Hay que leer a Juan Arnau, y no solo porque sus libros combinen la teoría cuántica con las religiones orientales, o por sus formidables traducciones del sánscrito —del Bhagavadgītā a las obras del filósofo Nāgārjuna—, sino porque cada aspecto de su escritura parece contener algo esencial, algo que elude al lector no por hermético, sino por cristalino.
Arnau, que fue marinero, estudiante de astrofísica, viajero en la India y ahora profesor universitario, publicó el año pasado Materia que respira luz, un ensayo que resume los conceptos fundamentales de la física cuántica. El libro que acaba de escribir no es distinto, porque también habla del despertar de la conciencia y la recta comprensión del universo.
Buda (Galaxia Gutenberg) es un relato sencillo, siguiendo las fuentes en sánscrito, de la vida de Siddhārta Gautama. No es una biografía, sino una reconstrucción de la leyenda.
En una de sus Siete noches —la dedicada al budismo—, Borges aclara la diferencia: “La biografía de Buda es lo que le ocurrió a un solo hombre en un breve período de tiempo. Puede haber sido de este modo o de tal otro. En cambio, la leyenda del Buda ha iluminado y sigue iluminando a millones de hombres. La leyenda es la que ha inspirado tantas hermosas pinturas, esculturas y poemas”.
Estatuilla de Buda en el museo de arte tribal de Odisha, en la India. © Lena Balbao.
En una de las imágenes de su libro, Arnau se deja guiar por un monje a través de una galería de nobles y bodhisattvas. Es el monasterio tibetano de Alchi Gompa, donde la leyenda de Buda dejó no pocos frutos.
El espíritu que alimenta su relato es similar. Más que historia, ofrece una ruta para despertar. Más que datos, muestra una vida —muchas vidas, en realidad— y la gran peregrinación del espíritu para salir del sueño eterno.
Al principio, da la impresión de que ser Buda, romper con la ilusión, es un acto de la voluntad. Pronto se descubre que no solo no hay voluntad, sino que tampoco hay acto, ni ruptura, ni yo, ni Buda.
El juego de enigmas y paradojas tan caro al budismo —muy conocido en Occidente gracias a la popularidad del koan zen— tampoco tiene cabida en el libro de Arnau. No se ha llegado a esa fase de la doctrina.
Dhauli Shanti Stupa, pagoda budista ubicada al sur de Bhubaneshwar, en la India. © Lena Balboa.
El lector, como los primeros discípulos del Tathagāta, “el que ha llegado”, asiste a la simplicidad de la presencia de Buda. El maestro irradia tranquilidad, describe su enseñanza a medida que la va descubriendo y mendiga en busca de comida.
La leyenda de Buda empieza antes de su concepción, cuando Māyādevī, reina de Kapilavastu, sueña con un elefante blanco de seis colmillos que deposita una flor de loto en su cuerpo.
El elefante era Buda, el loto era Buda, la criatura en su vientre era Buda.
La primera frase del niño ha sido traducida a cientos de idiomas, pero su fuerza permanece intacta —la doctrina, el dharma, “se encuentra libre de la vanidad del idioma”—: “Nazco para despertar por el bien del mundo. Este es mi último renacimiento, no volveré a nacer”.
El temblor que produce la frase marca la diferencia de este libro de Arnau con otros textos sobre Buda. Incluso, traza una frontera contra sus propias traducciones y ensayos, aunque se alimente de ellos.
Dhauli Shanti Stupa, pagoda budista ubicada al sur de Bhubaneshwar, en la India. © Lena Balboa.
Buda es escritura mística. No aspira a comprender, sino a presentar. Es la recreación de un mito, apunta a la médula de la realidad y quiere transformar, no solo ser entendida.
De ahí que el texto comience sin ayuda de los prólogos o el aparato crítico que hubieran sido indispensables, por ejemplo, para leer la obra de Nāgārjuna. Solo al final se ofrecen las fuentes que Arnau consulta, como el Mahāvastu o el Budhacarita, y un pequeño glosario.
Cada episodio de la leyenda de Buda ilustra su camino hacia el despertar. Su primer encuentro con las tres “amenazas” es conocido.
