Habría que repetirlo con todas las sílabas, como un mantra: el 2 de julio de 1920 nace en La Habana Eliseo Julio de Diego y Fernández-Cuervo, uno de los nombres mayores de la lírica del idioma.
Nacido bien, criado mejor, crecido como un mago, útil por siglos, Eliseo Diego es el poeta cubano arquetípico, hijo noble de una época de esplendor de la palabra en la patria.
Después de haber perdido a Casal, a Martí, a Juana Borrero y a Carlos Pío Urbach, parecía que el esfuerzo de la independencia nos había dejado sin escritores. La primera generación republicana nos dio un trío de autores recordables: Boti, Poveda y Acosta, de los cuales solo sobrevive hoy, más allá de la arqueología literaria, el segundo. Villena se suicidó como escritor para fracasar como político. Guillén Batista alcanzaría fama política a través de la literatura, y ahí quedó.
Pero a partir de 1910, empiezan a nacer los escritores. Lezama y Feijóo bastarían para poner a un país en la dignidad máxima de la creación literaria: autores de rango épico, personalidades sociales, monstruos de la expresión. Gastón Baquero dio un solo poema a ese nivel, y luego insinuó que se había equivocado, pero lo dio. Y con Eliseo Diego, Cuba adquiere un gran escritor en tono de cámara, como completando y profundizando este despliegue inaudito de la literatura en un país pobre, extraviado y marginal.
De Diego y Fernández-Cuervo pasaría su infancia en una quinta de las afueras de la capital. Eran los primeros años veinte, vacas gordas con el azúcar a buen precio. El hijo de un comerciante de antigüedades crece vestido como un niño de una retrasada belle époque: trajecito de marinero, viaje a Europa a los seis años, habla inglés porque se lo oye a su mamá desde la cuna, fe católica, educación esmerada y costumbres cultas.
Las vacas flacas expulsan a Eliseo de estos campos elíseos, pero el futuro poeta siempre conservará, sin el menor alarde —manifiesto en la renuncia a la partícula “de” en la firma de su apellido—, una aristocracia cubana natural, real, sin dolo ni pecado, tan grave como amable o divertida. El aristos, lo mejor, será la marca de este hombre bueno, siempre orientado a una cultura de la vida y de la palabra, distante sin esfuerzo de la plebeyez nacional, que le merecería siempre una piedad profunda.
Antes de cumplir los cuarenta, este joven privilegiado ha constituido familia, ha regresado a la quinta sin renunciar a la casa del Vedado —la familia aspira a otra casa en Varadero—, y se ha convertido en lo que sería ya siempre: un poeta dominado por una gracia abisal, capaz de ver lo que nadie y de decirlo con envidiable perfección.
En 1958, a los 38 años, se niega a repartir su poemario Por los extraños pueblos, su visión del país, puesto que el país está sumido en una guerra civil. Cuando la guerra termina, el país que había engendrado a esta figura ejemplar se derrumba en unos meses. Nada de fe católica, ni costumbres culteranas, ni literatura perfecta. Esos colmos de civilización burguesa son declarados un pasado muerto al que no se volverá jamás.
Eliseo Diego tiene que entregar la quinta a esos tipos de clase alta que pasan por proletarios para ocultar la plebeyez esencial, irredimible, de sus almas. En plena madurez, Eliseo Diego es sometido a una presión destructiva. Está a punto de irse al exilio cuando, según su testimonio, Dios lo detiene.
El aristócrata se niega a abandonar su reino. Yo doy gracias por esa decisión que, en la perspectiva de los años, resultó asombrosamente útil.
Recuerdo aquel día de 1973 cuando cayó en mis manos Nombrar las cosas, el compendio de la poesía de Eliseo publicado en La Habana por Ediciones Unión. Un libro de pequeño formato, de elegante diagramación y cubierta, de buen papel, de letra diminuta y preciosa, con aquellos poemas inmortales. Como para no creerlo, en medio de una cantidad aplastante de libracos sucios repletos de literatura llamada coloquial o conversacional.
Eliseo usó el recurso conversacional cuando le pareció conveniente (y de hecho, el primer poema cubano de esa tendencia es “Carta a César Vallejo”, de Fina García Marruz). No era una cuestión de poética, sino de ausencia de poesía, incluso de traición a la poesía. Al margen del asunto político —pues una poesía que pretendía ser no más que prosa picada, cuando no era ni mala prosa, rimaba muy bien, aunque sin rimas, con la plebeyez socialista—, los renglones cortos de la época nos atragantaban con unas croquetas de sentimentalina y moralina pequeñoburguesa y revolucionaria que nos dejaban con la misma hambre que padecíamos en la mesa.
Pero ahí estaba ese aristócrata de la humildad para saciarnos. Eliseo se quedó en Cuba, y eso le permitió iluminar al adolescente que era yo entonces, y vaya usted a saber a cuántos. Durante los años setenta y ochenta, él fue el paradigma del gran poeta vivo entre nosotros, sobreviviendo en un entorno de hostilidades disimuladas y confusiones comprobables.
