Para los cuadros políticos de la cultura, la censura es un mal menor cuyas buenas intenciones exaltan lo consabido: según Isabel, agente de la Seguridad del Estado que atiende el Consejo Nacional de las Artes Plásticas (CNAP), “el destino histórico de la Revolución”; para Jorge Fernández, cuadro en función de director del Museo Nacional de Bellas Artes, “el momento frágil que vive la Revolución”.
Hablo del cuadro profesional del Partido, quien según la definición guevariana se distingue por su disciplina ideológica y administrativa, a través de la cual ejerce el llamado “centralismo democrático”. En cualquier ámbito de la sociedad cubana, el cuadro hace valer su autoridad política combinando dicha disciplina con su capacidad para el sacrificio y sus cualidades como vigilante.
En el entorno del arte y la cultura, donde dominan las producciones simbólicas, el cuadro y la cadena de mando a la que pertenece, sus superiores y subordinados —los especialistas de la institución que dirige—, tienen bien asumida su función censoria.
La voluntad censoria del cuadro está encantada por el sentimiento de beneficencia: él cree ciegamente en las intenciones purificadoras de la censura, a la vez que insiste en la generosidad y compasión burocráticas respecto a las víctimas.
De esto se retroalimenta —como argumenta la colega María de Lourdes Mariño— la maquinaria de estabilización ideológica que son las instituciones culturales cubanas, disponiendo cíclicamente arbitrariedades ante las que nada ni nadie resulta imprescindible, y sistematizando la idea de que los individuos, los objetos y los eventos, conforman una totalidad sacrificial: todo puede ser intercambiado, sustituido y destruido.
Estas arbitrariedades suelen señalar las faltas sin tener que demostrar las causas ni considerar los efectos; connaturalizan una de las características del autoritarismo: la creación de chivos expiatorios.
Lleva razón Claude Lefort cuando subraya que el enigma totalitario consiste en que continuamente consigue presentar el autoritarismo como una emanación del pueblo y a la vez como su agente depurador. Dilucidar tal enigma conlleva admitir el secuestro de la unanimidad, en cuyo nombre el autoritarismo dicta y ejecuta tal o más cual cosa (lo que no exime a cada cubano de su responsabilidad por consentir esta o aquella decisión, y hacerla unánime). Y conlleva también destacar el hecho de fiarse de los cuadros políticos una vez que determinan dónde, cómo y cuándo, pero sobre todo contra qué o contra quién, implementar dicha unanimidad.
La prepotencia de sociedades disciplinadas y colectivizadas como la cubana se basa en la garantía mimética del porte, los ademanes y el despotismo del soberano por parte de los cuadros: ellos son la correa de transmisión entre aquel y la sociedad.
Mimetismo instruido en las Escuelas de Formación de Cuadros: instituciones que potencian el abuso de la confianza por la burocracia política; pero abuso en el sentido más avieso, pues se trata de la confianza que la sociedad deposita en ellos. Hablo de instituciones que legitiman el castrismo como modelo de liderazgo y método de gobernabilidad.
En definitiva, la renuncia de cada cubano al gozo de su individualidad jurídica, política y cívica, ha provocado el desentendimiento social en cuanto al uso y abuso que hace el cuadro de la confianza que se le entrega, permitiéndose propiciar ciclos de desconfianza.
Pienso en el ciclo de desconfianza creado por la burocracia cultural a raíz de la primera edición de la 00 Bienal de La Habana (mayo, 2018), en la cual participamos el colectivo de artistas Celia-Yunior y yo con una obra en colaboración.
Días antes de realizar nuestra intervención pública, el padre y el hermano de la artista Celia González, coronel jubilado y teniente coronel cesado de la Seguridad del Estado respectivamente, profesan su autoridad en nombre de lo que llamaron “Operación 00”. Los oficiales citan a la madre de Celia en el parque de H y 21, Vedado, para informarle que su hija “estaba metida en actos contrarrevolucionarios”, por lo que ella tenía que persuadirla para que no participara en dicha bienal, pues “podría terminar en prisión como Tania Bruguera”.
La madre cuenta a Celia el incidente. Celia llama a su hermano por teléfono y le prohíbe molestar a su madre con tal tema; el hermano le explica: “Lo que pasó fue que Jorge Fernández habló con Gladys [Collazo]” —presidenta del Consejo Nacional de Patrimonio Cultural, y ex esposa del hermano—, “para que ella me dijera que hablara con tu mamá y que entonces ella te aconsejara”.
