En cada sociedad, las definiciones de cordura y demencia son arbitrarias y, en un sentido más amplio, políticas.
Susan Sontag
I.
El relato es simple: la madre arrastra una maleta frente a dos muñecos (padre e hijo) que están sentados —da la sensación que durante toda una eternidad— en el centro del escenario, y parlotea desaforadamente hasta el final. Pero esto es solo la punta del iceberg. Lo que en realidad vemos es una explosión tan exacerbada de emociones-rabia, que parece que estamos frente al Gran Ridículo, el último posible, aquel que llamaríamos definitivo: la madre pretende ajustarle las cuentas al Estado, porque en su visión esquizofrénica ha tomado para ella la forma de un gato, un gato que ha sido puesto allí para vigilarla.
Tal sería la línea principal —en una ojeada fácil, en una visión reduccionista del asunto— del Discurso de la madre muerta (Baile del Sol Ediciones, Tenerife, 2012), de Carlos A. Aguilera. Pero lo importante es, sin embargo, lo que magistralmente se mueve detrás, y que solo comienza a aparecer en la medida en que la pieza que da título al volumen avanza hacia el final.
El Discurso… ha sido escrito en un lenguaje que recuerda al Bernhard total: esa repetición de cláusulas completas, la obsesión compulsiva por ciertas palabras (el gato-Estado, el gato-Estado y la muerte), aquellas vueltas alrededor de una misma idea. Un Bernhard filtrado en alambique con alguna dosis de absurdo.
Pero la tensión (y el homenaje tal vez) es más obvia con el verdadero referente: Kantor: desde el título (recordemos La clase muerta del dramaturgo polaco), y esos personajes-muñecos en escena puestos a observar, o puestos para-ser-observados, como lagartos que se secan al sol. Y la madre, claro está, siempre la madre, omnipresente y patética en su ironía —una ironía hecha a ráfagas de locura, como si se la hubiesen pintado con chorros de presión en un taller mecánico—, queriendo (creyendo) ver lo que no es posible: al Estado; creyendo (queriendo) ver, en fin, lo que no se puede ver.
Tomé mi maleta rusa, esa que me regaló una vez el verdadero señor jefe de plaza pública y me fui a buscar a tu gato. ¡Míralo! Querías gato, pues ahí está. Ahora tendrás para siempre gato; solo que sin movimiento, como el Estado. Siempre presente, pero sin movimiento. Jaaa… El gato-Estado. ¡El Estado en forma de gato! Eso es lo que querían, pues ahí está. Salí a por él y ahí está. El gato-Estado. Ese que te regalaron los gemelos rusos. […] ¿Acaso no sabías que los gemelos rusos le regalan gatos a todo el mundo para espiarlos?
Un monólogo delirante, una máquina textual que presenta al personaje protagónico (La Madre) como la demente que no para de repetir una y otra vez aquella obsesión: la idea del control estatal, en la imagen de un gato, sobre la individualidad de su familia. Y en esa idea fija, en ese ridículo paródico de la vigilancia y la institución Estado —con todo lo ridículo con que suele presentarse la locura—, hallamos el fundamento de la obra: mostrar, por un lado, el efecto que produce en un sujeto el evento de la vigilancia constante, y en primer plano, el punto al que puede arribar un individuo que se piensa bajo tal circunstancia.
Hay en estas páginas un trauma fundamental: el robo de la independencia y la intimidad familiar producto de la intervención del Estado.
Pensemos, por ejemplo, en la manera en que el autor introduce a sus personajes: dos muñecos-oyentes (El Padre y El Hijo), que al igual que la madre —quien es en el monólogo la única que realmente actúa— llevan la boca “pintada con exageración”. El dato aquí no es casual. Se trata de personajes grotescos, casi bufos, a los que hay que ver en toda su extensión: figuras que han devenido payasos de-la-institución-Estado, o bien payasos producto-de-la-institución-Estado. (Cualquiera de estas lecturas serviría de exégesis demostrada para la realidad psíquica que se describe en el texto.)
