El arresto
En la madrugada fue que regresé a mi habitación #208 después de mi recorrido por todas las zonas del “Juego”, y me tiré en la cama sin sospechar lo que estaba a punto de suceder, que le daría un vuelco total y para siempre a la vida ingenua de mi juventud y de aquellas infantiles aspiraciones de convertirme en escritor en una sociedad donde todas las puertas siempre permanecieron cerradas.
Llevaba durmiendo un par de horas cuando unos fuertes golpes en la puerta me despertaron.
—¡Aprendiz! — dijeron desde el pasillo.
Desde el camastro, un pin pan pun, en vez de miedo sentí curiosidad.
—¿La policía? —pensé.
Examino los hechos de los últimos días, de las últimas horas, y respiro aliviado. Ningún error, ningún acto que dejara huella, que me hiciera regresar al trabajo forzado bajo el acápite de “peligrosidad”: estaba limpio.
Y los escenarios donde se practicaba el “Juego”, limpio total.
Me incorporé desnudo, tal y como Dios me trajo al mundo, de mi pin pan pun. No sabía quién o quiénes eran los que se encontraban en el pasillo pronunciando mi nombre. Así que dije en voz alta para ser escuchado:
—Un momento, por favor.
Y los golpes arreciaron, y dijeron:
—¡Abra!
Comencé a sentir la extrañeza del peligro. Comencé a percibir energías nunca antes experimentadas. Lo que estaba ocurriendo era raro. Otra cosa hubiera percibido si hubieran sido de mis amantes, muchachos y muchachas que eran mis compañeros sexuales por una o dos veces al mes.
Pero no podían ser mis amantes, que sabían que en las mañanas no me gustaba hacerlo. Sólo hacía excepciones con los que no tenían libertad familiar para salir de noche y el único chance era en la hora escolar.
He hablado de desnudez porque en aquellos tiempos los calzoncillos escaseaban y estaban racionados por una libreta que tenía el rótulo de Productos Industriales. Y como yo vivía solo, sin una madre o mujer que me atendiera, casi nunca tenía dinero para alimentarme, y casi nunca tenía calzoncillos. En parte, porque sólo daban tres calzoncillos al año racionados. Y, en parte, porque yo mismo los metía dentro de un cubo con agua y detergente para lavarlos y al olvidarlos se pudrían.
Como los toques en la puerta continuaban, me asusté, y la alarma de que algo siniestro estaba llegando a mi vida, el sentimiento de curiosidad, se convirtió en susto.
La cadena en la toma de decisiones: “ahora busco el short para cubrirme”, “ahora aguardo unos segundos y me regalo una pausa”, y ordeno mis pensamientos, quedó interrumpida.
Entonces abrí la puerta, colocándome detrás de una hoja, y vi a cuatro hombres vestidos de civil, y a Berta Díaz, la vecina del pasillo. El jefe del grupo mostró un carnet que apenas leí. Dijo que tenía orden de detención y registro y la vecina era una testigo, convocada en calidad de miembro del CDR (Comités de Defensa de la Revolución).
La vecina Berta Díaz es un personaje sin importancia ahora mismo; todos los cubanos somos personajes sin importancia. Mas luego, testimonios de otros sistemas de gobierno totalitarios me hicieron comprender que si la vecina Berta Díaz se hubiera negado en el edificio donde vivo, se habrían sobrado los vecinos dispuestos, disponibles, con la férrea voluntad revolucionaria para asistir a mi desgraciado hecho.
La población ha sido muy disciplinada con el Ministerio del Miedo. Yo creo que esta obediencia ciega, a pesar de las penurias con el alimento y otras necesidades, es un misterio.
Uno de los policías se había metido dentro de la habitación a la fuerza, empujando la hoja que yo sujetaba y me negaba a abrir; pero cedí, y le dije que me permitiera ir al baño y cubrirme.