Celia le replica a su hermano que en todo caso era Jorge quien tenía que haberla llamado. Sin venir a cuento y gritándole, el hermano responde: “No seas boba, que Jorge es de la Seguridad del Estado. Él es un subordinado de Gladys y también pertenece a la Seguridad”.
Es válido reflexionar sobre el Caso Celia, pero no porque el clímax chismográfico de la Seguridad del Estado haya puesto en evidencia a Jorge Fernández como uno de sus colaboradores o agentes, pues sabido es que todo cuadro político tiene asimilado su deber de vigilar e informar. De hecho, el mérito de cuadros como Jorge Fernández no radica en que ame el arte, sino en que su precepto ideológico y su cometido político están por encima de todo, lo cual incluye cualquier pasión por el arte.
El Caso Celia expone las convenciones sociales, políticas y legales, de la reprobación preventiva totalitaria: la anteposición incondicional del obrar político al afecto familiar; la prepotencia de la Seguridad del Estado para intervenir a su antojo; la implementación de presiones psicopedagógicas hasta calar el amor más incondicional; la activación del odio diferenciador del enemigo y la utilización del chisme politizado para formular censuras y normalizar castigos.
El Caso Celia refresca el legado fundamental del archiconocido Caso Padilla: la institucionalización del tándem victimario compuesto por la burocracia cultural y la Seguridad del Estado. Tándem cuya misión es intervenir en el ámbito cultural para controlar qué se dice y qué se hace, e intentar reeducar a quien es prevenido, censurado o condenado, antes de reanudar su vida pública.
Pero, sobre todo, el Caso Celia esclarece la potestad de la Seguridad del Estado para utilizar al cuadro, en tanto portador de un “criterio autorizado”, como patente de corso para persuadir, coaccionar o desacreditar artistas.
Por eso lo importante no es si Jorge Fernández realmente le pidió a su superior Gladys Collazo que le dijera a su ex esposo, hermano de Celia González y oficial de la Seguridad del Estado, que coaccionara a la madre de la artista para que exigiera a la misma no participar en la 00 Bienal de La Habana. Lo relevante aquí es que, lo haya o no pedido, Jorge Fernández tiene que asumir que lo hizo porque la Seguridad del Estado esgrime su nombre para salvaguardar “el destino histórico de la Revolución”.
En 1996, y a propósito del perfil historiográfico de la obra del artista Alberto Casado respecto a la censura en el arte cubano, el crítico Orlando Hernández finaliza su texto con el eslogan: “Abajo la censura en todas sus formas”. Así, invitaba a los especialistas a pensar en la censura si es que querían emprender “una verdadera y real investigación de la cultura”, proponiéndoles además dimensionar el chisme como un mecanismo idóneo para comprender la censura y su trascendencia en el entorno artístico cubano.
Orlando Hernández no fue escuchado.
Si echamos una ojeada a antologías cubanas de corte colectivo como Déjame que te cuente (2002), Antología de textos críticos (2006) y Nosotros los más infieles (2007), o leemos los índices de compilaciones de autoría individual como Más allá de la crítica (Llilian Llanes, 2008), Mirada del curador (Corina Matamoros, 2009), Agua bendita (Rufo Caballero, 2009) y Fuera de revoluciones (Mailyn Machado, 2016), no solo queda claro que la censura es un anatema, sino que el cuadro político, figura esencial de la política cultural cubana, es sagrado.
Ambas cuestiones también resultan anatemas en publicaciones cubanistas como To and from Utopia in the New Cuban Art (2011), de Rachel Weiss, y Planet / Cuba. Art, Culture and the Future of the Island (2015), de Rachel Price. Así mismo sucede, por hablar de un momento de “apertura política”, con los catálogos de arte cubano producidos durante la “Era Obama” y su resaca.
Quienes estudian el arte cubano no quieren entender que observan un sistema totalitario a cuya entidad vertebral —el Partido único comunista— pertenece el cuadro político de la cultura: figura a analizar, más que por su aporte intelectual o su gestión cultural, por consumar disímiles formas de violencia represiva.
Tanto los historiadores cubanos como los cubanistas mantienen una indulgencia imaginaria respecto al cuadro político. Dígase Omar González y Marcia Leiseca, quienes fungían respectivamente como presidente del CNAP y viceministra del Ministerio de Cultura durante el Proyecto Castillo de la Real Fuerza; dígase Beatriz Aulet ante el Caso Ángel Delgado, o Abel Prieto, presidente de la UNEAC, durante el Caso ART-DE.
