Me propongo abordar un libro regionalísimo aplicándole un criterio universal.
Ernesto G. es el flâneur que anota un registro vivencial; transeúnte de un barrio sin glamour, pero con muchas narrativas en cada recodo, mostrador o alero. En el trasiego de los seres variopintos de una misma talla sociocultural, halla sus historias.
Da cuenta aquí de un inframundo que va de la delicadeza al mamarracho, de la gracia coqueta de una alcohólica a un cúmulo de desagravios.
Oscar Wilde dice que la obra de arte es el producto único de un temperamento único. Crónicas de la Pequeña Habana ofrece un trayecto guiado, una ruta no turística, un paseo sensible por las calles de un barrio impar, una mirada benevolente y respetuosa.
Es así como el libro tiene vías consanguíneas con Esteban Luis Cárdenas, Guillermo Rosales, Lorenzo García Vega, Néstor Díaz de Villegas, y los sonetos de Legna Rodríguez Iglesias en Miami Century Fox. Más aún, el libro es una continuidad de la obra de Eddy Campa. Para los que atesoramos los libritos de Campa, Crónicas de la Pequeña Habana es dar con un tesoro.
El pequeño formato es un acierto; la cápsula expansiva de Ernesto G. denota fijación; el lente ocular se agudiza para observar lo nimio. Pequeñas entregas que se suman.
Mi madre siempre me decía que, mientras caminara, mirara hacia abajo, y este hábito me ha traído no pocos hallazgos (además de evitarme accidentes y caídas): un billete de veinte al borde de la acera, unos auriculares de moda, una sortija de esmeraldas en la arena.
Por el contrario, Ernesto G. levanta el mentón y aguza el oído. El yo desaparece; Ernesto G. escribe con la mirada. Aunque no pertenece a la alcantarilla (Campa sí la habitaba), lo mueve la empatía. ¿Que ser humano está exento de, en el último canalón de la existencia, morder el polvo?
Hago constar, Ernesto G. es un humorista de tesitura particular. Su humor deviene ternura, afición. Hace un tiempo lo escuché quejarse: “el exilio está muriendo”, dijo. De ahí saldrá su afán porque no se pierdan en la nada los arquetipos regionales.
Ernesto G. no oculta la técnica y esto queda claro en Crónicas de la Pequeña Habana. Son crónicas trianguladas: el paseante sale a por ellas, las encuentra, las escribe, destilándolas. Escenas triviales, monólogos con fuerza dramática, bisagras situacionales. La naturalidad y frescura del lenguaje parecen no querer agregar relleno literario a los hechos (cuando lo hace, lo disimula muy bien).
Estilísticamente, el autor maneja inequívoco la cápsula, la puesta en escena y el diálogo, la elipsis y la paradoja. Pequeñahabanerías a fondo, brevedad tautológica del entorno.
El resultado es este libro-gabinete-de-curiosidades, síntesis del ghetto.
Los protagonistas son seres (¿constatables?) de la realidad pequeñohabanera. Ernesto G. siente por estas criaturas marcadas por la desgracia. Entes anodinos, de poca valía, truncados en el devenir histórico y la pobreza, el alcohol y la mala vida.
Al cronista conmueven sus insignificancias y afanes. Nos presenta una trama escritural-afectiva con el lugar y sus gentes, vivisecciones del individuo bajo el sol inapelable; en la intemperie despiadada pervive el desfile de destechados, el carnaval decadente, la cháchara desarticulada, el desasosiego alcohólico. Las ilusiones prevalecen en el infortunio.
Su aporte al legado que le precede es, precisamente una rueda a la tuerca.
Si el gran Eddy Campa nos dio una poesía del yo enclavada en el locus y la candidez del bajo mundo que habitaba (valga agregar que el poeta reaparece en una de las crónicas de este libro negociando una pulsera de oro falso), Ernesto G. trae otra tesitura para una misma poética: a saber, dando voz al destronado que pervive en la emblemática barriada, más maltratada por largos años de exilio —al locus le han caído décadas, huracanes y políticas locales encima, la vida misma. Los exilios se superponen y hay muchos exilios en este.
De ambos, son la peculiaridad idiosincrática y el drama humano como patentes de corso, metaexilio, minorías y subgrupos latinoamericanos, galería esperpéntica y desplazada de la Pequeña Habana, vecindario de Ernesto G., fructus ventris de la gran metrópoli.
Cuatro crónicas de La pequeña Habana
Ernesto G.