Hay aquí toda una semiosis premeditada para la puesta en escena: el gato es, por supuesto, de cartón, de modo que haga aún más posible el ridículo: el Estado, que es en realidad un trasto inútil al que no se debe temer, puesto que no supone ninguna instancia de peligro. Pensar en el Estado como un fantasma: su presencia, que es sinónimo del mal, deviene ahora desecho, objeto inservible y, por tanto, despreciable, que conviene relegar y tirar (con urgencia, pero sin aflicción) al cubo de la basura: “Cero gato, cero Estado. ¡Jaaa! Cero Estado, cero miedo al Estado. O ¿qué crees tú que sentía tu padre cada vez que recibía la notificación de que debía dejarse crecer el bigote?”.
II.
De pronto descubrimos que es como si no hubiera escritura sin Estado, que no existe la escritura sin la presencia omnímoda del Estado. Habría que detenerse a pensar más en esa dirección: el Estado como una condición sine qua non, como lo compulsivo hacia lo que se mueve el buen texto, aun sin proponérselo. Y lo compulsivo es aquello que, con certeza, no se puede evitar.
Ahí están las piezas de Bernhard para afirmarlo. O las metáforas beckettianas sobre la condición de torpeza del sujeto moderno producto de las políticas de estado y la alienación social, que eliminarían cualquier sombra de duda en el asunto. Solo que esta vez, en el Discurso, tal efecto se patentiza explícitamente para enfrentarnos todavía más al tema de la perversión de lo ideológico, de la sujeción a un proyecto de Estado total.
Recordemos al Claudio Magris de Utopía y desencanto: “Con frecuencia, políticamente comprometida, la literatura es también sabotaje de todo proyecto político”. Y no porque se utilice como panfleto en contra de un programa político específico —ya sabemos que a favor es todavía peor: los ejemplos son tan lamentables como numerosos—, sino porque tiene que ser el pulso de ese programa, el fiscal que señala, todo el tiempo, su verdadero intríngulis.
III.
Y en seguida se advierte que en el discurso de la madre hay algo enfermo: ¿por qué esa obsesión por la familia, por qué ese deseo frenético de autonomía, de individualidad?
Hay en estas páginas —en cada intervención de la protagonista, entre acotación y acotación— un trauma fundamental: el robo de la independencia y la intimidad familiar producto de la intervención del Estado, de la participación institucional en la dinámica de la familia. Cito en extenso:
El espía en mi propia casa, como me dijo una vez el verdadero señor maquinista. El espía en mi propio hogar. Usted ya estará vigilada toda la vida me dijo el verdadero señor maquinista. Ya no se sentirá libre nunca más en la vida, porque un gato no es un gato […]. Es un ojo […] que todo lo ve y todo lo quiere ver. Un ojo señora […] un único ojo que ve hasta lo que no quiere ver. Un ojo controlado por los gemelos rusos, que todo lo ven y todo lo quieren saber. Que han convertido a los gatos rusos en el Estado total, la mano que todo lo regula. Y por eso regalan esa clase de gatos […], para que lo observen todo. ¿No ha sentido usted cuando duerme, me dijo el verdadero señor maquinista, que el gato viene y se coloca cerca de su cabeza, para saber incluso lo que usted sueña? Un gato ruso es el Estado y es la oreja de los gemelos, detrás de él, escuchando. La oreja y los ojos del Estado en forma de gato.
Entonces se entiende la obcecación del pensamiento de la madre: su problema ha sido llegar a entender (y ahora, entremos en la mente de una madre-autista) la causa de su desastre doméstico, de la inutilidad de su propia familia; su problema siempre fue indicar, darle un nombre al motivo mental de su tragedia.
Pero la verdadera denuncia va dirigida a revelar lo que puede en un individuo semejante intrusión. El resultado es, naturalmente, el absurdo, o la idea del absurdo verificado en la locura terminante de la madre. “El día que el Estado ha muerto”, proclama a voces, y “la muerte del Estado es solo el primer paso”. (Nada más sinsentido que un gato-polizonte en función del Estado. Nada más absurdo que una mujer olfateando al Estado en todo lo que ve. Esquizofrenia desorganizada, se diría; o el pathos agravado de lo monomaníaco.)
