Acampado en la finca La Matilde de la llanura camagüeyana, el Mayor General Ignacio Agramonte vuelve a leer la circular del Secretario de la Guerra del 30 de septiembre de 1869.
Está en desacuerdo.
Al joven abogado, convertido en el plazo de unos meses en un líder militar indiscutible, no pueden gustarle las orientaciones del Secretario: prohibía, en su regla inicial, la circulación en el territorio de la República Cubana de los periódicos, proclamas y cualquier escrito del enemigo “cuyo relato y espíritu sean calumniar a los patriotas, infundirles terror por medio de sus amenazas y ponderando sus recursos para hacernos la guerra y disminuyendo los nuestros para combatirlos”.
Supongo que al abogado comenzaba por disgustarle ese “desestilo”, signo ya de una ausencia de cultura y de pensamiento.
La regla segunda establecía la obligación de denunciar y entregar esos textos al jefe militar más próximo, para que este los entregara al Secretario. Como si no tuviesen confianza en los generales, pero sí tiempo para el trámite.
La tercera y más sincera disposición permitía juzgar “como traidor y como agente del Gobierno español” a quien ocultase o hiciese circular esos textos.
Divertido: el Secretario proponía fusilar o ahorcar al Mayor General por leer periódicos españoles. Además, el General debía chivatearse a sí mismo.
Uno de los mitos de la Historia cubana establece que fue la democracia la que nos hizo perder la Guerra Grande. Que la Cámara amarraba a los militares. Que la Cámara discutía.
Un breve examen del exitoso país de enfrente nos deja claro que el Congreso de las Trece Colonias no aprobó la Declaración de Independencia hasta 1776, aunque hacía más de un año que se peleaba; para esa decisión fundamental, los desacuerdos entre los congresistas eran muchos. Y el Congreso nombró General en Jefe a un coronel, Washington, hacendado con experiencia militar.
Antes y después de la independencia norteamericana, las Cámaras fueron lo que son hoy: asamblea de discutidores feroces. Incluso después de la independencia hubo broncas y tiros.
Pero aquel Congreso tenía cuatro ventajas decisivas sobre la Asamblea de Guáimaro: habían practicado el autogobierno por más de un siglo, sabían entenderse para triunfar, tenían dinero y contaban con militares de carrera. (Aunque Washington dijo que habían reclutado “un ejército de generales que no obedecían a nadie”, que es lo que los cubanos conocemos con el título de caudillismo. Incluso su general más cercano resultó ser un espía).
Las vicisitudes del liderazgo cubano en la Guerra Grande no salieron de la democracia de Guáimaro sino, entre otras cosas —la recuperación de España después del intento de República y la falta de apoyo exterior, que fue enorme y decisiva en el caso los Estados Unidos—, de no contar con las ventajas anteriores.
Los militares que fracasaron en la guerra culparon a los políticos demócratas, incluso a la democracia en sí misma. Y ese juicio se mantiene hasta hoy, sin el más mínimo examen de por qué esos militares tampoco ganaron las dos guerras siguientes.
La independencia no la podían ganar en batallas, como no la ganó Washington en Saratoga, sino Franklin en París al obtener un crédito de los franceses: el Parlamento inglés decidió que el gasto iba a ser excesivo y optó por reconocer una independencia que, a la larga, los beneficiaría económica y políticamente, como ha ocurrido hasta hoy.
Si bien las actitudes de varios líderes militares y políticos de la Guerra Grande resultan indefendibles, la democracia no tuvo la culpa del fracaso. Así lo declara José Martí al fundar el Partido Revolucionario Cubano un 10 de abril, fecha de la Constitución de Guáimaro.
Pero aún es 1869, y los cubanos alzados en armas confían en una rápida victoria política y militar. No se han hecho demócratas para ganar: luchan porque son demócratas. La democracia no es para ellos un procedimiento que pueda suspenderse, o desecharse, a fin de obtener la independencia. Saben, además, que si no hay democracia durante la guerra, habrá una dictadura después.
El patriciado cree en esos valores. La democracia es el fin, el objetivo por el que se está dispuesto a morir. Napoleón Arango es asesinado y arrastrado por el Casino Campestre de Puerto Príncipe. Amalia Simoni ha renunciado a sus encajes para ir a parir en el monte: no ocurrió cuando la apresaron, pero pudo haber sido violada y asesinada por la soldadesca.
Ahora Ignacio recibe la circular del Secretario y, en vez de aterrarse con el supuesto daño de los periódicos españoles, escribe de inmediato a la Cámara de Representantes, para protestar como ciudadano.
