El condensare de Pound y la descabritación hispana

Ezra Pound adoraba la palabra alemana dichten para referirse a la poesía. Condensar: he ahí todo el arte, o gran parte de él. Tres cuartos extirpados a The Waste Land, de Eliot, nos ofrecen lo mejor del poeta. Un arte que los hispanos nos negamos a practicar. 

Aunque Ovidio nos llenó las mentes con una desbordada materia prima que convertirían en oro los autores del Renacimiento español, es Virgilio, y especialmente su Eneida, quien mueve los hilos de nuestra poiesis. Diez años de guerra troyana, en la que hubo mucho de hastío y de desasimiento, fueron condensados en veinticuatro cantos memorables de la Ilíada; luego el número se redujo en la Eneida (no así el hastío y la desazón). Y de este filamento oxidado, casi tan poco auténtico como los emperadores romanos nacidos en tierra ibera, nos viene esta tendencia al flujo del pensamiento poético descabritado.

Muy poco pudimos extraer de la melopoeia de los trovar clus de la Provenza. Y lo extraído se mezcló visiblemente con lo arábigo para darnos, eso sí, las mejores canciones de la lengua. Descubrimos tarde la fanopoeia de los orientales, y nos declaramos muy pronto incapaces de igualar sus creaciones ideogramáticas. De los tres aspectos esbozados por Pound en El ABC de la lectura solo nos resta uno: la logopoeia. He aquí nuestro campo de fuerzas… ¿infinitas?

Por encima de la melodía y el argumento, la capacidad para soltar la lengua sin perjudicar el oído, extendiendo los juicios con digresiones resplandecientes, como en esos cuadros de Sorolla que bastarían para incendiar el más oscuro Londres: esa evasión del contenido por la forma es nuestra alma poética. El claroscuro es el protagonista de muchos cuadros de Velázquez como el hipérbaton lo es de los poemas de Góngora. Esa es nuestra autóctona grande ligne.

La música española no comienza hasta que se decide por esta especie de “defecto”. Todo el Quijote es un narrador que desvaría como sus protagonistas. En el teatro calderoniano suceden menos cosas que en Shakespeare, y en más páginas. De ahí que una novela como el Tristam Shandy parezca más hispana que inglesa: carece de condensare

El condensare no tiene que ver necesariamente con la extensión. Milton condensa durante todo su Paraíso Perdido sin que nos sintamos perdidos en ningún momento. No podemos decir lo mismo de Quevedo o de Góngora o Lope, y si nos damos una vuelta por el siglo XX, marcada por el subjetivismo posromántico, los extensos poemas de Paz o de Lezama Lima terminan envolviéndonos en las disímiles espirales de la lengua y el sentido.

Comienzo a sospechar que trescientos años de prosodia hispana no han servido de mucho. Somos incapaces de comprender el fenómeno fundamental de nuestra descabritación. Es encantador sentirse arrastrados por la Piedra de Sol de Octavio Paz, los recovecos de un viaje autobiográfico al centro de la poesía. 

Hace poco releía los Pensamientos en la Habana, de Lezama, para descubrir cómo ciertos vocablos se repetían sin acudir a la figura de la aliteración. Típico del neobarroco del cubano, dirá Severo Sarduy. Pero yo creo que hay algo más. 

En la poesía norteamericana Walt Whitman expone su desborde, su catarsis nocturna, como contrapunteo al condensare de Emily Dickinson. Y ese equilibrio los erige como los padres de la poiesis de los Estados Unidos, los responsables de contener las fuerzas de los poetas del siglo XX. En el mundo iberoamericano carecemos de ese misticismo maternal de las condensaciones de Dickinson. Tuvimos una madre en Sor Juana, pero se nos reveló más exuberante que el mismísimo Whitman. Tuvimos al mayor condensador de la poesía mundial: San Juan de la Cruz, pero ese misterio caló más hondo en nuestros sentidos que en nuestra forma.

Nuestra exuberancia, convertida en belleza por la fórmula de Blake, vuelve interesantes lo mismo unas cartas de Antonio Pérez que un discurso malhumorado de Torquemada. Nuestra grande ligne tiene la forma de un fractal.

