El viaje más largo

A pesar de que Leonardo Padura Fuentes (La Habana 1955) ha dedicado buena parte de su obra a un género entretenido y popular como el policial, nadie debe confundir esto con la falta de estudio, seriedad y consagración a su trabajo de escritura. Es un hecho palpable que leyó decenas de novelas policiales antes de empezar a escribir las suyas y dejó un libro de ensayo al respecto titulado Modernidad, posmodernidad y novela policial. 

Incluso, si él llegó a pensar que las aventuras de Mario Conde terminaban definitivamente en Paisaje de otoño, lo cierto es que la increíble recepción de sus lectores ha provocado que el personaje se libere de su demiurgo y Conde —en la creación de este personaje Padura tuvo un acierto capital— se ha convertido en nuestro Sherlock Holmes tropical, y más ahora que llegó al cine. 

La expansión del novelista había dejado fuera de foco al antiguo corresponsal. Motivado por ese desbalance me sentí con ganas de hacer algo que creía imposible: hojear un Juventud Rebelde de los años 80, pues salvo raras excepciones —los escritos de Ciro Bianchi o Graziella Pogolotti—, solo me atrae de ese semanario la cartelera televisiva, la sección de humor de la contraportada y las noticias deportivas. Y entonces me acosan ingenuas preguntas: 

¿Cómo pudo abandonarse a tal grado la sugerencia visual y el rigor literario de los periódicos cubanos? ¿Acaso no tenemos ya crónicas investigativas llenas de observación e ingenio, herederas de las crónicas de José Martí y Julián del Casal en el siglo XIX, las de Carpentier en el XX o las del ya legendario Lunes de Revolución? 

Prueba de que esto no es una quimera es que Leonardo Padura empezó profesionalmente su camino de escritor como periodista. Momento irrepetible de su vida (1983-1990) en que pudo investigar y novelizar la historia de Cuba. Sus crónicas, junto a las de Ángel Tomás González y las fotografías de Baldrich, convertían a estos ejemplares en un objeto guardable, a diferencia del no elevado destino de los actuales. 

Para saber cómo se fragua un novelista habría que visitar aquellas páginas reagrupadas en 1994, con edición de José Rodríguez Feo, intelectual propiciador de tesoros culturales: las revistas Orígenes y Ciclón, la pintura vanguardista cubana, los Cuentos fríos de Virgilio Piñera o este invaluable libro de Padura: El viaje más largo (Ediciones Unión, 1994). Veintisiete investigaciones poetizadas en las cuales un viajante llega a un lugar olvidado y comienza a dar vida con su palabra, conocimientos y sensibilidad, a un esplendor ya extinto. El ejercicio más meritorio que conozco en este sentido es “Las ruinas indias”, de José Martí, escrita para La Edad de Oro en 1889. En este caso, la imaginación del escritor es tan prolífica que se inventa el viaje para evocar el pasado. Martí, el más rentable de cuanto periodista haya existido, solucionaba sus crónicas sin gasto alguno de pasaje, desde su oficinita neoyorquina de Front Street. Ese texto, por ejemplo, dedicado a los niños de América, logra transportarnos en tiempo y espacio a lo que fue la belleza de Tenochtitlán azteca y, aleccionadoramente, con un pie en las piedras mexicanas, deja al aire la siguiente alerta: mientras los americanos nos subvaloremos, nos mantengamos desunidos y seamos pasto de dictadores, siempre estaremos destinados a la conquista y al saqueo. 

Antes fuimos una nación receptora de almas, hoy desperdigamos hijos a los cuatro vientos.

He ahí el gran reto: el cómo quitarnos el maleficio de una triste historia repetida cíclicamente con algunas variaciones. Semejante a Martí cuando dijera: “Para conocer a un pueblo se le ha de estudiar en todos sus aspectos y expresiones: ¡en sus elementos, en sus tendencias, en sus apóstoles, en sus poetas y en sus bandidos!”, Padura necesita igualmente redescubrir Cuba con las voces dispares de opulencia y pobreza, los que hicieron fortuna, los que fracasaron en el intento, los que tocaron la gloria o nunca llegaron a ella: proxenetas, boxeadores, rumberos, políticos, terratenientes, chinos, gitanos, heladeros, pescadores, todo sirve y se justifica para esta magna empresa de evocar a un país. 

