1.
Parecemos estar, en lo tocante a la teoría de la cultura, donde estaba la Judit de Bartók, cuando pide que se abra la última puerta de la noche. El tropo de la inmortalidad de la cultura occidental suena gastado y patético. Si, por un lado, da la impresión de que el “babelismo” es nuestro destino, también es cierto que la utopía lingüística está más que erosionada, en completa demolición. La nueva nivelación es la trinchera del pensamiento. Y, sin embargo, como T.S. Eliot anotara, ya no es posible hallar consuelo en el pesimismo profético. La historia caracteriza a la sensibilidad en tiempos de crisis. Hace más de cuarenta años George Steiner trataba de mirar con lucidez las posibilidades de la propia destrucción para poder llevar adelante la controversia con lo desconocido. La tarea de la cultura sigue siendo la de definir ciertas perplejidades y acaso la esperanza reside en ese modesto menester que llamamos “actividad crítica”.
“Un acabado cascarón al viento” es la bella y terrible definición que Ezra Pound da del hombre y de sí mismo a medida que él, uno de los viajeros supremos de la modernidad, se aproxima al hogar. Espacio del retorno que, en la escritura moderna, en el final de la cultura del consejo, esa tradición del escuchar que Benjamin describiera en su estudio sobre Leskov, se configura como el antídoto de la novela. Los acercamientos a lo imaginario revelan que la novela se funda en una cultura de la rivalidad, se alimenta de sus conflictos, los condensa e intensifica. Debemos a Lukács una clarificación fundamental al ver en la novela “la forma trascendental de lo apátrida”.
Andrés Isaac Santana no es, en sentido estricto, un novelista; aunque su escritura ensayística es, en buena medida, un extraordinario cuaderno de bitácora. La clave del desarraigo y de la distancia con respecto al país natal, la lúcida disidencia y la defensa de lo diferente han sido el rasgo constante de un escritor profundamente honesto y con un compromiso expresivo incuestionable.
Su obra crítica es un ejemplo de transversalidad y diálogo radical con acontecimientos artísticos complejos y, en muchos casos, institucionalmente marginados. La prosa ensayística asume aquí el derrotero más que la derrota, el pensador cobra conciencia en la metáfora del “barco a la deriva” o en el citado “cascarón al viento”, lo que no supone, ni mucho menos, una entrega a la desazón ni la reinstauración de la ceniza nihilista. El drama y la precariedad son el contexto, sociohistórico y también personal, de la crítica desplegada por Andrés Isaac Santana que se niega a claudicar en su vocación, sabedor de que, como postulara María Zambrano, hay extraños “dones del exilio”.
De nuevo Pound nos ofrece un paisaje oportuno, cuando nombra un destello luminoso “en los pantanos donde el heno salino susurra cuando cambia la marea”. El diálogo, apátrida de aquellos que asumen la condición de “los infieles”, sirve para abrir, una más, nunca la última, de las puertas del castillo de Barba Azul.
2.
El riesgo, bien lo sabe Andrés Isaac Santana, es el signo del ensayo. ¿Qué otra cosa puede advenir en el horizonte donde el estilo y el sujeto se disponen en un juego nietzscheano? La vergüenza, que el pensar sistemático no experimenta jamás, es el motor explícito de esta sismografía del presente. El orden de los acontecimientos y la estructura azarosa o rítmica del pensamiento intervienen más allá de la enfermedad histórica.
El ensayo desmonta las certezas del discurso autobiográfico, ofreciendo, como sucede en la obra crítica de Andrés Isaac Santana, la intimidad de su memoria, el acento del testimonio, aunque sea la anticipación del libro que vendrá. Ese vertiginoso filo del presente en el que la crítica, particularmente la de arte —tratando de emular, a la manera mallarmeana, por medio de lo escrito el lujo de lo visto, en una tarea tan desgarradora y fatal como la que llevó a la metamorfosis de Acteón—, se “ejecuta”, obliga a producir conceptos, a la manera deleuziana, a partir de los afectos, a realizar merodeos más que cartografías, evitando la tentación filosófica pero, al mismo tiempo, desde la convicción de que la mathesis universalis era un desmesurado intento de protegerse de lo heterogéneo, del otro, del Gran Otro.
