A las múltiples irreverencias de Aventuras de Juan Quin Quin (1968), de Julio García Espinosa —presentación de la figura del guerrillero como antihéroe, reciclaje de géneros cinematográficos: comedia, aventura, western y melodrama, desde una fuerte voluntad paródica; narración fragmentaria que vulnera la estructura original de la novela Juan Quinquín en Pueblo Mocho (1964) de Samuel Feijóo, unida a elementos de farsa, picaresca, novela de caballería e historieta—, el crítico Michael Chanan suma la tendencia a la sátira religiosa, al afirmar que “la película es militantemente atea” (véase Luciano Castillo & Mario Naito: 1968: un año clave para el cine cubano, Ediciones ICAIC, 2018, p. 59).
Este nuevo matiz abre un camino de posibilidades a la hora de entender las circunstancias del desnudo en la trama, vinculadas también a cierta proyección misógina, patriarcal y sexista. A estos efectos, en una de las primeras escenas del filme, el cura (Manuel Pereiro) le dice a Juan Quinquín (Julio Martínez) en su faceta de monaguillo: “Jachero es un bribón y todas esas mujeres con las que se va a la taberna son unas perdidas. Todas las mujeres de este pueblo están poseídas por el demonio”.
Tal opinión, en la voz de la autoridad religiosa, nos adelanta los prejuicios con que se ve a los personajes femeninos en el relato.
Asumo que esos ataques están dirigidos, principalmente, a una joven de generosas curvas que va muy seguido a la iglesia a pedir la bendición y a confesarse, la cual figura en los créditos como Muchacha voluble. Todo parece indicar que es la puta del pueblo, pues en una oportunidad el cura le aconseja: “No puedes estar hoy con un hombre y mañana con otro (…) como si fueras una mariposa”. En ese instante, la jaula del león pasa a toda velocidad cerca de ellos y la chica, asustada, se arroja irónicamente a los brazos del padre; lo cual puede interpretarse como una burla al sermón o el choteo a la palabra divina.
Por otro lado, después de una pelea de gallos (esgrima simbólica del poder masculino) de la que salen ilesos Juan y Jachero (a pesar de la estampida y la persecución policial) aparecen en pantalla dos mujeres semidesnudas recogiendo agua en el río. Esta escena, acompañada de una música sospechosamente frívola, constituye una suerte de guiño a las ring girls (chicas que anuncian el próximo round en los juegos de boxeo); de forma que su misión en el filme es servir de pausa (cortina) entre una y otra peripecia del protagonista (y su ayudante), además de encarnar el típico fetiche sexual de la mirada masculina.
La Rubia (Nancy López) lleva ropa de rumbera, mientras La Negra (Mayda Limonta) está envuelta en su toalla con una flor en el pelo, en lo que pudiera ser un desnudo integral (sugerido). Ambas posan para la cámara de forma hierática, antinatural, como si dieran vida a una postal criolla o modelaran una sensualidad de laboratorio.
Cuando Juan y Jachero se tropiezan con ellas, la mesa está servida. Cada una devora con fruición un plátano: “la comida del mono”, dice La Rubia de forma jocosa (sustitución pronominal de discretas felaciones, diría yo); mientras los caballeros se reparten dos naranjas, extraídas de un sostén colgado en la tendedera de ropa (evidente alusión a los atributos femeninos). Julio García Espinosa, ha orquestado una escena orgiástica desde el minimalismo simbólico de las frutas y las mordidas; un banquete rural donde los cuatro personajes se devoran sin tocarse.
Mi sospecha de antes se confirma cuando estas dos mujeres aparecen en una función del circo Cheche. Primero encapuchadas (en absoluto anonimato), hasta que se desvisten al ritmo de una música pegajosa y vemos otra vez sus cuerpos semidesnudos. La sensual coreografía no solo resalta la belleza natural de las actrices, sino también el contraste racial entre ellas. Aunque aquí se les ve más convincentes y espontáneas en el desempeño de sus roles, no pasan de ser “refrescadores de pantalla”, personajes muy secundarios, porristas de tiempo intermedio, en lo que desentierran a Juan Quinquín en su faceta de cirquero, la estrella principal del espectáculo.
Otra escena interesante en la que el director ridiculiza la fe religiosa, es cuando después de representar teatralmente a Jesús en la cruz, Juan Quinquín anuncia la próxima función del circo y sale medio desnudo a la calle para buscar a Teresa, quien anda acompañada de una niña que le pide “al actor” fotos y estampitas de Jesucristo.
Como va mal vestido, Juan Quinquín se cubre el cuerpo con una sábana para seguir hablando con ellas. En eso es sorprendido por el padre de la muchacha, que le reclama muy ofendido: “¿Y a usted no le da pena con esa ropa?”, refiriéndose a su disfraz, a su desfachatez. Teresa lo defiende con ingenuidad: “Papá, que es una persona decente (…). Papá, que es Dios”. A lo que el padre responde: “Yo no creo en personas decentes (…). Yo no creo en Dios”.