Darle muerte al Estado, equivale en ella (y suponemos que también en su familia) al comienzo de la felicidad.
IV.
La madre avanza patética, espectacular, sobre la escena: en el ritornelo de su lenguaje, su locura no es otra cosa que el reflejo de una condición aviesa, de una singularidad extenuante. De ahí el estallido incontrolable de las emociones-rabia, es decir, su denuncia, y el modo sobreactuado —lo que hemos llamado el “pathos de la monomanía”— de proyectarla: esos lloriqueos intermitentes, esos accesos momentáneos de cólera y las poses de meditación que exigen para el montaje, varias acotaciones de la pieza.
Resulta curioso que, en la proyección del personaje, Aguilera haya hecho de la madre un sujeto que vive expresamente de la memoria, pero que, en el fondo, se duele de esa capacidad de recordar. O que solo quiere recordar los pormenores del proceso por el que ha llegado a su gloria personal: el darle muerte al Estado, que equivale en ella (y suponemos que también en su familia) al comienzo de la felicidad.
En esa contradicción entre querer recordar y no, entre el vivir de la memoria y el sentirse abrumada por los recuerdos, está el ingrediente que la hace un personaje creíble, más allá del estado de su salud mental que, como se ha visto, aparece en franco deterioro. En un instante, la madre llega incluso a decir: “El pasado da urticaria. El pasado da mucha más picazón que la vigilancia del Estado. Así que mejor no lo toquemos”. Pero casi al final terminará afirmando:
No quiero olvidar ni un solo detalle. El Estado es el único que puede olvidar los detalles, nosotros no. Nosotros no podemos olvidar ni el más pequeñito de los detalles. Tenemos que recordarlo todo. Esa es nuestra venganza. Matar a los gatos rusos y a la vez hacerle saber al Estado que no olvidamos. Que todo está aquí, que todo será nombrado oportunamente, que un día todo regresará… y ese día no habrá compasión.
Esos “detalles” son, en definitiva, cada uno de los momentos por los cuales ha atravesado el personaje en su saga familiar, y que la conducen a la aberración que ya conocemos contra el Estado. Su proceder ha sido hilvanar un conjunto de datos —el carácter subordinado del padre; la candidez del hijo; el chismorreo de algunos conocidos como el verdadero señor maquinista, sobre la avanzadilla que los gemelos rusos tenían en cada gato que regalaban en la provincia; el relato de la extirpación de su pierna; la frustración de su interés en montar un museo de pelucas, etc.— y concluir en una condena de lo suprafamiliar, en su culpa a la administración gubernamental: “Gato ruso y vigilancia de Estado. ¿Eso querían los gemelos? Pues eso tenemos”.
En el curso de ese análisis, no se permite dejar nada fuera: ni las advertencias de seguridad contra una supuesta plaga que afectaría a la población toda, y que se dice que ya azotaba a las provincias vecinas (“La plaga no solo se ha llevado nuestros recuerdos, se ha llevado hasta nuestra realidad”), ni las mentiras del discurso oficial reproducidas puntualmente en la prensa por los periodistas (“Todos mienten. Años prometiendo una cosa, la otra… y nada”), ni la destrucción física de la casa que habitan (“Hasta el marco con las fotos en la pared se ha roto. Nada queda en pie ya en esta casa”), ni la amenaza por parte de los gemelos rusos de un holocausto que la madre supone un simple método de coacción:
¿Acaso no recuerdas cómo los gemelos rusos hablaban constantemente del holocausto? Que si el holocausto esto, que si el holocausto lo otro… ¿No recuerdas? Que el holocausto es lo que siempre podía regresar, que era una puerta chiquitica por donde nos obligarían a marchar dándonos patadas unos a los otros hasta que el alma desapareciese… ¿No lo recuerdas? […] Todo un teatro de los gemelos rusos para someternos y hacernos temblar, para sembrar un gato ruso en cada casa de esta provincia.
Ni siquiera un elemento en apariencia nimio, como la corbata roja que usaba uno de los gemelos el día en que le amputan la pierna, y que resaltaba su esplendente calvicie.
