Recientemente la revista Nature —la biblia de la ciencia actual— publicó un artículo donde se expone una preocupante realidad: el impacto negativo de los dispositivos y la hiper conectividad en el desarrollo de la ciencia.
Su lectura me trajo a la mente un debate que tuve con un amigo filósofo sobre cómo habría sido la historia de la ciencia si Einstein, Bohr y compañía hubieran tenido WhatsApp.
Según él, la colaboración instantánea habría potenciado la creatividad y la resolución de problemas, llevando a descubrimientos aún más revolucionarios. Yo, humildemente, estuve en desacuerdo. A veces se nos olvida que, para crear, se necesita el silencio.
Nuestros días están repletos de Twitter o X, videollamadas, WhatsApps, mensajes de voz, correos electrónicos, Instagram, ordenadores, Smartphones y ese largo etcétera que llena el espacio y el tiempo de las personas modernas.
La realidad es que más dispositivos digitales equivalen a menos tiempo para concentrarse y, por supuesto, para pensar. De hecho, un estudio ha demostrado que la ciencia se está volviendo menos disruptiva, a pesar de que ahora se publican más artículos y se conceden más subvenciones que nunca antes.
¿Por qué?
Quizá la respuesta está en una frase muy española que siempre me ha hecho gracia: “vamos a toda hostia”. Lo que significa que corremos a gran velocidad. Algo que, aparentemente, nos posibilitaría llegar antes. Pero, para arrancar secretos a la naturaleza, debemos observarla detenidamente. Y esto significa hacerlo con tiempo y sin distracciones.
Todo parece indicar que necesitamos aplicar tres verbos: parar, soltar y pensar. Es imprescindible disponer de tiempo para la reflexión. Es decir, concentrarse sin interrupciones.
En este sentido, el sistema tampoco ayuda. La carga de gestión, evaluación y reporte de resultados se ha convertido en uno de los principales enemigos de la ciencia. En general, quienes están al mando piensan que hacer ciencia es un acto que se reduce a rellenar cuadrantes, hacer informes y tener las cuentas de los proyectos saneadas. El tiempo necesario para generar una hipótesis, plantear una teoría, analizar datos y escribir un buen artículo es algo que no saben que debe existir.
En el artículo de Nature al que hago referencia al inicio de esta columna, se ilustra el actual malabarismo sin propósito que hacemos al imaginar a alguien trabajando dentro de un buzón físico.
Imagínate abrir y leer cada carta en cuanto llega, y empezar a redactar una respuesta, incluso mientras caen más cartas en el buzón, todo ello intentando hacer tu trabajo principal que, en el caso de los científicos, es pensar para crear.
En mi experiencia personal, me he percatado que la existencia del WhatsApp en su versión para ordenador y la hiper-conectividad por redes sociales y correo electrónicos, me reduce enormemente la capacidad de resolver un problema científico.
Antes, al llegar a una encrucijada me detenía en ella y pensaba en todas las posibles soluciones. Hoy, cuando llego a un callejón aparente sin salida, me distraigo contestando WhatsApp y correos electrónicos.
Esto, es muy peligroso, ya que “engañamos” al cerebro haciendo algo que ha tenido éxito porque lo hemos terminado (me refiero a responder mensajes), mientras que el verdadero problema científico queda sin solución.
Si bien las tecnologías nos ofrecen muchas ventajas, también presentan nuevos desafíos. Comprender cómo estas influyen en nuestra capacidad de pensar nos permitirá encontrar soluciones y crear ecosistemas de trabajo más productivos y creativos.
Quizá no sea descabellado tener entornos libres de la “instantaneidad”, para volver a ser los científicos creativos que fuimos.
Abela a pesar de Abela: una rumba en la Galería Zak (I)
Cuando se fue a París, Abela era en Cuba un artista promisorio entre los nuevos, es decir, entre aquellos interesados en explorar un arte cubano moderno. Cuando regresó, venía respaldado por los triunfos que había conquistado allí como artista.