Lo simpático de esta situación es que Juan se olvida del personaje de Cristo una vez finalizada la obra, y sin cambiarse de ropa se precipita en busca del romance, cambiando el martirio por el placer libidinoso. La iluminación nocturna imita el tenebrismo del Barroco pictórico, la cámara repasa los detalles del torso masculino crucificado; luego la visibilidad disminuye gradualmente por el uso del paño y el misterio de las sombras.
Más adelante, Jachero es herido por los mercenarios y rescatado por un niño en medio del campo. Hay un corte brusco y aparece una joven campesina dispuesta a curarlo y a ofrecerle hospitalidad. Él la ve como una ensoñación virginal; ella le pregunta con dulzura si le ha gustado “el pastel de sardina” y él contesta: “es mi preferido”, “el mejor que he comido en mi vida”.
Entre ambos personajes se produce un zorreo evidente, marcado por el uso reiterado del plano/contraplano que denota el intercambio de miradas, y por el tono pícaro de los diálogos, que roza el doble sentido. García Espinosa nos ha vuelto a pasar gato por liebre, utilizando la metáfora de la comida y los códigos del lenguaje para aludir a coqueteos sexuales (imaginarios), en un contexto a todas luces estéril.
La sátira religiosa regresa cuando intercambian sus nombres, los cuales resultan ser María y José (según Jachero); otra referencia bíblica, tergiversada aquí en función de la nota humorística. Antes de despedirse, este la mira por última vez, mientras observamos en pantalla una nubecilla de diálogo, propia de los cómics, que ilustra su pensamiento. Allí se lee la expresión: “¡Bueno soy! ¡Buena es! ¡Buena está!”.
Creo que esta solución es polémica, pues el registro desciende a unos niveles de popularidad y chabacanería tal vez anacrónicos para la época, aunque ciertamente usuales todavía. Por lo visto el argot no ha cambiado mucho en los últimos sesenta años.
De todos modos, Jachero amanece ahorcado y ella muere de un balazo a campo abierto. Así que toda posibilidad de que llegaran juntos al orgasmo queda trunca, anulada, por una caprichosa dramaturgia.
Por último, analizaré la secuencia más importante entre el protagonista y su amada, aunque sus cuerpos no se muestren explícitamente desnudos. Teresa (damisela “en apuros”) se baña en el río con un vestido blanco (símbolo de pureza). Juan la sigue con la mirada (voyeur) y se lanza al agua en pantalones (héroe). Los cuerpos se aproximan sin emitir una sola palabra (amor platónico). Él se queda con el vestido en la mano después de que ella se zambulle inesperadamente (fetichismo).
Ahora Teresa (Adelaida Raymat) está presumiblemente desnuda bajo el agua, pero no se le entrega. Ambos se distancian para evitar el roce. Luego ella vuelve a vestirse y sale corriendo. Cuando Juan la toma por fin en sus brazos, llegamos a apreciar sus curvas debido a la transparencia del vestido mojado —otro desnudo integral (sugerido) que se desvanece en la campiña cubana—; entonces interrumpe Jachero para dar malas noticias.
Aunque algunos pudieran afirmar que este jugueteo silente y caricaturesco encierra una intención erótica, yo me arriesgaría a decir que se trata de una anestesiante muestra de recato virginal. No en vano habíamos visto anteriormente a la pareja descansando bajo un árbol, en cuyo tronco aparece dibujada una serpiente como símbolo del pecado original entre Adán y Eva.
En este sentido, el desmontaje risueño de pasajes bíblicos, asociados a la desnudez o la intimidad de los personajes en Aventuras de Juan Quin Quin, no es más que una burda estrategia para evadir su representación cabal, al tiempo que sitúa a la mujer (según ha dicho Berta Carricarte) en esa polaridad excluyente de virgen o puta, reiterada por Hollywood como parte de su ideología vertical y machista.
A estos efectos, el propio Michael Chanan cita un artículo de la estudiosa Anne Marie Taylor, quien señala: “(…) las mujeres todavía están vestidas y actúan como objetos sexuales explotados y la intención de García Espinosa de satirizar tales roles no puede compensar su reproducción más o menos directa de estos códigos sexistas” (Castillo & Naito, Ob. Cit., p. 58); opinión que comparto y he intentado demostrar con este análisis. Donde la mayoría ve una cinta híbrida, transgresora y experimental, yo veo las manquedades éticas de un hombre nuevo que mira al pasado folclórico y el despropósito de un cine imperfecto que entroniza la figura del bufón, ante una sociedad que vive la historia como un circo.
Enrique Colina y el bochornoso espejismo de la tauromaquia insular
Sirva esta columna para decirle adiós a quien, desde su legendario programa 24 x segundo, nos enseñó los secretos del lenguaje cinematográfico en Cuba. Nuestro gremio se duele con su pérdida. Enrique Colina era un intelectual inconforme, un comunicador excepcional y un cineasta divertido.