Tres agentes habían entrado a la habitación y el jefe del grupo, un negro de pequeña estatura, le gritó a un blanco jovencito que me siguiera hasta el cuarto de baño y no me quitara los ojos de encima, porque yo podría tener una pistola escondida junto al inodoro.
¿Pistola?, pensé mientras buscaba el short con mi cuerpo casi desnudo y me vestía delante del policía, pensando que tal vez este tipo era un bisexual reprimido y hubiera dado cualquier cosa para estar allí, no para reprimirme, sino para gozar un poco conmigo.
Pero este policía, años después, volvería a verlo cierta tarde en el lobby del hotel Sevilla. Y en aquellos momentos pensé: estas gentes están exagerando, y esta exageración pertenece a algo demasiado grande y tenebroso que está por llegar.
De todos modos, desde joven ya me había acostumbrado a ir preso, fuera o no fuera culpable. Lo único que me importaba en aquel momento era saber por qué la policía estaba en mi habitación y luego defender mi “libertad” a cualquier precio.
¿Qué buscaban los agentes del gobierno mientras abrían y cerraban libros amontonados, unos encima del otro, sobre el piso? En mi caso, un registro era fácil. Mis únicos muebles eran un pin pan pum y una rústica mesa de tablas que Reinaldo Arenas me ayudó a construir. En cuanto a mi ropa, mejor diría harapos, estaba colgada en unos tubos oxidados del baño.
No encontraron nada en el registro. El jefe de grupo ordenó que me vistiera porque tenía que irme con ellos. Pregunté si regresaría a mi casa y el jefe del grupo dijo que se trataba de una simple verificación. En aquel momento, qué lejos estaba yo de saber que aquella simple verificación cambiaría mi vida en todos los sentidos.
Cuando salí del edificio, escoltado por aquellos testaferros, yo no quería que los transeúntes y la gente del barrio, que hacían su cola en la panadería de los bajos, se percataran de que estaba siendo arrestado. En aquella época, las áreas verdes del Instituto de La Habana no existían y en su lugar había un estacionamiento para autos.
Solicité permiso para comprarme una cajetilla de cigarros, pero no me lo concedieron. Había amanecido sin cigarros y estaba alterado por no fumar.
Aunque no viví los sobresaltos del anterior régimen [Fulgencio Batista] cuando el Volkswagen tomó rumbo hacia la zona de La Habana conocida como El Cerro, imaginé lo peor: la policía aprovechaba la ausencia de Reinaldo Arenas, que se encontraba en Oriente disfrutando de unas vacaciones, para desaparecerme asesinado de alguna forma.
El único pensamiento que me consolaba era saber que yo no estaba metido en política y mis opiniones de joven de 25 años apenas podían ser tomadas en serio. Porque a los 25 años yo no tenía una opinión política. No tenía cultura política. Lo único que me interesaba era mi intensa vida sexual, en primer lugar; y aprender a escribir, en segundo lugar.
Entonces ¿por qué ahora la policía me detenía, y quiénes eran estos señores con una actitud más feroz que la de cualquier otro policía que yo hubiera enfrentado, y a qué lugar me llevaban estos agentes?
Tenía que esperar para saberlo. En el transcurso del viaje, apretados en aquel pequeño Volkswagen, traté de congraciarme con los esbirros. y percibí que estos seres disfrutaban la violencia de su profesión. Y esta fue la primera vez que comencé a conocer el rostro realmente feo del poder revolucionario.
El auto rodaba por la Calzada del Cerro y, al llegar a la calle Saravia, dobló a la derecha. El auto volvió a doblar, esta vez a la izquierda, y penetró en un oscuro y húmedo salón gigante que se abría hacia un inmenso patio que era el centro del cuartel.
Años después supe que ese lugar era la sede provincial del Departamento Técnico de Investigación Criminal. Es decir, inicialmente, este cuartel de la policía cubana, no tenía ninguna relación con la Seguridad del Estado. Pero la Seguridad del Estado lo utilizaba de pantalla para sus operaciones.
