Dania mía:
El 27 de mayo de 1933 Martin Heidegger aceptaba el cargo de rector de la Universidad de Friburgo. Como comprenderás, un suceso de tamaña trascendencia académica —lo veremos enseguida—, que convirtió en dirigente de esa alta casa de estudios al filósofo más famoso de la pensadora Alemania, no podía dejar de ser una solemnidad que debía celebrarse de una manera científica, así que Heidegger escribió y pronunció un discurso que publicaría luego con el título de La autoafirmación de la universidad alemana.
Todos hubiésemos querido estar ahí, levantar el brazo ahí, en ese mitin de reafirmación de nuestra identidad, que suele estar infirme. ¡Qué día entre los días, Dania! Era el autor de Ser y tiempo, y ser y tiempo al fin coincidían en alguien, en él, en su conducta, trascendiendo su cabeza.
Se le escuchó una comunicación llena de fascinante energía —¡aquellos años locos! ¿verdad?—, como nadie le había escuchado nunca, pues Heidegger, qué fama podía tener de orador ni de jefe, si solo daba clases en esa Universidad de Friburgo y escribía una filosofía distante de cualquier dato que no fuera ella misma, uno de cuyos pivotes era, eso sí, la autenticidad del ser y de la vida, y a esos cuarenta y cuatro años que iba a cumplir entonces —para que no te desanimes con las arrugas, Dania, para que veas que la vida puede renacer después de los cuarenta—, no se le había conocido el más mínimo interés por la política.
Hay quien dice que, para entonces, Martin se consideraba a sí mismo como el único filósofo después de Heráclito, puesto que escribía sobre la Autenticidad del Ser. En algún momento la gente tiene que meterse en algo, en lo que de veras quiere, sin tanta represión ni sexualdemocracia. Tú misma sabes que yo nunca he combatido la libertad de cambiar. Te aclaro que Heidegger había sido invitado al cargo debido a la renuncia de un sexualdemócrata que solo duró unos días en él (asediado por la gente que ya te imaginas, por la historicidad de la fecha).
Bueno, no quiero ser extenso, porque acabamos de tener un apagón. El hecho es que Martin decidió que era su oportunidad para organizar la Universidad —y, por lo tanto, Alemania, y mucho más tarde el mundo y el universo— según el principio que se estaba poniendo de moda por primera vez después de Heráclito; esto es, que de ahí en adelante, según la mejor tradición de Aristóteles-Platón-Sócrates, íbamos a tener al fin República, aunque con el nombre de Reich —para lo cual solo bastaba autoafirmarse en la autenticidad—, pues la Universidad de Friburgo —me preocupa la toponimia, ¿no habría forma de traducirlo con menos bigote al español?— iba a ser en lo adelante, gracias a Heidegger y solo a Heidegger y siendo él la ley, organizada auténticamente según el Führerprinzip.
“La comunidad de los que siguen —comenzó Martin—, profesores y alumnos, solo se despierta y fortalece arraigando auténticamente y en común en la esencia de la Universidad alemana. Pero esta esencia solo alcanza claridad, rango y poder si, ante todo, los propios dirigentes son en todo momento dirigidos; dirigidos por lo inexorable de esa misión espiritual que obliga al destino del pueblo alemán a tomar la impronta de su historia”.
Los subrayados son míos, Dania, no del discípulo que traduce fielmente führer por dirigente y que confiesa que en este discurso no podemos encontrar la habitual prosa poética y filosófica de Martin, sus definiciones originalísimas, su abisal profundidad. No, para nada. Parece que también le fallaba el idioma griego, aunque él opinaba que solamente en ese idioma, y creo que también en alemán, se podía de veras filosofar, pues el discurso termina con una frase de Píndaro que dice: “Todo lo grande está en riesgo de perecer”, pero que él tradujo al alemán como: “Todo lo grande está en medio de la tempestad”, Alles Grosse steht in Sturm.
Clarito: Sturm, es decir, también: asalto. ¿SS? (Aunque el gran Adolfito pereció primero que sus tropas de asalto, luego de que la tempestad de bombas cayera sobre Friburgo y Brisgovia y Berlín).
En el otoño declararía a un periódico: “Ni los dogmas ni las ideas son las reglas de nuestro ser [subrayados míos]. El Führer mismo y solo él es [subrayado de Heidegger] la realidad alemana actual y futura, y su ley”.
Es o más bien era la realidad de lo que se llama la coincidencia entre ontología, ética y filosofía de la historia, en una forma auténtica, revolucionaria y radical. El filósofo no quería ideas —ya ejercía las suyas, que eran las únicas, pues eran el mismo Ser manifestándose, aunque sin Hegel—, sino un hombre: un hombre de verdad con la verdad y con unas manos… de príncipe. Deseche lo que dice el Führer, decía Martin, mire sus manos.
Sí, Dania, una filosofía con temperatura viril. Igual de reflexiva fue la conducta del führer filosófico, que en su mandato de menos de un año acabó con los católicos (lo habían educado en eso, y resultó inauténtico) y con un profesor de química que luego iba a obtener el premio Nobel. Podrás suponer lo que se armó en la Universidad con un dirigente, para decirlo piadosamente, que nunca había dirigido nada y al que no le gustaba, fino que era, tanto papeleo. La gente mala se puso a murmurar que ahí nada funcionaba, a pesar de ser el rector el hombre más inteligente de todos, el que tomaba las decisiones sin consultar a los tontos —fiel, fiel al Prinzip—, luego de haber puesto a sus amigos al frente de todos los decanatos.