El embaraje mío diario de vivir la vida
Cuando yo estaba bien que no me había dado el stroke, era un matador cara-bello, andaba en lo mío, echando con la muela, con la cara linda, con todo, y tenía mi vida, hijas aquí, hijas allá, jugar dominó es lo que queda de lo que trajo el barco. El stroke me afectó el rostro, pero ya se me arregló, pero también me jorobó la mano derecha, con esa ya no puedo jugar dominó, es caballo muerto en la carretera, perdió legal, me ponen inyecciones de bótox y me dan pastillas para el dolor, me la han operado dos veces pero no han podido enderezarla.
Entonces uno se entretiene, técnico, jugando con el personal, llego temprano y me voy para la casa como a las doce del día a almorzar, a ver televisión, en el embaraje mío diario de vivir la vida. Yo era security, ya tengo setenta y cinco años y me retiré a los sesenta y dos. Viví en California y ahí hice mi vida. Todo allá me iba muy bien, bacán, pero tengo dos hijos aquí y vine detrás de ellos. Aquí jugando fue que me dio el stroke hace cuatro años. Vine para estar tranquilo aquí. Yo vivo una vida muy sana. No fumo ni nada. Bueno, no fumo cigarros, pero le meto al maní, porque el maní me ayuda con los dolores, mandado por el médico, a cada rato me meto un cachimbazo porque yo fumo en cachimba. El maní es bueno pa’to’ y si se le mete una Viagra encima, ay mi madre por Dios. Tú trata de llegar a los setenta y cinco como yo pa’que veas lo que es el vacilón este.
¿Tú sabes cuántos se han muerto desde que yo estoy viniendo al parque este a jugar dominó? No puedo contar con las manos los que yo he visto que se han muerto aquí, imagínate, en tantos años. Y yo sigo tratando de sobrevivir. Yo vine por Cayo Hueso y tenía familia en Hialeah y ellos me fueron a buscar. Primero me fui para New York, viví en Manhattan, en el Bronx, ya ni me acuerdo de todos los lugares donde he vivido. Tengo hijos en el Salvador, en Guatemala, tengo una hija en Puerto Rico, todo eso lo he vacilado. Chamaquitas de aquí, de allá y de acullá, caían fácil porque yo sabía que yo era matarife por el face y por la labia, que les caía a boca de jarro y se iban del baile. Todavía me queda el perito ese de la vieja guardia, me queda que yo soy jodedor, y cuando me veo medio tristón, tiro periódico y digo contra pero si yo era el van-van, jodedor de los buenos, como voy a estar en el tíbiri-tábara este, no, y entonces cambio la jugada.
Todavía tengo dos hijas en Cuba, una está en el Cerro y la otra en Centro Habana, yo tengo ocho hijos en total, no me mantengo en contacto con todos, ojalá, por ejemplo, la de Puerto Rico hace diez años que no la veo, porque yo también viví en Puerto Rico con una mulata de esas matarifes, y nos poníamos los dos encueros en pelotas a fumar maní. La mujer de Guatemala la conocí en los Ángeles y tuvimos una hija, yo le metí los papeles y le compré una finca en su país cuando quiso irse a vivir allá, yo he hecho veinte cosas buenas, hice mis trastadas, pero nunca fui tan malo. ¿Y puedes creer que lo que más he tenido son hembras, carne pal’ pícaro? La hembra que vive aquí en Kendall de vez en cuando me viene a ver, pero el varón es un cabrón y lo veo de pascuas a San Juan. Tú estás empezando ahora, técnico, lo tuyo es ahora “Un escándalo” por Tejedor y “Dos cosas” por Ñico Mendiela, tú estás en talla, hay que vivir, mi socio, mi mamá tiene noventa y siete años y está en Cuba. La Pura, ojos verdes, seis pies, pelo canoso, larguísimo, tiene promesa hasta que yo vaya cuando me mejore, no se ha cortado el pelo, entonces yo sigo en mi lucha mientras pueda. Todos mis hermanos y mis hermanas en Cuba todavía están vivos, nosotros somos cuatro flacos, altos, trigueños de ojos verdes, una familia de esas matarife que vino en la centrífuga, de zona residencial en Santos Suárez, el viejo era tabaquero, tenía su fábrica, en La Poma, en la Habana. Yo por eso te digo que sigo en la lucha hasta lo último, así y viejo como estoy, pero matarife, técnico, matarife de toda la vida.
El viejito del parque del Dominó
Cuando muera, yo no quiero una estrella en la Calle 8. Mi arrogancia no llega a tanto. Yo lo que quiero es que me incineren, y con el polvo hagan un adoquín y me pongan en la acera para seguir observando la vida desde abajo y ver cómo ustedes siguen botando gordas.