Uno de los testaferros le entregó un papel al oficial de guardia. El oficial de guardia me llevó hasta una mesa, donde tuve que depositar mis pertenencias personales y me cacharon. Mi corazón latía fuertemente. Otro policía abrió una puerta y me obligaron a caminar por un pequeño laberinto de puertas y más puertas.
De repente, abrieron una puerta y me indicaron que entrara. Entré. Era una pequeña habitación con un aire acondicionado que al principio fue agradable. Había un escritorio y dos sillas. Me senté en la silla que estaba delante del escritorio.
Comenzaron a transcurrir los minutos. Nadie abría la puerta de la habitación. Aunque mi desconocimiento del mundo policiaco era total había visto muchas películas. Y uno cree no saber defenderse si los hechos llegan a los extremos, pero uno no sabe que sabe, y uno se defiende.
Cuando transcurrieron los primeros minutos, comprendí que aquel aislamiento formaba parte de un plan que la policía aprovecha para ablandar al prisionero antes del interrogatorio. Y me dije que aquellas paredes tenían orificios por donde me observaban. Así que, si me observaban, para evaluarme, opté por una apariencia calmada.
Decidí permanecer en mi silla inmóvil como un yoga. No había practicado Hata Yoga aún, pero sabía que los faquires y los yogas de la India acudían a la relajación en momentos críticos.
Durante un cuarto de hora permanecí inmóvil, pero muy pronto la temperatura de la habitación comenzó a descender y los dientes comenzaron a castañetearme. Tuve que abandonar mi actitud de yoga y comenzar a frotarme las manos y a mover las piernas para que el cuerpo no se me entumeciera.
Había comenzado la tortura y yo, en medio de mi ingenuidad, no era capaz de concientizarlo tanto. Deseos no me faltaron de levantarme de la silla e ir hasta la puerta y abrirla y salir al pasillo y gritar que si en aquel lugar “había alguien más” y que “hasta cuándo pensaban mantenerme en la incertidumbre”.
Pero pensé que aquel movimiento les daría a mis observadores un perfil de mi personalidad: que yo era capaz de fugarme o defenderme si la situación yo la definía como negativa. Además, si me levantaba de la silla, estaría demostrando debilidad de carácter y una mente incapaz de controlar al cuerpo.
No puedo precisar cuánto tiempo permanecí en aquella helada habitación, hasta que llegó el oficial que me sometería al interrogatorio. Mientras tanto, me resultó cómico escuchar voces que se filtraban a través de las heladas paredes. Eran supuestos interrogadores e interrogados. Los detenidos clamaban por su inocencia, con el tono implorante de quien pide perdón.
Por unos minutos creí que era real. Pero pronto mi sagacidad me dijo que sólo se trataba de grabaciones que estaban destinadas a intimidar al detenido que se encontrara en mi habitación. La policía no podía ser tan estúpida como para fabricar cubículos donde lo que se hablara en uno pudiera ser escuchado en el otro.
La puerta la abrió uno de los agentes que participó en el arresto. Este agente se irguió en señal de respeto, mientras sujetaba el picaporte de la puerta y entraba un personaje que marcaría mi vida para siempre.
El personaje era un enano musculoso. Tenía aspecto de chulo. Exhibía unas patillas patibularias, estilo Revolución Francesa. Por la cara, uno podía juzgar que no estaba sometido a las grandes presiones de un policía ordinario.
Era un jerarca del terror.
No quiso escucharme
Cuando el Maestro regresó de sus vacaciones en la provincia de Holguín, tocó a mi puerta.
Sentí una gran alegría y alivio. Finalmente estaría protegido por alguien con conocimiento de las reglas del juego en un país de delatores, país hasta ese momento desconocido para mí.