La mentira de Estado. “La estafa-Estado”. El Estado total…
En la actualidad, todos los sistemas demandan de un tipo de sujeto que no se inquieta, que no hace preguntas, pero que (sobre todo) tampoco tiene nada que responder.
V.
Claro que antes de llegar a este punto, ya la madre había concluido en la imposibilidad de progresión familiar en la que se movía. Quiero decir, que sus réplicas, antes que al Estado, habían sido dirigidas primero al interior de su propia casa, a sus congéneres…
Detengámonos un momento sobre este suceso: por un lado, vemos siempre moverse en el texto a la heroína; por el otro están (en ese orden) el padre y el hijo (personajes kantorianos, como ya se ha dicho), y finalmente, un gato de cartón ajusticiado.
Pero en realidad, ¿quiénes son estos muñecos? Un tullido mental (el padre, un insulso “hombre-sin-opiniones”, que ha dejado entrar al Estado en el seno de la familia en la figura de un gato, y cuyo oficio es cazar a los cuervos de la provincia), y un torpe cándido (el hijo, que solo sabe “tocar sus cositas de Chopin” y recibir clases de piano). En ellos está impresa la idiotez necesaria para la supervivencia de cualquier sistema ideológico.
Žižek ha elaborado una concepción sagaz sobre el idiota contemporáneo, del que requieren las ideologías para pasar de largo sin ser vistas, o para subsistir dejándose ver cínicamente a sus adeptos. El esloveno explica que, en la actualidad, todos los sistemas (políticos, sociales…) demandan de un tipo de sujeto que no se inquieta, que no hace preguntas, pero que (sobre todo) tampoco tiene nada que responder.
“Un muerto viviente es lo que fue y es lo que es. Uno de los tantos muertos que los gemelos necesitan para tener bajo control esta provincia”, se dice del personaje del padre en la obra. Un bueno-para-nada.
La madre acusa su no-respuesta ante las presiones del Estado (véase: los gemelos rusos), y su incapacidad de revertir la situación, su incompetencia para liberarse de ese esquema de control: “Esas han sido siempre sus dos únicas respuestas a todos los problemas que yo he descubierto en esta casa y hasta en esta provincia. Dormir o irse. O las dos a la vez, como una vez me remachó el verdadero señor maquinista. Dormir e irse es lo mismo”. El no-actuar, el compromiso nulo con una realidad que lo utiliza, es lo que hace del personaje del padre un ente imprescindible. E imprescindible para lo ideológico, para la sujeción.
Así también el hijo, que resulta un ingenuo bobón y enajenado. En ellos actúa la estupidez como categoría esencial de la ideología, según Žižek, a los que la ideología construye porque los necesita. Y los necesita para seguir fabricándose como estado. Para sostenerse. Para parapetarse justificadamente…
VI.
Los símbolos son claros. La rebeldía de la madre (contra el Estado, contra la familia) está dada no solo en la intención de socavar el esquema de vigilancia estatal y de inutilidad gremial de su hábitat, sino además en ciertos “gestos”, diríamos, “proyecciones simbólicas”, con los que interviene de modo inconsciente sobre su entorno.
Estas proyecciones son modos y formas apenas perceptibles, pero que un ojo avizor puede llegar a comprender. La luz del asunto está en seguir de cerca la manera en que la madre se sobrepone, todo el tiempo, en un plano contrapuesto al de los gemelos rusos que, recordemos, son en la pieza la realidad de Estado.
De ese modo vemos cómo ella habla ininterrumpidamente, mientras los gemelos tartamudean; ella quiere un museo de pelucas de todo el mundo: al menos uno de ellos es calvo; ellos regalan gatos rusos para espiar a las familias de la provincia: ya ella, en cambio, ha ejecutado a su ejemplar en nombre de cada uno de sus habitantes, y asegura que no parará hasta matarlos a todos, uno por uno, como venganza por el fiasco al que han abocado su vida.