Durante una excursión, el príncipe Siddhārta se cruza con un viejo con el “rostro lleno de surcos”, un hombre pálido con el vientre hinchado por la enfermedad, y un muerto, al que llevan sobre una camilla.
Recibe un signo adicional: la conversación con un ermitaño.
Dhauli Shanti Stupa, pagoda budista ubicada al sur de Bhubaneshwar, en la India. © Lena Balboa.
Lo abandona todo. No se despide de su mujer ni besa la cabeza del hijo, ambos dormidos, y pronuncia otra de las sentencias estremecedoras del libro: “No regresaré a Kapilavastu hasta que no haya contemplado la otra orilla de la vida y de la muerte”.
Como un péndulo, al principio Siddhārta busca los extremos. Por el tipo de vida que lleva, se gana varios epítetos: el Mudo, Aquel que ha hecho lo más difícil, el Demonio del polvo.
Arnau describe la piel de Siddhārta como las escamas de un pez, duras, feas, resistentes a todo. Recorre todos los caminos hasta llegar a la ciudad de Gaya, donde se sienta a meditar bajo una higuera de Bengala.
Mientras resuelve el problema del sufrimiento, va a tentarlo Māra, el mal, la muerte o el diablo. Sus ejércitos tratan de perturbar a Siddhārta, pero no pueden hacer nada. Cuando abre los ojos, es ya el Tathagāta: el Buda.
Dhauli Shanti Stupa, pagoda budista ubicada al sur de Bhubaneshwar, en la India. © Lena Balboa.
Lo que logró, explica Arnau, es “difícil de ver, difícil de realizar, difícil de lograr, difícil de comprender. Escapa a la investigación de la razón y al alcance de los sentidos. En verdad, es inexpresable. Sobrepasa la demostración y la refutación. Ni los sonidos del habla ni los caracteres de la escritura podrán darlo a conocer”.
Dueño de sí, el Tathagāta mira toda la existencia, incluyendo sus vidas anteriores, y las cuenta. Predica su doctrina en la Arboleda de Rsipatana. La vía media, sobre la que luego fundará su enseñanza Nāgārjuna, es su método para esquivar la ilusión de este mundo.
De la vía media se derivan las cuatro nobles verdades del budismo: la existencia del sufrimiento; la causa del sufrimiento —la ignorancia—; la posibilidad de librarse de la ignorancia; y la erradicación del sufrimiento.
El sendero de la verdad tiene ocho etapas hasta llegar a la serenidad de la mente, samādhi. El estado final de iluminación no se puede describir, sino aludir a él. Es nirvāna, un apagarse. La extinción de los deseos, la unión con todo, una noción muy distinta de la que Occidente maneja y cree entender.
Un monje toca un tambor ritual en la stupa de Dhauli. © Lena Balboa.
En la India, llegué a ver varias estatuas de Buda antes de que entrara a la muerte. Se supone que comió carne de cerdo, o tallos de bambú y setas, o ternero.
Arnau recuerda estas probables últimas cenas del Tathagāta, su indigestión y el último gesto después de conversar con los discípulos: acostarse sobre su lado derecho, doblar las piernas y orientar la cabeza hacia el norte.
Así murió y así lo recuerdan las estatuas que vi en Bhubaneshwar, lejos, pero no tanto, de los lugares donde Siddhārta Gautama vivió.
Arnau cierra el libro con una antigua bendición (“Que el que a otros dé a conocer esta leyenda, obtenga las ocho bendiciones de la palabra”).
En la cubierta, un Buda sin cara arde. Dorado sobre rojo. La imagen recuerda al llamado “sermón del fuego” en Benarés, en el que el Tathagāta predicó que todo ardía, el dolor, el placer, los ojos, los seres, la nariz, las manos y la conciencia.
De nada hay que extrañarse, advertía Borges veinticinco siglos después, en el Teatro Coliseo, porque el Este y el Oeste siempre convergen: “Más o menos por aquella fecha, Heráclito de Éfeso decía que todo es fuego”.
© Imágenes de interior y portada: Cortesía de Lena Balboa.
Carta abierta de Herta Müller
Por Herta Müller
“Hay un horror arcaico en esta sed de sangre que ya no creía posible en estos tiempos. Esta masacre tiene el patrón de la aniquilación mediante pogromos, un patrón que los judíos conocen desde hace siglos”.