Las dos primeras líneas legibles en Talud (Bokeh, 2018), de Aleisa Ribalta Guzmán, resultarán definitorias: “Viste una foto del otoño, / te pareció que allí faltaba algo”.
Esa manera de acelerar un libro desde cero corresponde —descubre uno después— a una estrategia de viaje con destino. No hay carretera previa, y el trayecto va siendo construido a medida que avanzamos. Pavimentar caminos de lenguaje agreste para hacerlos transitables. Bacheo del vacío para fijar la vía de lo real, de su sentido, el cual se inclina con frecuencia en la pendiente aguda de un talud inexpugnable.
Lo suyo es una brega de patchwork, retaceo y recosido en busca de un compuesto nuevo o de —acaso— un destilado muy distinto del común. Pero —valga la pregunta—: ¿no es tal la acción intrínseca, natural a la poesía: tomar pedazos de realidad, cortarlos y pegarlos en procura de que expresen otra cosa, y denoten otra nota?
Puede que sí, podemos contestar, aunque sin olvidar, como nos dice Aleisa, que “sigue faltando algo”, y es asunto del lector dejarse conducir a su velocidad o no. Arribar es lo que importa, sin importar a qué.
Uno va leyendo líneas (continuas, discontinuas) mientras pasan. Uno ve la arquitectura de contrastes, los percibe. Y ve páramos de pronto fértiles, bosques a los que corta un claro, y ábsides. Porque quien va, va creando su paisaje a través de la ventana de su viaje. Y así hasta que uno llega hasta la “Urbe de la nada”, y “ninguna ciudad se ama como esta” (p. 23). El lector se encuentra entonces en la calzada de acceso a este constructo literario de una poética muy propia.
Por otro lado, Tablero [Editorial Verbo (Des)nudo, Santiago de Chile, 2019], aunque especie de continuo simultáneo de Talud —y viceversa—, nos viene a demostrar que estamos frente a un proyecto poético cuajado en acción ascensional. Cuando un tablero se inclina termina en un talud; cuando un talud se estabiliza el resultado es un tablero por el cual hay que subir para encontrarse. Es por eso que el trazado de este segundo libro también es el de un viaje, pero del tipo expedición (vale decir: amplificado), de modo tal que cada pieza se mueve por sí sola tras el cobro de otra pieza o muerte en jaque del tablero de otro patrón, alternando oscuro y claro, en el que los declives representan lo difícil, complejo, fosco, y las planicies la diafanidad.
La referida calzada se nos presenta entonces con el efecto óptico de un camino interminable (como en “un múltiple caer de ramas” —indica nuestra poeta—: el ramalazo de aquella dicha de Babel que, según Lope, pero al revés, alcanzó a su rival de letras Góngora). Pero no es este exactamente el árbol, ni el único, de esta calzada de ingreso al libro, y Aleisa sería barroca solo por vía de la proliferación, por aquello… “qué le hiciera escoger entre todos un árbol, solo uno, aquel / al intuitivo explorador de las veredas, decir aquí me siento, / este es el lugar, vengan las tentaciones todas que yo puedo / y hágase la luz en mí bajo este y no otro, Yo aquí me planto”.
Carpintería con material barroco, ecléctico, cosa visible en abundancia dado el camaleonismo formal de sus poemas, que página tras página se explayan o en largas líneas, o en prosa densa, o en versos de un solo tajo de palabra: una “encendida rama / desnuda precisa”(p. 14).
Aleisa quiere que sus taludes representen inestabilidades para que la mente aspire al equilibrio de los tableros, con la morfología de cima plana. Es decir: ascender y poder plantar bandera.
Son muchas sus mesetas, pero nunca mil —como anunciaron Deleuze & Guattari en Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia—, porque son interrumpidas por taludes una y otra vez. El modelo de lo liso y estriado, por lo tanto, no le calza a esta poesía, sino el de puntos consecutivos propio de líneas quebradas.