“Los gemelos rusos son la plaga. El Estado es la plaga. Los gatos rusos representan la plaga. Por eso están dondequiera”, concluye la madre, en lo que sería el comienzo de su elección por la ruta de un pensamiento libre, una toma de posesión de sí con todas sus facultades: el comienzo de su indocilidad.
Su complacencia en la muerte del gato, en el acto de estrangularlo como si lo estuviera haciendo al Estado mismo, es el impulso vivo de la desobediencia, el sentido de libertad visto en su máxima expresión:
Casi no tuvo tiempo ni de respirar. Cuando lo tuve así entre cielo y tierra lo agarré por el cuello y le dije: ¡muerte al Estado!, y zas, le apreté el cuello hasta que las manos se me pusieron moradas. ¿Sabes que nunca me había visto en un estado de excitación tan grande? Pero allí mismo con tu gato entre mis manos me di cuenta que ese es el estado propio de quien se enfrenta al Estado, de quien lo desafía.
Y la suspicacia de que había algo encerrado en la presencia de ese gato es, como ella asegura, solo el primer paso. Su gran descubrimiento, la cuestión de la vigilancia del Estado y los gemelos por medio del gato, es la primera causa: la injerencia excesiva (y perversa) de un programa político dispuesto al efecto. (“¿No sabías acaso que arruinar el sueño de otra persona significa aplastarlo como a una cucaracha?”, dice mientras dirige su pensamiento hacia el motor inicial, causante de todos sus fracasos.)
“La verdad es dura y a-a-a-afilada”
Es por ello que, en medio de su discurso, al analizar gradualmente los modos sutiles con los que ha intervenido el Estado en su vida, la madre da cuenta de todo, en todos sus detalles. Asegurando con esto que no hubo un momento en que el Estado no estuviera allí, y encausando hacia él, con insistencia, su malestar y su odio.
Al meditar el período en que su esposo (el padre) había estado enfermo de hepatitis —una enfermedad que habla del no-movimiento, que prescribe reposo, donde el enfermo está inmóvil, solo si quiere curarse—, la madre demuestra que sus cavilaciones no estaban equivocadas, que no estuvieron nunca lejos de la verdad.
Pensemos en esto: frente a un cuadro así (la hepatitis), y el momento de asfixia social que transpira la protagonista, no es sorprendente que acabe afirmando que todavía allí estaba la mano perversa del Estado, su presencia enfermiza. La hepatitis, que promueve el concepto de lo inmóvil, tanto como lo hace el Estado de la inercia absoluta, es decir, del sometimiento silencioso:
Todo porque me di cuenta que había una conexión entre su enfermedad y el Estado. Una conexión entre su enfermedad y ese gato ruso que el Estado nos clavó en esta casa para destruirnos. O es que tú piensas que el Estado no quería precisamente eso. ¿No es precisamente el Estado una trituradora de carne más potente que la que tiene en su tienda el verdadero señor carnicero para moler la carne de cerdo? ¿No tiene acaso el Estado unas aspas más grandes que la cuchilla que usa el verdadero señor inspector de granjas para raspar la caca de los cerdos? ¿O ustedes son tan ingenuos que ni siquiera pueden ver la mosca que se les posa en la nariz?
VII.
Por supuesto, tal pensamiento implica una amenaza. Un riesgo. Una intolerancia. Y en el Discurso se observa con notoriedad lo que puede ocurrir a todo aquel que disiente de la doctrina oficial, a todo aquel que intente subvertir los valores establecidos y ordenados por la institución Estado, por lo gubernativo. El pensar diferente, la disidencia del establishment, es —para una sociedad basada en el dominio de una élite de poder estamental, para una sociedad de “mira y calla”— un acto más que punitivo, una insubordinación que, bien vista, linda con el delirio. Asomar la nariz allí donde no se ordena, donde está legalmente prohibido, conlleva, ya se sabe, a un correctivo ejemplarizante. A un escarmiento público.