La advertencia al lector que Montaigne presenta como umbral de sus Ensayos marca el carácter de esta horma de la prosa: “este es un libro sincero, lector”. No puede encontrarse más doblez que en esa presunción de confianza en el ejercicio de escribir e interpretar. Si el discurso filosófico tradicional había consumado, ejemplarmente, en la filosofía trascendental kantiana, la indicación baconiana de novis ipsis silemus (de nosotros mismos callamos), hay una constelación del pensamiento que discurre desde los diálogos platónicos, a través de las Confesiones de Agustín, los pensamientos de Pascal, las ensoñaciones de Rousseau, hasta la voluntad enunciativa trágico-dionisiaca de Nietzsche.
Cuando Montaigne ofrecía su escritura, en realidad estaba descubriendo el rostro: “pueden encontrarse en el libro algunos rasgos de mi carácter y humor, y de ese modo conservarán más entero y más vivo el conocimiento que han tenido de mí”. Lo mismo podría decir Andrés Isaac Santana con respecto a las notas, críticas y ensayos dispersos que ahora recopila en este libro, comprensibles como una singular forma de “autorretrato cifrado”. En cada línea combina el análisis cultural, la crítica artística más rigurosa y la modulación de su gusto personal, sin caer nunca en lo anecdótico o en la deriva sensiblera. La lógica del sentido, valga de nuevo la apelación deleuziana, no queda sedimentada tampoco en aquella situación paradójica y tradicional de la filosofía del arte en la que faltaría la pasión de las imágenes o sobra el glacial y diamantino mundo conceptual.
Andrés Isaac Santana tiene claro que uno de los grandes temas del ensayo es el estilo, entendiendo por tal también la herramienta que permite el pulimento más fino en la superficie rugosa de la piedra. Conviene recordar que Montaigne se dedicó a escribir sus ensayos en plena ociosidad, considerando que el pensamiento podría detenerse y reposar en él mismo sin molestias, pero cuando no hay esa cimentación filosófica advierte que “las palabras parecen abismarse, la mente se desboca y me engendra tantas quimeras y tantos monstruos fantásticos unos tras otros, sin orden ni concierto que, para contemplar a mis anchas la tontería y la excentricidad, he empezado a registrarlo, esperando con el tiempo hacer que se avergüence de sí mismo”.
Andrés Isaac Santana no escribe desde la “condición ociosa”, al contrario, está literalmente ocupado en la urgencia de los acontecimientos, construyendo un espacio propio en un mundillo del arte que prefiere el pasteleo y la complicidad banal antes que la reflexión y el compromiso.
Lukács señaló que la dimensión erótica pertenece a la forma del ensayo; es quien mueve a la nostalgia, quien acerca los elementos diferentes: el hijo de Poros y Penía (del recurso y la pobreza) tiende a la idea o, mejor, está tensado por el recuerdo de la forma. Andrés Isaac Santana despliega su pensamiento con plena conciencia de su dimensión tropológica, defendiendo la experiencia estética como desmantelamiento de lo estereotipado y, por supuesto, como ámbito de placer tanto cuanto de indignación. Su escritura compone una poética de frontera, un ensayismo, en todos los sentidos, que revela el exilio a la par que da manifiesta la rebeldía del sujeto. El ensayo será convulso o no será.
3.
Incluso localizado, el arte está desquiciado.
The time is out of joint. El mundo va mal. Está desgastado —escribe Derrida en Espectros de Marx— pero su desgaste ya no cuenta. Vejez o juventud —ya no se cuenta con él. El mundo tiene más edad que una edad. La medida de su medida nos falta. […] Contra-tiempo. The time is out of joint. Habla teatral, habla de Hamlet ante el teatro del mundo, de la historia y de la política. La época está fuera de quicio. Todo, empezando por el tiempo, desarreglado, injusto o desajustado. El mundo va muy mal, se desgasta a media que envejece, como dice también el Pintor en la apertura de Timón de Atenas (tan del gusto de Marx, por cierto). Ya que se trata del discurso de un pintor, como si hablara de un espectáculo o ante una pintura: “How goes the world? -It wears, sir, as it grows”.