Lo invité a pasar y me entusiasmó la idea de beber té y contarle al amigo lo ocurrido. Era indudable que del Maestro recibiría valiosos consejos. Recibiría alguna luz en mi mente oscurecida e impactada. Me entregaría valiosos consejos de cómo conducirme, después que la Seguridad del Estado había irrumpido en mi vida. Dejaría de sentirme tan terriblemente solo, y vulnerable.
El Maestro llevaba un mes de vacaciones en la provincia de Holguín. Mi plan fue esperar su llegada y compartir la insólita experiencia y acatarme a su recomendación.
El Maestro, en esos momentos, representaba para mí la máxima expresión de una inteligencia y un conocimiento de la realidad cubana que, al conocer lo ocurrido, me entregaría la llave de la solución.
Pero no ocurrió así. Su comportamiento fue el de alguien que ya sabía lo ocurrido; y lo más desquiciante: jamás aceptaría tener conocimiento del desafortunado suceso.
Así que, una semana después de mi arresto, tocan a la puerta en la mañana. Es el Maestro, de pie en el pasillo, frente a mi puerta #208, y al verlo mi alegría es inmensa.
—¡Pasa, Maestro, te esperaba! —exclamé.
—¡No puedo, Aprendiz, me esperan unas amistades para un almuerzo!
—Yo no puedo invitarte a un almuerzo, querido amigo —dije—, pero sí para una taza de té, y referir una desgracia ocurrida mientras estabas en Holguín.
—No tengo tiempo, Aprendiz, sólo quiero que me entregues la Libreta de Abastecimiento —dijo el Maestro en tono poco amistoso.
—Lo que tengo que narrarte es grave… ¡pasa, por favor! —insistí.
—¡No, Aprendiz, no tengo tiempo!
—¿Es que no dispones, Maestro, de cinco minutos para entrar a mi habitación y escuchar la historia?
—¡No puedo, Aprendiz, dame la Libreta de Racionamiento!
—¡Está bien, Maestro, aquí tienes la Cartilla de Racionamiento, pero tu cuota alimenticia de este mes tuve que trapicharla!
—¿¡Cómo…!? —exclamó el Maestro.
—Como lo oyes. Precisamente deseo que pases a mi habitación para contarte lo ocurrido —dije con la esperanza de que esta vez se olvidara de su invitación a un almuerzo y me prestara atención. Pero no.
El Maestro se llevó las manos a la cara y apretó los puños. Y viendo que no había modo de hacerlo entrar en razones para lograr contarle la historia, le entregué la libreta y dije:
—La semana pasada aquí estuvo la Seguridad del Estado, registraron mi habitación y me llevaron detenido para una Unidad del Minint en el barrio del Cerro conocida por “Saravia”.
Entonces la cara del Maestro se llenó de sangre y gritó desde el pasillo:
—¡Eso son mentiras tuyas… mentiras!
—¡Es la verdad! —me defendí—. Por favor, entra a mi habitación y te cuento en detalles lo que me hicieron.
El Maestro me dio la espalda y, con la Libreta de Racionamiento en sus manos, entró a su casa y con un fuerte portazo se encerró en su habitación #209.
Años después, por boca del propio Maestro, cuando ya se encontraba “a salvo” en el exilio, declaró en una entrevista:
—La casa se quema. Y se quemó. Yo no soy ningún héroe. Yo también hice mi papelito.
Pienso que en estas palabras el Maestro se confesó; porque cuando una persona se siente culpable, por mala intención premeditada (una orden) o falta de valor personal, y se trata de alguna culpa que arrastra, de algún modo total o parcial, confiesa.
Un detalle que aclaró mis dudas muchos años después y siempre se escapó a mi discernimiento en aquel interrogatorio que duró casi tres horas: jamás la policía política cubana mencionó el nombre tan vital y significativo del Maestro.
* Fragmentos del libro inédito El Aprendiz, cedidos en exclusiva por el autor a Hypermedia Magazine.
La Cuba de hoy y de mañana
Por J.D. Whelpley
“Es difícil concebir una tierra más hermosa y más desolada por las malas pasiones de los hombres”.