Una indulgencia que continúa, con relación a cuadros políticos como Rubén del Valle Lantarón, Fernando Rojas y Jorge Fernández —respectivamente: presidente del CNAP, viceministro de Cultura y director del Centro de Arte Contemporáneo Wilfredo Lam— durante el Caso Tania Bruguera, y que sigue enquistada a raíz del Caso Luis Manuel Otero, en el que dicha trinca de funcionarios sustituye a Del Valle por Norma Rodríguez Derivet.
La ausencia de disertación sobre las formas de la censura ha contribuido a su estigmatización política: ha canonizado la problemática de la represión en el entorno artístico como una materia que poco aporta a la historia del arte.
Críticos de arte y cuadros políticos convergen instituyendo un imaginario coactivo: lo que el cuadro prescribe y violenta en su función de gestor cultural, el crítico lo omite en su escritura de la historia. Las dos acciones reforman continuamente el mecanismo victimario; ninguna se resiste a reproducir la violencia represiva; ambas se vuelven artífices de la culpabilidad del violentado.
Recordemos que a raíz de un artículo publicado en esta revista hace tres meses, en el que llamaba la atención sobre el cruce a la vida profesional con estándares democráticos de cuadros políticos con historial de formas censorias como Rubén del Valle Lantarón e Isabel Pérez, varios especialistas en arte cubano trinaron en Facebook, intentando opacar la cuestión.
Tal conformidad imaginaria no fuerza debate alguno, ni en la esfera pública ni en el ámbito del conocimiento; antes bien, estrecha y endurece los límites que establecen las formas censorias, ya sea complementadas con la marginación, la expulsión, el hostigamiento, el encarcelamiento, el exilio u otros.
¿Por qué tal dependencia entre el discursar del crítico y la acción del cuadro político?
¿Por qué los críticos connaturalizan la anomalía de no considerar la violencia política y lo explícito que acarrea, desde las formas de censura hasta la violación de los derechos humanos, o si se quiere, de los principios de la dignidad humana?
¿Por qué continuar otorgándole, a la historia de las artes visuales, la exclusividad de no elaborar antítesis críticas ante las formas del mal dispuestas por la burocracia política?
Menciono, sin intención de responder estas interrogantes, causas elementales de tal indulgencia imaginaria:
Para peregrinos políticos y cubanistas, se debe a la nostalgia por experimentar la utopía nunca vivida, lo cual entraña cuidar la imagen que de ella imaginan y reproducen. Cuidado que, desde una perspectiva crítica, responde al temor a represalias por determinadas discrepancias: ya sea la denegación de entrada a Cuba, la acusación de servir al gobierno estadounidense, o la declaración de persona no grata.
Pensemos en la denegación de entrada a Cuba a la investigadora y artista Coco Fusco; o en experiencias semejantes vividas por los críticos y curadores Holly Block y Kevin Power, a quienes en su momento también se les negó la entrada al país.
Infundir el miedo es consustancial a la existencia de la sociedad totalitaria. Para el crítico y otros especialistas del entorno cultural cubano, el miedo inducido es un motivo connatural que paraliza; esto se traduce en cuidarse de no ser advertidos o requeridos sobre lo que ya se sabe: las críticas han de hacerse dentro de la Revolución, y reservadamente a sus cuadros.
Dichos especialistas deben velar igualmente por no ser censurados en los medios de publicación y promoción estatales, o no ser expulsados de las instituciones en las que laboran, padeciendo la difamación sobre su persona y el descrédito profesional a cargo de los cuadros políticos, sus colegas de trabajo y las organizaciones políticas y de masas correspondientes.
También están quienes remedian el miedo contrayendo pactos fácticos y narrativos, sea porque han sido censurados antes y luego aceptan una reinserción profesional condicionada, porque se imaginan en la experiencia de algún colega violentado, o porque desde el principio eligen conservar el imaginario crítico establecido.
Percibir la ritualización de formas censorias y represivas disciplina el pensamiento hasta tal punto que, aun siendo compilados y publicados sus artículos fuera de Cuba, ciertos críticos cubanos y cubanistas se cuidan de no tocar anatema alguno, predispuestos por la inquisidora lectura de la burocracia cultural.
He aquí la paradoja: no llevar a discusión lo que te coacciona a no hablar de ello, es mitificar tal coacción ad infinitum.
Carácter de infinitud manifiesto en el sentido “interminable” con el que el funcionario Fernando Rojas —durante la reunión para revisar las sinrazones del Decreto 349 en el CNAP en 2018—, anula cualquier pregunta sobre la reprobación contra el artista Ítalo Expósito por su participación en la 00 Bienal de La Habana.