En este (des)tiempo el arte es, no exagero, casi un objeto no identificado. Tal vez lo que necesitamos hoy es que las instituciones culturales se conviertan en estancias —poéticas—, ámbitos en los que nos podamos preguntar a la vez ¿dónde estoy? y ¿qué es un lugar? Como Michel Serres advirtiera en su libro Atlas, tenemos que hallar una nueva definición de un lugar-tránsito, donde se superponen el mapa real y el virtual, en un plegamiento incesante.
Andrés Isaac Santanta intenta, con toda su energía teórica, propiciar por medio de la crítica un posicionamiento que evite la disolución de todo lo que ocurre en la banalidad que me atrevo a calificar de “pirotécnica”.
Vivimos afectados, con bastante frecuencia, por una claustrofobia intolerable. Virilio ha apuntado que, en época de globalización, todo se juega entre dos temas que son, también, dos términos: forclusión (Verwefung: rechazo, denegación) y exclusión o locked-in syndrom. Nuestra peculiar “psicosis” lleva a que veamos a Bartleby no solo como el maestro del rechazo, sino como la presencia insoportable que nos permite pensar en —la llegada de— otra cosa. Y, sin embargo, lo normal es que tengamos más de lo mismo. Sabemos de sobra que el corazón de la política resulta ser la mercadotecnia y que incluso el arte ha asumido, tras Warhol, todas las tácticas del marketing.
No es cierto, en cualquier caso, que los artistas tengan que conseguir, cuanto antes, productos. Aunque nuestra conciencia crítica esté bajo mínimos no podemos aceptar que el arte sea una mercancía perfecta o una mera perogrullada. Tal vez tengamos que poner la ironía en cuarentena e, impulsados a la polémica, emplear el sarcasmo, sin por ello caer en la jerga. Porque si el arte se ha convertido, como le gusta decir a Baudrillard, en un “delito de iniciados”, marcado por la retórica del citacionismo, también es capaz, todavía, de ser un sismograma de lo que pasa. En una época marcada por la demolición, con una compulsión voyeurística que ha propiciado el extraño “placer de la catástrofe”, la cultura no puede ser meramente el juego de la “libertad” sino que, valga el tono dogmático, exigimos que afronte los conflictos y produzca lo necesario.
Acaso el arte contemporáneo pueda ser algo más que el ornamento hiperbólico o la consigna patatera, generando preguntas críticas, ofreciendo otros puntos de vista. De nada serviría que fuera algo “maravilloso” o enigmático, pues todo lo que tiene esas características ingresa, rápidamente, en el olvido. Lo que necesitamos son operaciones metafóricas intensas, tenemos que contar historias que generen sitio.
Sabemos lo difícil que es construir una obra que suponga una resistencia crítica en un momento en el que el “discurso” dominante no lleva a ningún sitio. Pero cuando la escatología está banalizada —el vómito o el escupitajo han sido sometidos tanto a la civilización cuanto a la estetización— y se llega a la completa estasis, acaso sea importante, entonces, que la boca vuelva a rechinar e incluso reaparezca el universo estético como verdadero círculo apestoso.
Andrés Isaac Santana retoma, con un tono que me atrevo a calificar de heroico, aquella concepción baudeleriana de la crítica “parcial, apasionada y política”. No comparte la “retórica del derrotismo” que anuncia, como en un ritual cansino, la “muerte de la crítica de arte”, publicando las esquelas en entregas sucesivas de revistas especializadas —si tal término no es ya un oxímoron— que no son otra cosa que catálogos de anuncios de galerías y museos, sistemas de propaganda comercial, fenómenos colaterales a la utopía del bricolaje que Ikea nos vende como “redecoración de la vida”. Este funeral se hace, parodiando a Hal Foster, por el cadáver equivocado. Ha sido el “bienalismo”, con toda la sociedad cortesana generada en ese viciado “ecosistema”, el que ha intentado acallar las pocas voces que seguían pugnando por fijar pensamientos críticos.