El boxeador
Estamos sentados afuera de la barbería esperando nuestro turno mientras observamos a un hombre mayor, mulato, medio obeso, que boxea contra un enemigo fantasma junto a la parada del autobús de la Calle 8 y la 20 Avenida. Era boxeador en Cuba, me explica el hombre sentado a mi lado. Aquí se volvió predicador y llegó a tener su propia iglesia hasta que le dio por la cocaína en los ochenta y lo perdió todo. Estuvo preso un tiempo y ahora duerme en el patio de una iglesia. Lo dejan porque por las mañanas lo primero que hace es barrer y mantiene los alrededores de la iglesia limpios. Cuando termina se pone a caminar por toda la Calle 8 a fajarse con contrincantes invisibles y narrar sus propias peleas. Una vez quisieron contratarlo como entrenador de boxeo y rechazó la oferta. Según cuentan, les dijo que no entrena a nadie porque cada hombre debe aprender a pelear por sí mismo. Es una pena porque el tipo tiene técnica, pero imagínese, también está loco.
El dueño de la licorería
Ya no puedo tomar, me lo ha prohibido el médico. Voy al Jackson, no tengo seguro; ahí pago una miseria y me atienden. Los amigos piensan que este negocio deja mucho y no es cierto, apenas gano para pagar la renta, duermo en el cuarto de atrás. Tengo espacio para una cama y un baño, nunca cocino, le compro comida a Zenaida, la señora que le da de comer al homeless de la esquina, es un alma de dios, ella, no él. Ese es un desvergonzado que se pone a orinar delante de todo el mundo, dice unas frases incoherentes que nadie entiende. El asunto es que aquí la clientela es muy pobre y no compra mucho. Ayer mismo vino un señor mayor con unas orejas enormes que hablaba muy alto y me compró una botella de whiskey del más barato; andaba con un hombre más joven que se mantuvo callado todo el tiempo. Se sentaron allá afuera en el piso a hablar mierda, de libros y esas cosas, y esos son mis clientes, gente que gana apenas para comer y de vez en cuando darse un trago y hablar mierda. Hay uno ahí que le dicen El Bicicleta porque siempre anda en pedales; el tipo compra aguardiente y habla con una voz ronca de esas que te molestan y te dan ganas de mandarlo a callar, pero no puedo perder los pocos clientes que tengo. Me iba mejor cuando tenía el supermercado; era pequeño, es cierto, pero hacía buena plata porque era lo único que había por esa zona. Después hicieron un supermercado Walmart y tuve que cerrar el mío. Con esos precios no hay quien compita. Claro, es el capitalismo, yo no me quejo, a mí me gusta así, aunque me jodan porque va y un día me toca a mí joder. Yo sigo soñando con ser dueño de una cadena de supermercados como Publix donde comprar es un placer y tumbar a Walmart ese, que se mete en todos lados y acaba. Hoy quisiera emborracharme y sentarme allá afuera con todos esos borrachos y hablar tanta mierda como ellos porque llevo días sin dormir, preocupado por lo bajas que están las ventas este mes. Lo más probable es que no me alcance para el alquiler, pero no importa; yo tengo un dinerito guardado ahí para eventualidades. Bueno, en realidad lo tenía guardado para ir a Honduras a casarme. Tengo una novia por allá; nos conocimos aquí pero la deportaron hace un año y yo prometí que iría a buscarla, a casarnos primero, claro, y después traerla para acá, a ella y a sus dos hijos pequeños. Ahí sí voy a tener que trabajar duro para alimentar tantas bocas, pero oiga, va y me pongo de suerte y el negocio levanta y prospera como debe ser y abro un supermercado con todos los hierros y acabo con el Walmart ese que jode a todo el mundo.
Ernesto G. (La Habana, Cuba, 1967), narrador y poeta. Licenciado en Lengua y Literatura Inglesas por la Universidad de La Habana. En 1987, obtiene Primera Mención de Poesía en el Concurso 13 de Marzo. Radica en los Estados Unidos desde el año 1995. En 2004, se gradúa con una maestría en la enseñanza de la lectura en Nova Southeastern University. Ha colaborado con varias revistas digitales y páginas de internet. Fundador de iSawFingerProductions, una compañía de cine independiente a través de la cual realizó filmaciones de eventos culturales de Miami, cortos y entrevistas. Cofundador de Conexos, una revista de arte y literatura. Ha publicado Los relatos de Maurice Sparks (Editorial Silueta, 2011) y El transeúnte considerable y otros relatos (Editorial Silueta, 2016). Su más reciente libro, Crónicas de la Pequeña Habana (Ediciones Furtivas, 2023), fue presentado en noviembre en la Feria del Libro de Miami.
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