Por descontado que interminable es otro eufemismo frente a lo que resulta inexplicable para Rojas y la burocracia cultural: la autonomía de pensamiento y gestión que representa dicha bienal.
Ítalo Expósito organizó una exposición en su Taller/Galería Yo Soy El Que Soy. En represalia, los cuadros del Ministerio de Cultura y el CNAP censuraron dicha exposición, invalidaron el Carné del Registro del Creador de Expósito reduciendo su estatus al de “artista ilegal” y, en conjunto con la Policía nacional, lo sancionaron con una multa de 3000 pesos.
En la mencionada reunión, Rojas y Norma Rodríguez Derivet, directora del CNAP, escurrían la mirada e incluso evitaban el movimiento de cabeza hacia Expósito, cada vez que algunos de los presentes requeríamos explicaciones sobre su caso.
Situaciones como esta hacen a la víctima sentir vergüenza, pero no porque se considere culpable del delito que le han adjudicado, sino por la impotencia que le genera saberse protagonista de un proceso de expiación, y percibir que la prepotencia de sus victimarios —al amparo de la impunidad estatal— es tan inmensa como grave es su padecer. Motivo por el cual, Expósito abandonó la reunión en menos de una hora.
Tal es el funcionamiento del ethos totalitario: un sistema culturalmente organizado a partir de las emociones políticas y su respaldo al autoritarismo. La afectividad totalitaria tiene su arraigo en la astucia con que el inconsciente va infiltrando dichas emociones en el individuo, sustrayéndole valiosos comportamientos que podrían ayudarle a enjuiciar el mal y no arrogarse situaciones de linchamiento. De la significación otorgada a este, y de la implicación individual en el mismo, depende la sucesión de las emociones políticas y los estados de apego colectivo que reproducen; lo que anima la repetición del linchamiento hasta concretar ciclos de animosidad empática.
Como recomienda Alain Badiou: es primordial aceptar que la planificación del mal es una modalidad de pensamiento, pues solo así se consigue desarticular inmejorablemente los procesos de absolución y detener la hipostasia del juicio.
Únicamente reconociendo que el mal consumado no necesita la venia de la intención, puesto que es objetivo —se vive como víctima o victimario, como observador o guardando silencio, formando multitud o retrayéndose—, se frena dicha repetición.
Vale reconocer la violencia represiva como principio y fin de la concientización de una ilustración política fanática. De esta nace la cultura afectiva de los cuadros y su conjugación de dos sensaciones políticas básicas: el odio y la ira. La primera acarrea la aversión hacia lo ideológica y políticamente inadmisible, la segunda aporta la irritabilidad indispensable para implementar la violencia que lo elimina.
La ira política aumenta o disminuye de acuerdo con las reacciones de la víctima: su irreverencia pacífica altera la ira del cuadro; su noble perseverancia después de haber sido violentada, multiplica dicha alteración. El círculo afectivo se cierra: la ira se convierte en odio político. Operación esencial para la fijación de la ideología correccional de los cuadros.
El Caso Ítalo muestra el carácter de contingencia que toma la animosidad empática: la afectividad que entretejen Norma Rodríguez Derivet y Fernando Rojas, al hacer notar prejuicios sobre ellos una vez que son interpelados por sus responsabilidades en la violencia contra Expósito.
Las emociones afilian; los cuadros se unen solapando los sentimientos humanitarios con los políticos e ideológicos: primero materializan su ira en violencia, luego la recomponen como objeto de lástima. La sensación lastimosa de Rodríguez Derivet y Rojas usurpa el lugar del sentimiento de angustia de la víctima; la pena que sienten por sí mismos parece emparejarse con la de Expósito.
Pero no es así, pues pese al “mal rato”, Rodríguez Derivet y Rojas gozan de su impunidad. Una vez que Ítalo Expósito se retira de la reunión —lo cual no significa que renunciara a su inocencia—, la ira de Rodríguez Derivet y Rojas retoma su espacio de confort: la praepotentia.
La ira burocrática no desaparece, porque es identificatoria. Los cuadros políticos basan su militancia en una máxima planteada por Peter Sloterdijk: “Quien quiera tener presente su ira debe guardarla en conserva de odio”.
La afectividad circular de ambas emociones se multiplica cuando la víctima aboga noblemente por su dignidad, por ejemplo: desobedeciendo el tratamiento pedagógico que le ofrecen sus victimarios después de sacrificarla. En el Caso Ítalo: un debate, que no es tal, sobre el Decreto 349.