El ciudadano Agramonte acusa a la circular de inconstitucional. Es, tal vez, la primera ocasión en que un ciudadano cubano establece un recurso en defensa de la Ley de leyes. Precisamente porque entre nosotros —por si no se ha notado antes— nunca nadie se ha creído demasiado que exista o que pueda existir alguna ley, mucho menos una Ley.
Y para el que imagine a un liberal sin sentido de la realidad —el mismo que está construyendo, desde la nada, un temible ejército—, resulta que Agramonte añade que la circular es inconveniente e ineficaz. Y lo argumenta.
La inconstitucionalidad, según el Mayor, viene dada porque la circular traspasa las facultades del Ejecutivo: “El Gobierno debe gobernar, debe hacer ejecutar las leyes de la Cámara, pero el Gobierno no legisla, o mejor dicho, no debe legislar”. Y es inconveniente porque los patriotas devoran las páginas de los periódicos españoles “ávidos de noticias del enemigo porque nos convienen para mejor hacerle la guerra”. Y es ineficaz porque no será obedecida: “ningún tribunal de la República aplicará ese artículo” que condenaba a traición a los lectores de periódicos españoles.
Este último argumento revela lo que siempre se ha ocultado en la lucha de los militares contra el pueblo demócrata: que la democracia era popular, pues la gente se sublevaba por ella, y el autoritarismo no.
En el Diario de Campaña de Martí, volveremos a encontrar esas contradicciones. La palabra del delegado civil frente al segundo jefe militar: “el país, como país, y en toda su dignidad representado”.
Y con esta idea, el país se reunió poco después en Jimaguayú, recordando a sus dos líderes democráticos, desgraciadamente ausentes. La pasión mambisa por la democracia era real, y era popular.
Vosotros me diréis —los que vivimos alrededor de Guáimaro todavía hablamos así—, que todo esto es arqueología, digna de los académicos de la Mesa Redonda. Pero en esta carta Agramonte ha detectado, enfrentado y denunciado el virus criollo del despotismo. Ahí es donde radica lo importante.
El Ejecutivo ha propuesto una negación de la libertad de información, “como si solo el Gobierno supiera discernir lo verdadero y lo falso, lo bueno y lo malo, como si solo en él residiera la ciencia, y el pueblo viviera en eterna infancia conforme a la doctrina que sirve de base al despotismo y que tan conocida nos es porque la oímos durante cuatro siglos de boca de los opresores que combatimos”. Pues “había cosas que no podían sernos conocidas, que no debían decírsenos, que no debíamos oír”.
La inutilidad de la persecución de la libertad de información queda probada por la sublevación mambisa: “Bajo esa predicación constante de la prensa española que ahora se quiere alejar de nuestros oídos, nos levantamos para sacudir el yugo”. Sin embargo, parece que el propio Gobierno revolucionario “ha heredado de los déspotas la máxima de que el pueblo se engaña fácilmente y se extravía con discursos y artículos de periódicos”.
Martí lo dirá de otra manera: “El delito de haber sido esclavo se paga siéndolo durante mucho tiempo todavía”.
En efecto, durante los treinta años de lucha por la independencia, se enfrentaron el espíritu democrático de los que propugnaba un cambio verdaderamente revolucionario, capaz de construir un país sobre bases modernas, y el de los autoritarios y continuadores del atraso español, quienes se impondrían una y otra vez para obstaculizar la conquista de la independencia y poner al país en manos foráneas, generar autocracias y dictaduras y, finalmente, construir el socialismo.
Ignacio Agramonte defendió la libertad de información, según expresa en esta carta, como parte de “los derechos imprescriptibles de los hombres”. Su tropa estaba sitiada por una árida llanura, y por las fuerzas de uno de los mayores imperios de la tierra, pero no se excusa en ninguna debilidad para hacer prescribir los derechos. Porque ellos son la energía, el poder, la certeza de la victoria.
En cualquier país donde estos derechos se han defendido de manera consecuente, el país ha prosperado. En el nuestro, su olvido permanente, tanto en el pueblo como en sus líderes, ha conducido al desastre que tenemos hoy.
El abogado Mayor General era un teórico de la democracia y un hombre con un sentido práctico capaz de atravesar siglos.
En cuanto a la circular del Secretario, fue mandada al carajo por la Cámara en Armas en 1869.
Sin embargo, mantiene toda su vigencia en los tiempos que corren.