En el aniversario de la muerte de uno de los grandes poetas cubanos, publicamos uno de los ensayos inéditos de Pedro Marqués de Armas, recientemente incluido en el volumen Prosa de la nación. Ensayos de literatura cubana, publicado por la editorial Casa Vacía.
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La poesía de Juan Carlos Flores experimentó, entre los años ochenta y el desierto de la década posterior, no solo el cambio más pronunciado que haya experimentado poética alguna en Cuba, sino tal vez el más efectivo. Vimos venir esa mudanza, asistimos a ella, pero no podíamos calcular su radicalidad. Ningún poeta cubano llevó más lejos las relaciones entre poesía y entorno, ninguno concentró más el lenguaje, ni creó un tipo de poema tan a propósito, como esos “poemas horizontales” donde todo se atasca y no circula otro aire que el de la destrucción.
Experiencias de cambio abundan más o menos en el mismo período, cuando las pocas ilusiones se trocaron en terrible intemperie, pero ninguna tan singular, tan al margen de los amuletos que ofrece la cultura y tan propia de un destino poético.
El Juan Carlos que conocí hacia 1986 ya se sentía un expulsado, si bien la tragedia no lo había tocado aún. Sorteó su suerte de entonces con la poesía y cierta fe en los mitos y en la infancia. Si la pobreza era más o menos común, la conciencia del desarraigo difería en amplio rango. Entre un grupo de poetas amigos las imágenes cumplían una función amortiguadora, lo mismo contra las carencias de la realidad como de la tradición poética. Circulaban como destellos que nos devolvían al pasado al tiempo que encubrían nuestras miserias. ¿Qué eran los poemas sino tesoros? ¿Y qué la poesía sino la construcción de identidades en fuga?
Toda la poesía que escribió a partir de los noventa se inscribe en ese proyecto que llamó, irónicamente, Resurrección poética de Alamar, y que es su respuesta a la estafa de la historia.
Creo que bajo ese signo se escribieron los poemas de Los pájaros escritos (1994), donde recogió su poesía de los ochenta. Evoco con afecto aquellos poemas y la vehemencia que se ponía en compartirlos. Se mezclan entre conversaciones y con algo que todavía se mantenía intacto: el entusiasmo. El Juan Carlos que hablaba horas seguidas sobre Borges y Pessoa, Moby Dick y Bajo el volcán, o sobre Escardó o cualquier otro poeta menor, el histrión que había en él, de algún modo parecía restañar una herida. Pero todo no era sino espejismo. No se podía vivir al amparo de la poesía por más tiempo y ya no se pudo cuando, con el Período Especial, sobrevinieron la estampida, la abyección en lugar de la pobreza, cuando acabaron los pocos reductos de amabilidad y se terminó de ver lo que nos rodeaba: el odio del Estado y el más cínico devenir de la cultura. No se podía entonces esperar indulgencia y mucho menos de las imágenes.
Como casi todos, Juan Carlos intuyó la circunstancia y vivió su propia crisis, cuestionando lo que hasta ese momento había escrito. Recuerdo cierto viaje a su casa de Alamar y un largo parloteo sobre aquellos “triplantas” y lo que sería escribir ese horror; recuerdo el efecto que tuvieron en él ciertos poetas “objetivistas”, una discusión sobre Li Tai Po (el de su poema) a propósito de la economía del lenguaje, etc. Pero nunca, en su caso, teorías postmodernas ni sofisticados circunloquios, sino siempre intuiciones y obsesiones, rumiación de viejas o nuevas lecturas, de rencores y ocurrencias.
Lo cierto es que pasado un tiempo de cuestionamientos, como fue tan frecuente entonces, asomó un nuevo Juan Carlos Flores. Si antes eran los viajes a San Miguel 522 o a la Quinta de los Molinos, ahora sería la reclusión en Alamar, el descubrimiento de sí a través de su entorno, el ir de frente al desastre. Toda la poesía que escribió a partir de los noventa se inscribe en ese proyecto que llamó, irónicamente, Resurrección poética de Alamar, y que es su respuesta a la estafa de la historia. Convencido de que no había vuelta al pasado, ni al familiar ni al del país, que no había salvación por la imagen, decidió devolverle a la historia y a la poesía, a sus contemporáneos y a la Nación, los restos en que todo se había convertido.
Esos restos son los de un trauma para el que no hay elaboración, un trauma personal y civil, común a todos: el que ha dejado la ideología sobre las personas y el ser físico del país, el que dejó la violencia de la historia sobre el cuerpo del poeta. Nadie, por decirlo así, expuso desde su cuerpo esa violencia, sin maquillarla, devolviéndola a fuerza de hacerla suya, fabricándole su homología en el poema, descubriendo la forma que mejor mostraba el retroceso.
El túnel que venía socavando se abre en este libro a una suerte de madriguera donde lo humano se revela en su animalidad, el tiempo en su atasco y el lenguaje en sepultura.
De los tres libros de su trilogía de Alamar el más acabado es El contragolpe y otros poemas horizontales. Es también el más humano, repleto de homenajes a pobres seres, uno de los cuales era él mismo. Quienes se revelan en esas páginas se asfixiaron antes en la realidad, expulsados de antiguos oficios ahora disfuncionales, prendidos por el pie o la boca a antiguas máquinas inservibles, residuales y desechables, y aun así reciclables. Un maestro de Kung fu, un mensajero —historiador a su modo— que descifra como nadie la libreta de abastecimiento, un luchador de greco retirado, un enrejador, un repartidor de biblias, otro que enloqueció en la cárcel, etc. Pero todas estas vidas están contadas sin lástima, con cierta piedad, sí, con humor, incluso con sarcasmo, pero sobre todo desde la dureza a que quedaron expuestas. Nicho en ruinas del socialismo, “ciudad o pueblecillo semi-campestre, donde no hay cementerio aún”, el lugar elegido es el de los insepultos.
El túnel que venía socavando se abre en este libro a una suerte de madriguera donde lo humano se revela en su animalidad, el tiempo en su atasco y el lenguaje en sepultura. Con todo ello Juan Carlos fabrica un poco su cadáver y lleva la poesía al límite —allí donde ya no tenía contento alguno y era preciso acabar. Lo anuncia no en varios sino en todos los poemas. Lo horizontal no es solo lo que se tiende a ras, sino lo que se fractura, lo que para de repente. Atroz mañana, paisaje cáustico, lo anuncia una y otra vez. Nos lo pasa por delante de los ojos como su “patinamuer de la dor”.
En este sentido, toda su poesía es actuación. Existen muy pocos casos de plena fusión entre vida y obra en la literatura cubana. Podemos decirlo así: Flores teatral. El que ejecuta lo mismo un pataleo que un hip hop, el que nunca realizó sino un solo performance macabro hasta el final.
En uno de estos poemas (“Terapia floral”) se gira y me comenta: “mi amigo, hay cierta tristeza en todo esto, como cuando uno piensa en Buda, después de haber introducido en estómago alcohol”. Habla de otro amigo que partió, evoca sus últimos recorridos entre Cojímar y Alamar y no hace mueca alguna. Hay en este clown un pudor que no miente. También un sacrificio. Ha vuelto al mar, al que se lanzó varias veces y siempre lo rechazó. Ha vuelto.