La ira política podría erradicarse solamente si quienes agreden admiten sus injusticias. Pero reconocer haber implementado la violencia es darse a la reciprocidad de la fiscalización, así como conferir piedad burocrática a la víctima puede anular la pretensión de durabilidad de la institución. Con ambas decisiones, el cuadro político estaría exponiendo su desconcierto personal y dejando indefensa su interioridad humana.
La indulgencia imaginaria no solo resulta igual de instrumental que la violencia, sino que se vuelve el instrumento por excelencia de esta. Una y otra exigen y producen protagonismo y justificación.
Por supuesto que es sensato equiparar la representación a la violencia: no solo porque lacera el conocimiento y la memoria, sino porque sus imágenes se vuelven tan hostiles para con la víctima como el acto violento en sí. Una vez pasado tal acto, los discursos heredados de las imágenes siguen haciendo caso omiso a las secuelas que acompañan a la víctima, al drama que viven sus allegados y al recuerdo que perdura en la sociedad.
A la opinión ilustrada corresponde discernir la culpabilidad política y moral y las responsabilidades éticas y profesionales del cuadro político de la cultura. Sobre todo porque concebir corpus textuales, como el antes citado, es establecer modelos de entendimiento, disponer pautas críticas e historiográficas y, lógicamente, conformar públicos y comunidades imaginarias.
A estas comunidades —sean estudiantes de artes visuales e historia del arte; sean estudiosos, coleccionistas, curadores u otros gestores que viajan a Cuba o se interesan por el arte cubano desde otros lugares— se les debe mostrar que el funcionario de la política cultural es designado por el partido único, nunca surge de una convocatoria pública basada en un currículo profesional y otros procesos democráticos.
Las aptitudes y actitudes del cuadro político cultural responden a su capacidad para representar al aparato ideológico del Estado ante el entorno cultural, y no los intereses de las élites que componen dicho entorno ante el Estado (aun siendo intelectuales que devienen cuadros).
No hablo de una denuncia al uso de responsabilidades y culpabilidades; me refiero también a cuestionar la impunidad estatal que ampara al cuadro político, no solo al formar parte de procesos represivos, sino al abrirse camino profesionalmente apartando a especialistas más cualificados. Pues, de no ser designados por dicho aparato ideológico y responder a él, la mayoría de los cuadros políticos de la cultura no harían carrera como directores, curadores, profesores, especialistas o gestores de arte. Y mucho menos ganarían influencia hasta crear una red profesional que, al terminar sus funciones como cuadros políticos del sistema totalitario —pensemos en ex presidentes del CNAP como Rafael Acosta de Arriba y Rubén de Valle Lantarón—, les permita insertarse, como he dicho antes, en actividades de contextos internacionales simulando estándares democráticos.
Simulación que también activa el cuadro cuando es anfitrión de algún extranjero interesado o especializado en arte que visita a Cuba. Pienso nuevamente en Jorge Fernández, durante la conferencia de la curadora e investigadora Chus Martínez en el Museo Nacional de Bellas Artes, en julio de 2018.
Después de que los artistas Hamlet Lavastida y Reynier Leyva Novo intercambiaran públicamente con Chus Martínez un par de preguntas y respuestas concisas sobre la actualidad cubana, la necesidad de dialogar democráticamente y el peligro que corren los artistas de ser censurados y estigmatizados como disidentes, Jorge Fernández —sentado junto a la conferenciante y entonando voz de cuadro— asume su papel de ideólogo y cierra la sesión diciendo: “Bueno, quedó muy bien el debate”; y apostilla: “Tenemos que hacer más debates como este”.
Fernández imaginó un debate que nunca fue; su imaginación canceló la discusión que debió ser; su voluntad de funcionario dominó su deseo intelectual de encauzar el diálogo público.
Como he dicho en otra ocasión: el totalitarismo no se permite debates intelectuales que afecten su hábito correccional; a su burocracia le cuesta digerir el libre pensamiento por estar aferrada al fetichismo ideológico; a sus cuadros políticos les incomoda dialogar, porque actúan como inquisidores.
La estafa crítica de Art Crónica
Creada sobre bases de independencia económica y autonomía de pensamiento, parecía que Art Crónica iba establecer un entorno plural para repensar la historia del arte cubano. Varios colegas pensamos que Art Crónica sustituiría el controlado ámbito discursivo de la revista Arte Cubano por uno más inclusivo, o al menos, no tan reprobatorio.