El patinaje acrobático que llevó del posmodernismo esteticista a la globalización delirante ha terminado con un batacazo estremecedor: el gobierno-político-en-forma-de-Cleptopía ha tornado obsoleto tanto al shock art cuanto a esa tendencia estética cuasi-hegemónica en la contemporaneidad que Will Gompertz llama entrepreneurialism (empresaliarismo). La única “empresa” que ocupa la mente y la vida de Andrés Isaac Santana es la de confrontarse con el arte, haciendo algo tan simple y difícil como decir lo que piensa. La pasión —verdadera prosodia de la inteligencia— y la curiosidad —esa apertura constante de perspectivas que es, aristotélicamente, el motor genuino del conocimiento—, junto a un compromiso o un assujettissement de la diferencia —propiamente una politización que no toma el camino trillado de lo panfletario o del “lugar común” de la agenda políticamente correcta—, caracterizan la teoría crítico-artística de este cubano transterrado, desde hace años, en Madrid, de una isla que es, poéticamente, un archipiélago estético o un poblachón mesetario que jugó, en el posmodernismo diluido como Movida, a ser un delta de todos los esnobismos.
En las páginas de este libro que, como gesto de respeto intelectual y complicidad amistosa, prologo, nombra Andrés Isaac Santana, entre infinidad de cosas, artistas y constelaciones discursivas, la fragilidad, el síntoma neobarroco, la alteración del relato neobarroco, el síndrome —nada más y nada menos que renal— de la cultura, sedimenta su pensamiento crítico en términos como incidencia, insubordinación o indiscreción.
Lo que tengo claro es que su meditación nunca es impertinente; al contrario, es el colmo de lo oportuno, la enunciación que discrimina sin aplicar la “lógica de la exclusión”, que precisa sin caer en el rigorismo académico, que genera contextos hermenéuticos intensos sin asumir la pose del “radicalismo” tantas veces plegado a la dinámica de lo subvencionado. Andrés bautiza todas estas páginas que son el sedimento de las turbulentas vivencias del arte de nuestro tiempo con el signo de lo “impúdico”. El pudor es el sentimiento que impide mostrar el propio cuerpo o tratar temas relacionados con el sexo, pero también la ansiedad fóbica que no deja de pensar en la pérdida de la dignidad si la transgresión de aquel tabú se perpetrara. La escritura crítica aquí no oculta ni los sentimientos ni la condición sexual; al contrario, va más allá de la protección psicótica de lo íntimo, no para contribuir a la avalancha de lo obsceno, sino tal vez dando cuerpo a la extimidad lacaniana.
Allí donde el “sujeto normalizado” pugna por no perder su dignidad es, habitualmente, donde se (re)instituyen las lógicas de la exclusión de lo(s) diferente(s). Afortunadamente, Andrés Isaac Santana “pervierte” nuestra (presunta) ingenuidad y nos invita a deconstruir los discursos autorizados e, inercialmente, autoritarios. Ahora resta o falta el placer inmenso de penetrar en un mapa que, a la manera borgiana, no es el territorio, pero que ha sido atravesado por un crítico que deja huella.*
* Este excelente texto de Fernando Castro Flórez que otorga naturaleza a la palabra y que goza en la descripción precisa del estilo ajeno, se escribió como prólogo a Sin pudor (y penetrados) (Andrés Isaac Santana, Aduana Vieja, 2013).
Apostillas varias: Wilfredo Prieto y «la libertad»
El pasado 15 de septiembre, publicábamos en la sección El Búnker, a cargo de François Vallée, una entrevista con el artista Wilfredo Prieto. Las reacciones a las declaraciones de Prieto han sido muchas y diversas. Reproducimos aquí esta reflexión del crítico y profesor Fernando Castro Flórez, porque, de alguna manera, resume o unifica el resto de análisis y posicionamientos ante la entrevista.