Lo cierto es que al lector le queda claro que esta obra de dos caras es más bien una escalera: talud, seguido de tablero, se convierte en un peldaño hacia otro estadio, pero ¿cuál? ¿Meta del remonte? Eso no lo sabemos, pero nos lo dirá el siguiente libro.
Trepemos, mientras tanto, hasta encontrar la cumbre, y emprendamos nuestra práctica de vuelo, nuestra práctica mortal hacia el poema.
(De Talud)
Amarelo
Viste una foto del otoño,
te pareció que allí faltaba algo.
Abrimos una revista de moda.
Pásame las tijeras. Toma.
Recortaríamos a esa muchacha
que nunca había visto el otoño,
era tan probable que no lo entendiera.
La dejaríamos sola en ese crepitar
de hojas bajo los pies.
Fue ella quien de repente empezó a sentir
que allí seguía faltando algo.
¿Ahora qué hacemos?
Recorta un perro, pinta una luna,
¡haz algo!
Ya está: un perro.
La luna no, que es demasiado.
Dejaríamos que caminara
así, crepitando bajo los pies las hojas.
Nos dio la sensación de que tenía
que encontrarse con algo.
¿Alguien? ¡Sí, recortamos!
¿Este tipo tan triste?
¡No! Tiene que haber otro.
Bueno, este está
que se sale de contento.
Lo recortaríamos y le saldría al camino.
No la mira. Está ido.
Va por ahí cantando… qué de pájaros.
Empújalo un poquito. Pega ahí.
¡Se escapó el perro! ¡Ella, qué oronda!
Ya está, ahora déjalos darse un beso.
Llora de noche
La ciudad planta fortalezas
allende los mares, se defiende.
Nada puede, blande
hasta el último cañón,
es tomada, los bárbaros,
se reparten las ruinas.
La ciudad gime,
es el latido del mar,
el respirar bajo los túneles,
el sollozo frente al muro,
y un devenir de forasteros toda ella.
Lanza un grito en la noche,
cuenta su historia.
Al despertar sabe
que más le valdrán
el mar y el silencio
para que alguien
escuche su quejido.
Nocturno
Rosario de guirnaldas, la ciudad,
en las aciagas noches finge
despertar de su letargo.
Vuelve a sacudirse fiel
al estallido de su hora. Y como
recordar querrá a los piratas
un ojo: aquí nada ha cambiado,
sobre cada disparo nos renace
aunque la farsa perpetuada
dure solo un instante. Sea
la comedia suficiente para que
el corsario, corra en estampida
a cualquier madriguera, máscara
en vano, y ya ebria quédele el alma
con vino de sus mujeres. Mañana
despertaremos menos
inocentes, nos habrán poseído,
y volverá, como a cada novena
hora de la noche,
el recuerdo, azotando,
otra vez, la conciencia.
(De Tablero)
Caribe abajo y rompeolas
Le dijo que venía de Maracaibo
le imaginó sentado a la entrada
de algo que no podría
comprender
algo así como una gran bolsa
de nauseabundo olor
Caribe abajo y rompeolas
de rémora agua
dulce
¡No era una bahía!
De niña pasó largas horas sentada
a la entrada de una bahía de verdad
bolsa de sal mucho más pequeña que la suya
imaginando rutas luces mapas
sobre piedras
gastadas
esqueletos de hierro corroído
salitre y pestilencia
de Caribe arriba
esperándole
a puro mar
que pica y repica
¡No era un lago!
Seguía perpleja la estela de todos los buques
uno a uno desde que salí an del puerto
hasta perderse blanco rastro
puente sobre el lago.
Túnel bajo ellas la niña la bahía
volví a cada día al juego ingenuo
de las luces fantasmas
sin entender por qué
no llegaba nunca aquel niño que hacía
mucho tiempo
había desembarcado allí
y estaba sentado
cerca de ella sin verla
en un punto perdido
de la bolsa de sal
y soñaba con
La chinita
el puente
el lago
El condensare de Pound y la descabritación hispana
Ustedes, tan ocupados con las generaciones y las escuelas literarias como si se tratara de promover la agricultura en una estepa: ¿han leído a Roberto Manzano y a Rafael Almanza?