En un mundo donde la tecnología avanza a velocidad lumínica y los desafíos globales requieren respuestas fundamentadas en evidencia científica, la alfabetización científica de la sociedad se alza como un imperativo ineludible.
Sin embargo, a diario vemos con mucha preocupación que el relato gana al dato. Día sí y día también, nos enfrentamos a una paradoja inquietante: mientras que la ciencia nunca ha sido tan accesible, la desinformación y la incultura científica proliferan, alimentando decisiones erróneas en todos los ámbitos.
La ciencia como brújula en tiempos inciertos
“Ser culto es el único modo de ser libre”, escribió José Martí (aquel al que luego le adjudicaron otras muchas responsabilidades que ni de lejos poseyó) y tenía razón.
Mas ser culto no sólo significa haber leído a Alejo Carpentier, Virginia Woolf y Albert Camus; tampoco basta con poder identificar las aristas creadas por Remedios Varo, Salvador Dalí y Jean Michel Basquiat; entre las exigencias, deberían lucir la Teoría de la Relatividad, las leyes de la Termodinámica, los Principios de la Genética, y un largo y científico etcétera.
Por otra parte, la alfabetización científica no se limita al conocimiento de conceptos técnicos o fórmulas complejas; implica la capacidad de interpretar información, distinguir hechos de opiniones, y cuestionar fuentes con criterio.
Es, en esencia, una brújula que guía a las sociedades en un paisaje cada vez más inundado de datos, opiniones y ruido mediático. Sin ella, las personas están desprotegidas ante la manipulación y, aún más, las democracias mismas corren el riesgo de naufragar en océanos de desinformación.
Un ejemplo ilustrativo de la vulnerabilidad que genera la falta de cultura científica lo encontramos en los bulos propagados durante la pandemia de la COVID-19.
Uno de los más persistentes fue la falsa creencia de que las vacunas contenían microchips diseñados para controlar a la población. Esta falsedad, aunque absurda desde una perspectiva científica, encontró terreno fértil en millones de personas, nutriendo el movimiento antivacunas y embrollando los esfuerzos para lograr la inmunización masiva.
Como resultado, hubo un incremento en las hospitalizaciones y muertes evitables, además de prolongar la crisis sanitaria y económica. Este episodio expuso, con crudeza, los peligros de una ciudadanía incapaz de distinguir entre ciencia, opiniones y conspiración.
Políticas erradas y la incultura científica en los líderes
Desafortunadamente, no es sólo la población general la que sufre por la falta de alfabetización científica; los líderes políticos y las instituciones también han demostrado carencias alarmantes.
En el contexto del cambio climático, por citar un ejemplo casi atemporal, se han tomado decisiones que subestiman o directamente ignoran las evidencias científicas.
Estados Unidos, uno de los mayores emisores de gases de efecto invernadero, anunció en 2017 su retirada del Acuerdo de París, bajo una administración que negaba el consenso científico sobre el calentamiento global.
La acción debilitó los esfuerzos internacionales para mitigar la crisis climática. Otra vez se subrayó cómo el analfabetismo científico en posiciones de poder puede tener consecuencias globales.
De manera similar, decisiones políticas como la promoción de tratamientos no avalados científicamente (la hidroxicloroquina contra la COVID-19 fue uno de ellos) reflejan una peligrosa desconexión entre la ciencia y la política.
Estas acciones generan confusión y erosionan la confianza pública en las instituciones científicas y sus expertos, algo que tarda años en recuperarse.
La desinformación: un cáncer para la sociedad de hoy
La era digital, con sus infinitas posibilidades de acceso a la información, ha resultado ser un arma de doble filo. Si bien internet democratiza el conocimiento, también ha amplificado las voces de la pseudociencia y las teorías de conspiración.
De hecho, los algoritmos de las redes sociales (diseñados para maximizar el tiempo de permanencia de los usuarios) tienden a priorizar contenidos sensacionalistas y emocionalmente impactantes, todo ello con independencia de su veracidad.
Así, un bulo sobre los efectos mágicos de un ficticio compuesto anticancerígeno puede alcanzar millones de reproducciones, mientras que los desmentidos de los expertos quedan enterrados en la maraña de información.
Con tristeza, vemos que noticias falsas se difunden en las redes sociales hasta seis veces más rápido que las verdaderas. Este fenómeno tiene un efecto devastador en temas críticos, que van desde la seguridad alimentaria hasta la aceptación de tecnologías innovadoras, como los organismos genéticamente modificados o la energía nuclear.
Sin herramientas para discernir la calidad de la información, los ciudadanos se convierten en diana fácil de la desinformación, adoptando posturas que, en ocasiones, van en contra de sus propios intereses.
La alfabetización científica como antídoto
Frente a este panorama, la alfabetización científica se perfila como el antídoto más eficaz contra los males generados por la desinformación y la incultura científica.
No se trata sólo de incluir más asignaturas de ciencias en las escuelas, sino de fomentar una cultura que valore el pensamiento crítico desde la infancia hasta la adultez.
Es imprescindible enseñar a las personas a formular preguntas, buscar evidencias y comprender la naturaleza provisional y autorreguladora del conocimiento científico.
Además, los científicos debemos jugar un papel crucial en este esfuerzo. Más que nunca, hay que salir de los laboratorios y participar activamente en la comunicación pública.
Iniciativas como los hilos explicativos en Twitter, los canales de divulgación en YouTube y los podcasts científicos están demostrando ser herramientas excelentes para acercar la ciencia a un público amplio.
No obstante, estos arrojos deben ir acompañados de pericias que fortalezcan la confianza en los expertos y contrarresten la narrativa de que la ciencia es inaccesible o elitista.
Una vez más: que el relato no gane al dato.
Un futuro posible, pero no garantizado
De cualquier manera, debo reconocer que la alfabetización científica no resolverá todos los problemas de nuestra sociedad, pero sin ella es difícil imaginar soluciones sostenibles y equitativas.
Un público informado es más propenso a adoptar comportamientos responsables, apoyar políticas basadas en evidencia y resistir la manipulación. Más allá de eso, una ciudadanía científicamente alfabetizada está mejor equipada para imaginar futuros posibles y trabajar colectivamente para lograrlos.
Estoy convencido de que es fundamental recordar que la ciencia no constituye un conjunto fijo de verdades, sino un proceso dinámico y colaborativo que se nutre de la riqueza de diversas perspectivas.
Fomentar el interés por la ciencia y su comprensión, beneficia a la comunidad científica y empodera a las personas, brindándoles las herramientas necesarias para navegar en un mundo cada vez más complejo.
La pandemia, el cambio climático y la revolución tecnológica han demostrado que la alfabetización científica ya no es un lujo; todo lo contrario, es una necesidad, y urgente. Invertir en ella es una cuestión de justicia social y supervivencia colectiva.
Si queremos construir un futuro donde las decisiones individuales y colectivas estén guiadas por el conocimiento, y no por el miedo o la desinformación, debemos actuar ahora.
La ciencia, entendida no como un cúmulo de conocimientos, es una de las mejores herramientas que tenemos para comprender y mejorar el mundo.
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