientras los avances científicos redefinen los límites de lo posible, desde vacunas desarrolladas en tiempo récord hasta la exploración de los confines del universo, el negacionismo científico crece como un fenómeno preocupante en nuestra sociedad.
Este movimiento, que rechaza verdades científicas ampliamente respaldadas, desde el cambio climático hasta la seguridad de las vacunas, no es únicamente un producto de la desinformación o de intereses políticos y económicos. Creo, sinceramente, que también es una consecuencia directa de los errores cometidos por quienes arrancamos secretos a la naturaleza —es decir, los científicos— al comunicar nuestro trabajo.
La ciencia, en su esencia, es un esfuerzo colectivo basado en la observación, la experimentación y el debate riguroso. Sin embargo, para muchas personas, ha sido percibida como un ámbito inaccesible, lleno de tecnicismos y dominado por una élite intelectual. Este distanciamiento, en parte —no nos engañemos— responsabilidad de la comunidad científica, ha abierto un abismo que ahora es ocupado por pseudociencias y teorías conspirativas.
Un ejemplo palmario es el debate sobre el cambio climático. Durante décadas, quienes nos dedicamos a la ciencia hemos sido incapaces de comunicar con claridad la magnitud de la crisis que enfrentamos. A pesar de un consenso abrumador, el lenguaje técnico de los informes resultaba incomprensible para la mayoría de las personas.
Mientras los datos se acumulaban en gráficos complejos y proyecciones distantes, los intereses negacionistas se apropiaron del vacío comunicativo, reduciendo la discusión a eslóganes simplistas como “el clima siempre cambia” o “no hay pruebas concluyentes”.
Otro de los fracasos más evidentes en la comunicación científica ocurrió durante la pandemia de la COVID-19. A pesar de que las vacunas de ARNm son uno de los mayores logros de la biomedicina moderna, las contradicciones en los mensajes públicos alimentaron la desconfianza.
Fallamos estrepitosamente en la comunicación de los efectos secundarios de las vacunas. En lugar de contextualizar riesgos mínimos dentro del marco de beneficios inmensos, se presentaron cifras que, desprovistas de comparación, parecían alarmantes. Esta falta de claridad fue un terreno fértil para los movimientos antivacunas, que no dudaron en magnificar temores infundados, desde la infertilidad hasta el supuesto magnetismo causado por las dosis.
En esa época también se evidenció la disociación entre las administraciones políticas y las estructuras científicas. Por ejemplo, en los primeros meses de la pandemia, las autoridades inicialmente desaconsejaron el uso de mascarillas para el público general, solo para revertir esa recomendación más adelante.
¿Los motivos? Por una parte, no había mascarillas para todos y pensaron que sería mejor decir que no eran necesarias, mientras que por otra, no había una prueba científica fehaciente, aunque la experiencia y el sentido común nos decía que sí funcionaría.
Entonces vino el cambio de recomendación. Y, aunque ya estaba basado en nuevas evidencias científicas, la percepción pública fue de inconsistencia y falta de transparencia.
Mas la cosa no se queda ahí. Un problema recurrente en la comunicación científica ha sido la falta de humildad al interactuar con el público. En lugar de establecer un diálogo, muchos científicos adoptaron un enfoque unidireccional, asumiendo que la sociedad aceptaría sus descubrimientos sin cuestionamientos.
Esta postura, que algunos han llamado “el síndrome de la torre de marfil”, no solo es contraproducente, sino que refuerza la percepción de que la ciencia es autoritaria y desconectada de la realidad cotidiana.
Para buscar un ejemplo ilustrativo nos vamos a finales del siglo pasado: durante el escándalo de Andrew Wakefield en 1998, cuando publicó un estudio fraudulento que vinculaba la vacuna triple vírica con el autismo. La respuesta inicial de la comunidad científica fue despreciar las preocupaciones de los padres, en lugar de abordar sus miedos con empatía y evidencia clara.
Aunque el estudio fue desacreditado, el daño ya estaba hecho. Hasta el día de hoy, el movimiento antivacunas utiliza este episodio para alimentar su narrativa.
A todo esto, hay que añadir el detalle que vivimos en una época distinta. En la era digital, las redes sociales han transformado la forma en que se difunde la información. Sin embargo, la ciencia ha tardado en adaptarse a este nuevo ecosistema, mientras que los movimientos negacionistas han aprendido rápidamente a aprovecharlo.
Contenidos simplistas y emocionales, como videos que prometen “revelar la verdad oculta”, tienen más probabilidades de volverse virales que un artículo científico denso y repleto de referencias.
En contraste, las iniciativas de figuras como las astrofísicas Katie Mack y Teresa Paneque, el profesor de inmunología Alfredo Corel y el neuroinmunólogo Jesús Fernández-Felipe, quienes aprovechan plataformas como Twitter, Instagram y TikTok para explicar conceptos complejos con humor y claridad, evidencian que la ciencia puede adaptarse con éxito a los nuevos formatos digitales. Pero son esfuerzos individuales y aún insuficientes para contrarrestar el aluvión de desinformación que inunda nuestras plataformas digitales.
Entonces, nos asalta una pregunta a responder: ¿cómo puede la comunidad científica corregir el rumbo?
En primer lugar, es fundamental reconocer que comunicar ciencia no es una tarea secundaria, por el contrario, debe ser un componente esencial de la investigación. No basta con publicar en revistas especializadas; los científicos deben aprender a traducir su trabajo en narrativas accesibles, emotivas y relevantes para la sociedad.
Con esto último tenemos un problemón y para muestra, un botón.
Cierta vez, conversando con una muy buena amiga, me confesó: “Eduardo, desde que dedicas tiempo a la divulgación científica tu prestigio como científico ha caído”.
A lo que respondí: “Siempre he hecho divulgación. Incluso, cuando no existían los canales online de ahora, me empeñaba en divulgar ciencia a quienes tenía alrededor. Además, mi producción sigue yendo en accenso”.
¿Su réplica? “Ya, será un perjuicio, pero es así. Si divulgas, aunque sigas al pie del caño en el laboratorio, se te considera de segunda”. Y ahí lo dejo…
En realidad, lo que debemos hacer es fomentar una mayor colaboración con profesionales de la comunicación y divulgadores. Personas como Neil deGrasse Tyson o Jane Goodall han demostrado que es posible conectar con el público sin sacrificar el rigor científico. Estos ejemplos convendrían que fueran la norma, no la excepción.
Por último, la transparencia debe ser un pilar central. Reconocer errores y explicar los cambios en las recomendaciones científicas no debe interpretarse como un signo de debilidad, sino como una fortaleza inherente al método científico. En un mundo saturado de información, la honestidad y la claridad son nuestras mejores herramientas contra el negacionismo.
La experiencia indica que la batalla contra el negacionismo no se ganará únicamente con más datos o estudios, hay que acompañarlos con una comunicación efectiva, honorable y humana. La ciencia debe abandonar su pedestal y acercarse a la sociedad para informar e inspirar. Porque, en última instancia, el conocimiento no pertenece a unos pocos, sino a todos.
Quienes hacemos ciencia debemos construir puentes en lugar de muros. Tal vez así podamos recuperar la confianza perdida y avanzar hacia un nuevo mundo iluminado por la razón. ¿Sueño?
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Por Phil Elwood
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