Uno no siempre está a su mayor altura, y hay que tener piedad con la gente inteligente que tanto bien nos hace. Es verdad que Martin tampoco pudo prever que en la comida solemne subsiguiente a la solemnidad de la Toma de Posesión en Friburgo, el führer de por ahí —vamos a llamarlo agente inexorable— ya le diría que la plataforma ideológica subyacente en el texto recién leído le parecía más bien un “nacionalismo privado”. Seguramente quiso decir paja mental, pero los agentes saben ser inauténticos con la Academia.
Con todo, Martin no era tan torpe como para no darse cuenta de que el adjetivo suponía una contradictio in adjecto para el agente, que fallaba en entender que el Ser Nazi se manifestaba privadamente y con mayor altura y pureza en el Rector. Y de circunstancias como esa, y de la oposición que le hizo la derecha y la izquierda y los envidiosos de su genio, etcétera, resultó su renuncia meses después, pues no quiso meterse con los judíos, hay que reconocerlo: unos cartelitos que se negó, heroicamente, a poner.
Recuerda, Dania, que el primero de mayo de ese año 1933, Martin había ingresado —aunque nos dice que por puro trámite, para garantizar su Prinzip— en el Partido Nazi. Se ha probado que siguió pagando la cuota hasta que cesaron los últimos bombardeos, por puro pánico, después de haber cavado trincheras y haber sido desde luego marginado, vigilado y amenazado hasta el último día del glorioso destino, eso sí, inexorable, por el que se había sentido arrastrado, según él mismo cuenta en el documento con el que —durante el proceso de depuración de las universidades alemanas posterior a la Caída de los Dioses— se defendió oportuna y exitosamente de ese momento de entusiasmo, que cualquiera sufre a esa edad.
De esto no tengo certeza, pero quizás el comité depurador estaba integrado por otros profesores, que no eran católicos, ni de química, y que no habían huido sino permanecido fieles a la autoafirmación de su universidad. Se pudo probar que Martin había sido considerado peligroso casi al final, porque seguía instruyendo a judíos en la idea griega del ser, etcétera.
¿Insistiremos, oh río de Heráclito, en negarnos a la verdad del asunto?
¿Acaso no es cierto que el error fue no de Martin, sino de Adolfito, que con Martin perdió la oportunidad que ya había perdido, no sabemos por qué, el pobre Alejandro con Aristóteles, siendo así que Adolfito no era gay (aunque su muñeca doblada hacía atrás provocaba dudas a los agentes norteamericanos sobre su autenticidad en el ser) y no tenía por qué sentirse confundido por una relación efébica (en el sentido bueno de la palabra) con Martin, que le iba a enseñar la ciencia griega del Ser para enfrentar el Destino, y luego surgirían las Aventuras?
¿No resulta conmovedora la afirmación de que “en el movimiento que llegaba al poder vi, entonces, la posibilidad de unir y renovar interiormente al pueblo y una vía para encontrar su destino en la historia de Occidente”?
¿Tú te imaginas lo que hubiese pasado con Occidente, e incluso con Oriente, y con el Sur que todavía no existía, si esa renovación interior se hubiese producido, encabezada por la ciencia existencial de Martin: ese profundo deseo de autenticidad, de ser bestia de verdad, que él, como Nietszche, propugnaba?
¡Cuánto pierde la humanidad por no seguir a la gente inteligente, rubia y auténticamente bruta, Dania! ¡Si Adolfito hubiese podido llegar a una universidad, sobre todo a la de Friburgo!
Al final de su vida Herr Heidegger terminó pensando que la función del pensar y del poetizar es preparar la llegada de un dios, si existe. ¡Gente brillante, asere (digo, Dania)! ¡Gente alemana! ¡Existencialista! ¡Con alforjas repletas de conceptos para un viaje cortísimo! ¡Al fin casi se atreve a ser él mismo, después de haber sido ateo!
Y entonces, Dania mía, ahora que Occidente considera razonablemente que su democracia es una desgracia, pues permite que la tralla llegue al poder, por mayoría de la roña, quiero terminar pidiéndote piedad para otros artistas —o mejor: actores de la historia de menos categoría— con los que ni siquiera se puede intentar un bonche de este tipo, por falta de rango germánico, y que se sienten inspirados o arrastrados por un destino inexorable, revolucionario y auténtico.
Uno no tiene la inteligencia de ellos, la capacidad para distinguir entre la solidaridad y el crimen —esos refinamientos del pensar que se remiten, por lo menos, a los eunucos de Bizancio—, y menos aún la santidad imprescindible para no distinguir entre el bien y el mal algunas veces, cuando me conviene, y otras veces sí.
Tú sabes que en el fondo son buena gente, asere. Acuérdate de aquellos rones que nos soplamos juntos.
Cuando se conforme la comisión depuradora, vamos a verlo más claro.
A menos que, democráticamente, por mayoría abrumadora de votos en votación desde luego secreta, nos vuelvan a depurar otra vez.
Notas:
Cf. Martin Heidegger: La autoafirmación de la universidad alemana (Estudio preliminar, traducción y nota de Ramón Rodríguez), Editorial Tecnos, Madrid, 1989.