Este tema se explicita en el pasaje de la amputación de la pierna de la madre, que ella explica en los siguientes términos:
La venganza de ellos fue precisamente cortarme el pie. Serrucharme la pierna para convertirme en una inválida, una coja. Alguien que tuviese que depender del Estado para todo. […] Lo que deseaban en realidad era cortarme la lengua; por eso fue que me cortaron el pie. Como advertencia. Para que todos en la provincia supiesen que con el Estado no se juega. Que alguien que se atreviese a criticar a los gemelos rusos y a decir la verdad sobre los gemelos rusos es alguien que no tiene los pies bien puestos sobre la tierra. Así de simple. Alguien que le sobra una de las dos piernas.
Y lo que es peor: el escarnio con que se producen en su generalidad tales intervenciones cívicas de lo estamental. (Para que sea efectivo el castigo, la indisciplina no solo debe corregirse con dureza, sino que el sancionado debe saber que cualquier esfuerzo posterior por transgredir el orden será baldío. Y ello se logra haciéndole entender al reo su escasa dimensión frente al aparato que lo rige).
“La verdad es dura y a-a-a-afilada”, le indica sonriente uno de los gemelos rusos que fue testigo de la operación. Dura y afilada, sugiriendo sarcásticamente el peligro que comporta proyectarse de modo diferente sobre el orden establecido.
“¡El Estado ha muerto! Y debajo una foto mía con la cabeza de tu cochino gato ruso en la mano”.
VIII.
Pero el desvarío de la madre es útil solo hasta el instante en que demuestra su estar sumergida en un punto de asfixia estatal. La pertinencia de su locura está en el advertir su sujeción al Estado, en el sentirse regulada por una instancia macro. Sin embargo, la intentona de transgredir esa situación de dominancia artificial es en cambio nula, puesto que su proceder solo denota una histeria sin salida, un ridículo, una impotencia.
Así, por ejemplo, ella supone un desquite en el vano acto de engordar: “¿Sabes lo que hacía yo mientras tú andabas por ahí cazando pajaritos? Comer. Devorar todo lo que se cruzaba a mi paso. Rapiñar… Si el Estado soñaba con ahogarnos, entonces yo engordaría tanto que intentaría asfixiarlo”. Lo que solo argumenta una incapacidad de realización, de cumplimiento: la impotencia que experimenta el sujeto frente a un proyecto de Estado, toda vez que este comienza a coaccionar sus libertades individuales.
Las lecciones de la historia universal demuestran que no bastan al individuo ideas de un pensamiento disidente, que su tarea frente a la maquinaria-Estado, (frente a los engranes de las maquinaria-Estado) es quimérica, y por lo demás —si no se tiene otra herramienta que no sea la locura—, en la práctica, inútil. De ahí lo caricaturesco de la historia.
Su demencia es política; pero la ejecución de su pensamiento se hace fútil cuando sus consecuencias son estrafalarias y esperpénticas. (Es evidente que matar a un gato no paraliza al Estado, a pesar de la alegoría de la vigilancia y el control que subyace allí. Como tampoco lo provoca el acto de engordar, etc. En otro lugar dirá: “¿tú piensas que la gordura no es también culpa del Estado?”, denotando una autoestima lastimada, baja, inservible para enfrentarse a similar monstruo social.)
Entonces vendrán los lamentos. Entonces veremos sus paseos en el escenario cual si fueran fotogramas de una película maltrecha, de poca resolución y desenlace, aun cuando pueda sentirse en el trascurso de la lectura o de la representación, alguna empatía por el personaje, por su estela de sufrimientos y sus burlas contra la familia, contra el Estado, contra los gemelos rusos, contra todo. Y ello ocurre, con exactitud, porque (ahora lo sabemos) la madre también está muerta, tanto como su propia parentela. Muerta, es decir, que igualmente ha sido utilizada por la maquinaria-Estado que la suprime y aniquila, por lo mismo que ella intenta desaparecer. De manera que lo que vemos moverse en el proscenio es solo un espantajo de persona que simula que todavía está viva.