Antes fuimos una nación receptora de almas, hoy desperdigamos hijos a los cuatro vientos sin medir consecuencias y laceraciones. Cuando el Quijote le prometía una y otra vez la ínsula a Sancho, ¿estaría profetizando el deseo por la isla de Cuba? Sacando las intenciones declaradas de grandes potencias por esta porción de tierra: España, Inglaterra, Estados Unidos, cuánto habitante llegó al Caribe en el siglo XIX y primera mitad del XX con sueños de fortuna. Ilusionados quizás por aquellas cajas de puros que mostraban una hermosa cubana, con un tabaco encendido en una mano y los campos de caña de azúcar al fondo y escala de todos los puertos. 

Padura reconstruye entonces el caso de los chinos, aquella raza burlada hoy convertida en la gran fábrica del mundo. La picaresca no es solo cosa de Guzmanes y Buscones y mucho infeliz oriental llegó a esta isla para ser birlado. Todavía queda la frase popular: “engañado como un chino”. Rememora el cronista entonces el 2 de enero de 1847 cuando la fragata Oquendo salió del puerto Amoy en el primero de los viajes rumbo a Cuba. Familias separadas que nunca se reencontraron. La gran mayoría hombres que ni siquiera pudieron ahorrar los 400 pesos del pasaje de regreso. Gracias al novelista Eça de Queiroz, el mandarín Chin Lan Pin pudo conocer el trato abusivo que recibían los asiáticos en las Antillas y en 1877 se interrumpieron estas falsas contrataciones. Los que sí lograron cierta prosperidad fueron los provenientes de California. 

En 1858 en la calle Zanja esquina a Rayo, Chung Leng abrió el primer negocio de comida y a este le siguieron bodegas, quincallas, droguerías, venta de frutas, helados o lavanderías. Empezaba el florecimiento del barrio chino de La Habana. Pero se detuvo el flujo migratorio con la Revolución de 1959. Se espantaron los californianos con la nueva ley de nacionalizaciones. Envejecieron los habitantes, se marchitó el espacio. Adiós colorido de tiempos pasados. Muchos decidieron esperar la muerte con serenidad y obediencia. Padura los interrogaba anticipando al Mario Conde detective. Uno de ellos, ya tropicalizado, Luis Ing, ante la pregunta: “¿Qué es lo que más recuerda de su país?” contestó: “La miseria, que obliga a emigrar a la gente. Así que es mejor no acordarse mucho ¿verdad?”. 

Desde esta crónica, inconscientemente, ya estaba tomando forma la noveleta La cola de la serpiente (1998) en donde Conde debe solucionar el asesinato de uno de estos ancianos en el ya otoñal barrio chino habanero. Al escritor le seducen estas migraciones formadoras: por sus fracasos, por sus proezas. A ellas dedicó un considerable número de entregas. La Revolución haitiana, por ejemplo, facilitó la oleada francesa. Uno de ellos, Prudencio Cassiamajour cubanizado a Casamayor, veía con ojos diferentes al resto. Encaramado en la Gran Piedra, en el corazón de la Sierra más alta de Cuba, donde otros veían montañas con florestas, él observaba lomerío de cafetales. Los gitanos, por su parte, maestros del estaño, reparaban cuanto caldero roto encontraran a su paso y leían la buenaventura en las palmas de las manos. Un alemán emprendedor se enamoró de una discreta y elegantísima haitiana y juntos le dieron vida al legendario cafetal Angerona y a una de las más increíbles historias de amor decimonónicas. 

Y qué decir de los catalanes, que hacen panes de las piedras. No creyeron en el terrible calor que dificulta el trabajo. Encontraron vetas de fortuna por todas partes. Sarrá se convirtió en el rey de las farmacias. Gener se hizo de una vega de tabaco en San Juan y Martínez y de la legendaria marca Hoyos de Monterrey, aunque tiene el estigma de haber dado la orden de fusilamiento de los ocho estudiantes de medicina. Mientras Bacardí, en Oriente, creaba los toneles de ron añejo más cotizados del mundo. Pero la isla también ayudó a la belleza de Cataluña y buena parte del presupuesto de Las Ramblas de Villanueva y La Sagrada Familia de Gaudí salió de las fortunas amasadas en Cuba por Francisco Gumá y Joan Güell y Ferrer. 

