Poesía femenina cubana: diáspora en la insularidad

En un recorrido por la Isla constatamos algo que nos hace reconocer, desde siglos pasados, la poesía femenina cubana: el afán de no rendirse ante la idea de que por ser mujer se dejará de escribir una obra; el afán de demostrar que sus principios van hacia la meta que se ha impuesto: hacia una literatura madura y trascendente; la incomodidad de la mujer sobre las cosas que la rodean, atravesando temas como la libertad, las razas, la sexualidad y la homofobia, la inseguridad, el amor, la decepción, el modo de subsistir en medios hostiles, su capacidad de resistencia. 

Este pequeño recorrido sobrepasa límites. Límites que antes fueron impuestos a algunas autoras, anónimas o no. Es saltar muros y cruzar esos caminos tortuosos que han ido marcando la voz poética femenina hacia la igualdad de género en su tono lírico y social.

Según Dieter Ingenschay: 

“Al margen del exilio, encontramos no solo a los autores cubanos de la diáspora sino a los nuevos migrantes, ex balseros que tienen que arreglar una vida propia en una sociedad ajena. Todos estos grupos, tanto los exiliados en posición de espera como los representantes de una literatura del desplazamiento o sin residencia fija, comparten la experiencia de un mundo alienado que Edward Said sigue llamando exilio”. 

El ensayista cubano Enrique Saínz, en el prólogo de una antología de poesía femenina cubana titulada La catedral sumergida (Ileana Álvarez & Maylén Domínguez: Editorial Letras Cubanas, 2013), recordaba que: 

“… desde los primeros decenios del siglo XIX, particularmente en la obra de José María Heredia, la poesía cubana alcanzó una plenitud que ha logrado mantener a lo largo de estos dos siglos, si bien los logros anteriores, los de nuestros neoclásicos, Manuel de Zequeira y otros que alcanzaron a conformar un cuerpo lírico-épico muy atendible, en consonancia con lo que por esa época se escribía en España y en otros países latinoamericanos. El romanticismo, en sus dos grandes etapas, dio valiosos aportes a la historia del género y la integración de una peculiar sensibilidad en páginas de un refinamiento y una riqueza formal que venían a evidenciar que ya esas maneras pertenecían a un país y a un estilo con todos sus rasgos definidores. Los textos de representantes mayores de la poesía hispanoamericana, Julián del Casal y José Martí (el más profundo y universal pensador de habla española) cierran una centuria con poemas que abren el espacio hacia otras posibilidades, precursores del modernismo que tuvo a Darío como su maestro más conocido e influyente”.

Y el prólogo que abre la selección Mujer adentro (Editorial Oriente, 2000), de las compiladoras Teresa Melo, Aida Bahr y Asela Suárez, reafirma que: 

“… la presencia de la mujer en la poesía cubana ha sido notable en cantidad y calidad desde el siglo XIX. Junto a Gertrudis Gómez de Avellaneda y Luisa Pérez de Zambrana figuró toda una pléyade de poetisas cuya obra fue recogida en Arpas cubanas (…). A todo lo largo del siglo XX se han acumulado nombres entre los que descuellan Dulce María Loynaz, Fina García Marruz, Carilda Oliver Labra. A partir de 1959, con la creación de la industria editorial cubana y la existencia de una política cultural encaminada a la promoción del talento creador, se multiplicó el número de mujeres que cultivaba la poesía. Como es lógico, el grupo mayor de escritoras se concentra en ciudad de La Habana, pero en cada provincia del país podemos encontrar un número significativo de creadoras”.

Se refugia en sí misma, sin vacilar, la diatriba personalizada de la mujer: su posición derechista o izquierdista en una retórica social que enaltece la figura mágica de la poesía femenina. Inigualable en su tono y ritmo íntimo, rotundo y a la vez cordial para su época. Ensimismada y lúcida, la poeta nos da la oportunidad de ser reconocida universalmente. No es un ángel, no es un demonio: es la verdad de una travesía hacia la circunstancia que le tocó vivir.

Invito pues a pensar sin tapujos en la problemática alrededor del exilio y sus máscaras en la poesía femenina cubana, porque lo que no debemos es apartarnos y esconder la angustia que ha impulsado también a escribir esa literatura que en su momento calcinó el cuerpo del narrador, del dramaturgo, del guionista, del pintor, del artista consagrado… 

El dolor es también parte de ese trascender hacia diferentes sitios cuando no hay un sitio permanente: mujeres que han escrito desde lugares ocultos y lejanos, como cómplices de un tiempo que ya pasó y que nunca más verán regresar. 

Quiero terminar este comentario con un fragmento del libro Cuarto creciente. Antología de poesía femenina avileña (Ediciones Ávila, 2017), de la escritora, poeta, ensayista y activista cubana Ileana Álvarez:

Cuarto creciente o la sombra en la ribera

Amordazadas, no callaron jamás; dormidas, no dejaron de velar. Hicieron del silencio un silencio anterior, que es silencio latente, significante. Trasmutaron en acto mágico, regenerativo, en lenguaje secreto, salvando todo empeño por borrar su identidad. Trasmitieron obstinadas, ese vigor. Cada día era un combate contra el hastío y la cotidianidad, la blancura del papel, la imagen prisionera o la que escapa; cada gesto un desafío a la indolencia (…).

La injusticia y la desesperanza no las aminoró. El hambre no las hizo flaquear. Ni en la modernidad más férrea, ni en la posmodernidad alucinante que hoy les concierne, lo primitivo ha dejado de rumiarles. En cada mujer poeta hay un tigre presto a saltar, un signo que reafirma lo telúrico, una fe en levantar montañas.

Safo, Sor Juana, Santa Teresa, Elizabeth Barret Brownin, Luisa Pérez de Zambrana, Emily Dickinson, Alfonsina Storni, Gabriela Mistral, Anna Ajmátova, Marina Ivanovna, Dulce María Loynaz, Alejandra Pizarnik, Silvia Plath y otras muchas, se han convertido en palimpsestos sobre las cuales los poetas y lectores también escribimos nuestras propias interrogantes y develamos contradicciones y angustias. 

Más que buscar respuestas —un síntoma de nuestros demonios, una explicación a nuestros miedos—encontramos en sus textos y actos vitales la imagen que proclama la libertad del espíritu que no se deja aprisionar por tabúes, convencionalismos, marginaciones, religiones, ideologías (…)

La imagen de la mujer poeta se opone al eslogan de su histerismo, está hecha de murmullo, del idioma de los fantasmas, casi en sordina se deja escuchar, su movimiento es el de la semilla, lento, pero también el de la ola: con ascensos y descensos.

Con la acritud de la cebolla que cortan en la cocina, el estruendo en la sien y el frío que cala los huesos frente a los barrotes de la cárcel donde padece el hijo; con las sombras que apisonan en un pequeño jardín y la visión de las palmas como cruces; con úteros como prismas invertidos, y con desmoronamientos de tierra y nieve y leche y sangre y más, maceran sus imágenes las mujeres poetas. 

En ellas se cristalizan las antítesis del ser femenino, su belleza y también su alegría, la fe que salva y ahuyenta la locura en un mundo desproporcionado.