La desgracia de ese exceso de suspicacia —que como hemos visto, termina convirtiéndose en idea fija, en un pensamiento anárquico y enloquecedor— es que hace de la madre otro muñeco, un muñeco vivo que está muerto, que supone el fin del Estado a partir de su simple desobediencia. Luego, su indocilidad a ultranza es, asimismo, burlesca: su pensamiento anárquico contra el Estado es más un juego de niños que un accionar serio sobre la realidad. Así la oiremos decir: “Lo que yo, hablo poco. Miro y callo. En eso soy como mi padre, que podía estar en una cervecería llena de gente gritándole al oído y él solo los miraba con aquellos ojos chiquiticos y callaba. Miraba y callaba, como el que ya lo ha dicho todo”, aseverando el hecho de que ella siempre fue manipulable, que ella de igual forma servía para ser parte del proyecto del que ahora pretende salir, y del que ni siquiera su estado demencial puede salvarla.
Y el ser-muerta de la madre es la consecuencia inmediata de esa sujeción suya a un círculo vicioso que la destruye, que provoca su irracionalidad y la hace decir dislates sin intermisión, como este en el que se figura que ha dado término a su ambición y se siente de pronto realizada en su satisfacción personal: “¿Te imaginas que buen titular para un periódico? […] ¡El Estado ha muerto! […] ¡El Estado ha muerto! Y debajo una foto mía con la cabeza de tu cochino gato ruso en la mano. Así, en posición de trofeo de guerra: ¡El Estado ha muerto…!”
Pero esas son solo las emociones-rabia de las que hablábamos antes. La verdad de su discurso —su impotencia frente a la institución que la aplasta— subyace en algunas frases que ella desliza con discreción en algunas zonas del soliloquio, sotto voce, como si las dijera para sí, como si nadie pudiera oírla en la platea. “Nos convirtieron a todos en verdaderos cadáveres, animales sin vida, espectros”, se queja, y en su reflexión percibimos el germen de una duda, una carencia de espíritu, de un agotamiento heredado a golpes de desastres, uno detrás del otro, que la convierten en una sombra chinesca, en un espantajo ante la institución Estado de la que ella quiere, por encima de todo, escapar. Un ánima sola que desvaría frente a nosotros, y que, sobre todo, ha sido víctima también de sí misma.
“¿No has escuchado decir que el Estado es el dueño incluso de nuestras camas y almohadas y hasta de lo que soñamos?”.
IX.
Poco antes del final, la madre intercala con reserva un comentario decisivo: “¿No has escuchado decir que el Estado es el dueño incluso de nuestras camas y almohadas y hasta de lo que soñamos?”. Lo que equivale a la conclusión definitiva de que ante un extremo así, no hay ya nada que hacer: el Estado, un ejemplo de mal extremo o radical, si exageramos un poco las fronteras del concepto del mal propuesto por Hannah Arendt para el siglo xx.
Cierto que después de frase tan lapidaria, ella tomará la determinación de acabar con el Estado, y saldrá (según se ha propuesto) a matar a cada ejemplar de gato ruso, con los que hará una hilera “delante del palacio de gobierno”, una gran pira de gatos “frente al balcón del palacete donde los gemelos se paran a observar toda la provincia”. Y su histerismo, entendemos ahora, es plausible, no del todo eficaz, pero plausible, al menos para construir algo, para edificar algo nuevo, alternativo al extremo que se había vivido hasta ahora en la provincia. Y pertinente porque es, en fin, el comienzo de todo otra vez.
Lo que se muestra en esta obra cuyo destino parece superar lo mero literario, no solo porque (como todo en el teatro) debe ser mejor vista representada, sino porque la amencia de la que adolece la protagónica va mucho más allá de ser un simple curso de locura, y tiene, en su guiño a la modernidad, mayor pertinencia (cívicamente hablando) que la mayoría de las piezas “museables” del teatro contemporáneo cubano.
Todo lo cual, por otra parte, nos haría afirmar junto a la madre (y también como ella en alto uniforme militar con charreteras, gorra de plato y un cúmulo de medallas al pecho, igual al que regresa —trastornado y trasquilado— de todas las guerras, de todos los gobiernos, en la mayor imagen de la inopia):
Locura, enfermedad y Estado significan lo mismo. Y a partir de un momento uno solo puede estar en un bando u otro, ¿entiendes? O matando al gato ruso o dejando que este venga con sus dientecitos y te devore.