Una grisura que amenaza todo y lo vuelve propenso a la depresión.

Muchos lugares cubanos son como los sueños del rey egipcio de vacas gordas que se tornan flacas. De abundancia y riqueza a carestía y olvido. Baracoa vivió la fiebre del guineo. Todos se abastecían de exportar la fruta de plátano a los Estados Unidos. Desde el maquinista del tren hasta el remador del río Toa cuentan al cronista la danza de los billetes. Pero todo se desploma cuando el inversionista extranjero cambia de abastecedor y llega entonces la maleza a tragarse aquella prosperidad. 

Peor aún el pueblo desaparecido de El Bagá que perdió sus almacenes y sus gentes con la fundación de Nuevitas, o el agitado caserío de los Cocos en Casablanca, del cual solo quedan los horcones. El escritor visita las ruinas de proyectos humanos idos para siempre. Todo es vanidad, como reza el Eclesiastés. El melancólico paisaje de un espacio envejecido: la antigua Maestranza de Artillería de La Habana, el castillo Averhoff del reparto Mantilla, las minas del Cobre, San José de Bellavista, la antigua casa de recreo de los Sánchez Galarraga, el ingenio Santa Isabel en la llanura camagüeyana o la sequedad del barrio El Calvario. 

Asimismo, las novelas de Padura tienen esta sensación de una belleza que se escapa como arena entre los dedos. Pasado entusiasta que ya no se alcanza a apuntalar. Mario Conde ojea calles con latones que desbordan basura, soportales infestos de orines y una grisura que amenaza todo y lo vuelve propenso a la depresión. Pero a su vez, personaje y escritor son obstinados románticos que se construyen sus poco conocidos héroes, sus grandes amigos y buscan en ellos fuerzas de vida y estímulo de trabajo. A qué quejarse del mal tiempo si David García tuvo que convertirse en Bill Scott para llevar dinero a la casa. Sustituyó a un boxeador y aguantó la paliza para entregarle a su mujer los setenta pesos de la canastilla, o Alcides Fals Roque, pescador de Cayo Romano que conoció a Hemingway y resistió las más increíbles plagas de mosquitos. O el percusionista Manengue que andaba con un cencerro para la vaca en el bolsillo, y al sorprenderle un compromiso de trabajo, empieza a tocarlo junto a sus tambores y sin querer descubrió uno de los sonidos más cubanos que marca el paso de los bailadores. Mientras, el inigualable Chori revolucionaba los bares de la playa de Marianao sacando música de todas partes. 

Pero nada sobrepasa a la crónica sobre la muerte de Chano Pozo, donde ya se nos devela la gracia y el instinto de razonamiento del futuro Mario Conde. Cuánta maestría en esa alternancia de voces, en esos paisajes de ciudades entre Nueva York y La Habana, y todo bajo la simbología del rojo y la víspera de la Santa Bárbara, como punto culminante de la muerte del irrepetible percusionista y el inicio de la leyenda: decirle adiós al cuerpo y darle la bienvenida al mito. 

No menos admirable es la narración de Juan Gualberto Gómez y villa Manuelita, donde el escritor-periodista es capaz de novelar la información y hacer familiar y querido a un personaje de nuestra historia y a una casona testigo de tantos visitantes, al punto que años después sirvió de oasis a Virgilio Piñera en los años en que quisieron despojarlo de toda resonancia literaria e influencia en los jóvenes, aunque para el autor de Electra Garrigó reservó Padura el genial homenaje de su novela Máscaras (1997). 

Podríamos catalogar entonces a este escritor como un degustador de pasados. Mucha de la nostalgia de este periodismo primero pasó a su obra posterior. Sus títulos nos trasmiten ese ejercicio de enfrentarse con la historia y cuestionarla desde el presente: La memoria y el olvido (2015), Entre dos siglos (2015), Pasado perfecto (1991), Paisaje de otoño (1998), Adiós, Hemingway (2001), Según pasan los años (1989), La neblina del ayer (2005), La novela de mi vida (2002) o El hombre que amaba a los perros (2009). Gracias a este primer paso como periodista se hizo el viaje más largo de la obra de escritor. Y lo principal: Mario Conde, personaje, se ha alimentado por años de estas mismas soledades —sus preocupaciones son las de una generación de cubanos—, y expectante y distanciado espera lo por venir.

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