El quedado pagó un precio, como todos. Todavía en los sesenta escribe y publica uno de sus grandes poemarios, Muestrario del mundo o libro de las maravillas de Boloña. Es la época del Paradiso de Lezama. Son ecos de un tiempo que acababa de ser fusilado. En la década del setenta se desploma la literatura cubana, no solo la de los que se quedan, sino incluso la de los que emigran: Cabrera Infante nunca recuperará la altura de Tres tristes tigres, escrita en los sesenta. Carpentier puja una novelona áulica y otras muy chiquitas. hasta Guillén Batista desaparece.
Y a la par que los escritores consagrados bajan de nivel con unanimidad pasmosa, se impone la literatura realmente socialista de la humildad del yo, del Complejo de Sierra Maestra —que predicaba el silencio voluntario de todos aquellos que no habían tenido la virilidad de meterse a guerrilleros, incluso si el sujeto era gay o no había nacido todavía—, del desaliño formal y de mal olor, del ateísmo galletero, de la policía contra los adjetivos en los talleres literarios, de los premios literarios otorgados por los militares, de las páginas intercambiables por colectivismo nato, de los poemas colectivos preconizados por El Caimán Barbudo, de la mediocridad y la estupidez convertidas en paradigmas necesarios de la nueva incultura sucialista.
Pero ahí estaba Eliseo Diego.
¿De qué manera?
El gnomo de un cuento suyo respondería: no sé cómo.
Ahí estaba Eliseo Diego, escribiendo y publicando sus poemas, sus narraciones, sus lucidísimos ensayos, un gnomo extraviado en este universo. En los ochenta lo asediaban con entrevistas: el país literario sabía lo que tenía en él. Nos habían enseñado a odiar la poesía pura por mentirosa o inútil, y allí estaba un poeta puro, cada vez más verdadero e indispensable, cada vez más leído, no sabíamos cómo.
Los cazadores de gazapos ideológicos ya preparan el venablo envenenado: que Eliseo hizo concesiones (jamás en poética o religión), que se llevó bien con los poderosos, que viajó como funcionario cuando nadie podía viajar, que le escribió un soneto a Sandino, etcétera. Sí, sí, santísimos escrutadores del patín ajeno. No ser santo era, y es, precisamente la mayor utilidad y la prueba absoluta de calidad de este poeta, hombre bueno radical, católico amante de las jovencitas, desentendido en el fondo de las agonías de la historia, que en su edad mayor jugaba a los soldaditos con un mapa, un mapa que es uno de los grandes emblemas de nuestra literatura.
Sabía que el mundo es agónico, como la Cruz. Y se reía de él. Porque él era un poeta. Su cruz era dar testimonio de la poesía para el prójimo, empezando por sus compatriotas. Y con una aplastante sencillez, sin renunciar al mantel blanco o a la misa dominical, a los besos de las jóvenes o al humor contra los farsantes, dio el testimonio como pudo y nos ayudó, y nos ayuda hoy a todos.
Porque hay dos lecciones de Eliseo Diego que debiéramos tener presenta ahora. Una es la integridad del mensaje propio del escritor, que es una de las variantes de la profecía, y que puede y debe atravesar las circunstancias de la historia, sean las que sean, mediante la apasionada lealtad del escritor a sí mismo, a esa palabra que se dice en él y que él debe cuidar a cualquier precio (incluyendo las concesiones en asuntos de segundo rango, que solo pueden ser rechazadas por el santo o el héroe). Y la otra, es el talante de persona encargada de semejante ministerio público.
Eliseo se inclinó gentilmente aquí o allá, pero acabó huyendo a México. Siempre fue él: católico y sabio, veedor y humorista. Depresivo crónico, sin daño contra nada ni contra nadie. Discretamente burgués, sabiendo que así complacía y engañaba a los burgueses mayimbes. Con la modestia que le aseguraba su principalía irrenunciable.
A su alrededor, proliferaba la confusa fauna de los escribidores Uneacos, que siguen carentes de una obra que suba la Calzada de Diez de Octubre sin Carlos Manuel de Céspedes, pues al Jesús del Monte nunca lo vieron en la transfiguración de la poesía.
Jóvenes colegas: las noticias son óptimas. Pertenecéis a un país de gran literatura, donde ya celebramos, uno tras otro, los centenarios de nuestros maestros, comparables con los de cualquier otra distinguida nación. Estamos llamados a crecer y a triunfar por siglos.
Huyan de la traición a la palabra y de la banalización del talante y de la vida, y gánense la aristocracia de un centenario caliente en el siglo próximo.
De Diego lo ha logrado, por la gracia de Dios y la solidez de su esfuerzo.
¿Por qué no tú?
Por la victoria de la raza negra en el cosmos
Sigo viviendo en un barrio de negros. Hay delincuentes, sí, pero mis conflictos, hasta ahora, son únicamente con los dictadores blancos.