Literatura cubana

Relativos (notas sobre literatura cubana) (II)

Javier L. Mora

Cuando el autor de estas líneas continúa reuniendo notas dispares sobre literatura cubana (de cualquier procedencia, fecha o condición), es porque en realidad todo lo que existió un día es, ahora mismo, el presente, y el presente contiene, forzosamente, todo lo que vendrá.

Desde luego, querido Ezra Pound, no podemos emular a Homero en la tarea de escribir poemas extensos sometidos a una constante condensación. El griego escribía en una lengua cargada de flexiones; la única gestualidad parecida en el idioma español es el hipérbaton. 

En Cuba, la abundancia del fenómeno es algo que me llena de orgullo, y que no encuentro en numerosas tesis sobre la descabritación. Si leemos (como pide Fina García Marruz) los Versos Sencillos de José Martí de forma continua, nos encontramos ante un poema extenso en el que persiste el condensare como una tensión hermosa, aunque incontenida. El poeta se deslinda de su médula esencial para entregarnos lo mejor de su alma: su propia vida. Medio siglo más tarde, el desbordado Samuel Feijóo nos presenta su tríada: Bethel, Faz, Himno a la alusión del tiempo, poco valorada por la crítica, que constituye un caso extraordinario en la grandilocuencia sin orillas de nuestra lengua. 

“Los árboles no dejan ver el bosque”, diría Pound en oposición furiosa a la frondosidad cubana (aunque una instantánea del estudio de Ezra, como las tomadas por Cartier-Bresson, nos muestran una descabritación mayor). José Kozer respondería con sus trece mil flujos verbales (que, sin dejar de resplandecer por momentos, considero más cábala que poesía; quizás Kozer, como un Eliot redivivo, necesita el escrutinio del estadounidense). “La literatura es el idioma cargado de sentido hasta su grado máximo”, replicaría Pound. 

Es sabido que un condensador como Eliseo Diego no apreciaba demasiado poéticas como las de Pablo Neruda. Dos émulos nerudianos habitan la Cuba de hoy, pasando casi desapercibidos por la ceguera cubana contemporánea. Dos monstruos catárticos, empedernidos whitmanianos. 

Ustedes, que están tan ocupados con las escuelas y las generaciones literarias como si se tratara de promover la agricultura en una estepa: ¿han leído a Roberto Manzano y a Rafael Almanza

Sí, ya sé que me dirán que se trata de un origenismo trasnochado. Y, a pesar de que ambos responden con orgullo a ese término, no se trata de eso. Son autores de poemas extensos que, en franca oposición al modo lezamiano, prefieren afrontar la luz como en un mediodía cubano, y esa luminosidad es su desborde. 

Roberto Manzano es dueño de una melopoeia que embriaga, un ritmo que permanece desobediente a su sentido, y su descabritación está marcada por vocablos criollos que enloquecerían a Pound. Sus Tablillas de barro, su Synergos o su Sísifo son una inundación que condensa la abundancia de la isla. 

Rafael Almanza es el autor de la tensión verbal sostenida con aliento sobrehumano. Para imaginar el alcance de la hazaña de este escritor, baste decir que sus HymNos, que ya suman diecisiete en más de mil páginas, son un cara a cara con la hímnica grecolatina y con los diálogos socráticos. Los últimos de ellos ostentan una descabritación tal que exceden lo simplemente escrito para rellenar el horror vacui con poemas visuales y hasta con video-poemas, audios e hipertextos objetuales que el libro tradicional no llega a contener. 

Otro anglosajón descarrilado, William Blake, nos sentencia: “la cisterna contiene, la fuente rebosa”.

Y sí, debemos permanecer de rodillas ante Ezra Pound por poner el cabestrillo a un joven T. S. Eliot, o por mostrarnos a un Cavalcanti ultramoderno, pero a nuestros monstruos poéticos, queridísimo miglior fabro, ¿quién les pone el cabestro?

Una novela de drogas tomar

Una novela de drogas tomar

Rolando Leyva Caballero

Ácido: blog de poesía, de Julio César Jiménez, es una novela agorera más que apocalíptica, (pos)revolucionaria más que kafkiana y orwelliana; una ficción escrita bajo el efecto de los alucinógenos retóricos; una ración de comida rápida de lo que es y será por mucho tiempo la sociedad cubana actual.