Si hay algo que evita cualquier escritor cubano que se respete es parecerse a Martí, repetir su destino. Menos por los tres balazos de Dos Ríos que por la ejecución ritual en cada matutino donde se representen “Los zapaticos de rosa” o se reciten sus “Dos príncipes”. A nada teme más un poeta cubano que se respete que a verse atrapado en la telaraña de “La guantanamera”. Alcanzar, en suma, la gloria nacional en la provincia más recóndita del planeta, Cuba.
Si a algo le teme un escritor cubano que se respete es al gentilicio que lo engarrotará en poses predecibles (aunque a continuación trafique infinitamente con ese gentilicio, que tampoco se trata de despreciar lo —poco— bueno que viene junto al derecho al pasaporte más caro e inservible del planeta). El mayor desvelo de un escritor cubano que se respete es ser universal. Como Kafka, pero sin escribir en alemán o cantar sus borracheras en checo.
La idea literaria cubana de lo universal es la misma que la de cualquier balsero: escapar de la isla, así sea metafóricamente. Desprenderse cuanto antes de la dosis de fatalidad que le tocó al nacer. Si se ocupa de la pobre isla en sus páginas deberán parecer escritas por un sueco en sueco, y luego traducidas a un español aséptico de revista soviética. Y mucho name dropping de celebrities, de marcas de ropa, de cacharrería tecnológica. Y muchas palabras en inglés que es el latín de los pobres en este siglo que nos ha tocado vivir. Y lo seguirá siendo mientras el chino no se vuelva más asequible.
En este contexto, el escritor Néstor Díaz de Villegas es un escritor esencialmente provinciano. Un escritor que no se respeta. Por mucho que se pueda haber esforzado, no ha evitado seguir los pasos de Martí. Preso por un escrito en plena adolescencia, exiliado temprano, traductor, comentarista de la vida norteamericana, poeta en sus ratos libres, NDDV parece un remedo irónico del Apóstol en quien la ironía es apenas el modo de conseguir que los mismos avatares de hace siglo y medio no parezcan anacrónicos. Así, sus Palabras a la tribu pueden verse como una actualización de los Versos sencillos, por mucho que a versos como “los que quisieron/ desollarme, arrancarme el pellejo, hacer/ conmigo unas botas de piel humana, jabón”, les cueste sustituir a “para el cruel que me arranca/ el corazón con que vivo” en los escenarios escolares.
Pero no insistiré en un símil al que echo mano cada vez que escribo sobre el autor de Cubano, demasiado cubano. Porque justo cuando empiezo a buscar otros símiles, NDDV se aparece con un manojo de textos para confirmar la comparación inicial: los artículos donde cuenta su regreso a Cuba luego de más de treinta años es su particular Diario de Cabo Haitiano a Dos Ríos. Y su colección de reseñas de cine que ha titulado Para matar a Robin Hood (Hypermedia, 2017) es su versión personal de las Escenas norteamericanas del mártir de Dos Ríos.
Más que cualquier paralelo infantil lo que decide el martianismo de NDDV es una de las lecciones que con más insistencia nos impartió el Apóstol: su manera desvergonzada de ejercer la cubanía. No la cubanía turística de palmas, banderas, arroyos y frangollos sino la de la malentendida frase “El vino, de plátano; y si sale agrio, ¡es nuestro vino!”. Una cubanía que no disimula la amargura del vino local ni convierte su sabor insoportable en toque de distinción.
Asumo que Martí sugería que en caso de que nos diera por elaborar un producto típicamente europeo con frutos asiáticos deberíamos asumirlo como propio y cargar con el peso de haber fracasado tan miserablemente. (Quizás esté forzando un poco la interpretación, pero no me negarán que ya la imagen venía con defectos de origen. Si el Apóstol hubiera querido crear una metáfora más precisa sobre lo autóctono debería haber dicho “El casabe, de yuca, y si sale agrio, es nuestro casabe”). Y para ser cubano e intentar ser desvergonzadamente universal —nos dice NDDV— habrá que preservar el saber que nos ha dejado la experiencia originaria.
Ser cubano consistirá, en el caso de NDDV (como en el de Martí), en no traicionar la infamia que se ha vivido. Hacer valer, junto a su talento literario, los instintos pulidos por la experiencia del desastre. Tanto de manera indirecta, con alusiones, chascarrillos (o referencias oscurísimas para quien no conozca el paño) como con intrusiones descaradas.
Así, al comentar el placer culpable con que el público norteamericano disfruta el sadismo de la película 12 años de esclavitud, NDDV nos suelta en un aparte teatral: “No hay nada más aleccionador que el caso Cuba, donde la esclavitud se transformó en pasatiempo global, un Bergen-Belsen cum Tropicana que puede tomarse o dejarse, y hasta entenderse. También los negros cubanos son bellos: su sexualidad es cotizada al valor de cambio del mercado extranjero. Los dueños de plantaciones italianos, españoles o canadienses pueden ir a castigar a una mulata en La Habana. La esclavitud castrista no provoca repulsión, sino deseo. Por eso Europa niega la emancipación a los cubanos, que curran y singan por una fracción del sueldo que gana un gallego”.
Todo en ese libro termina o comienza con el lugar de origen de sus desgracias, de su experiencia. Lo apunta NDDV en el exergo en el que Cabrera Infante, como guionista de cine, se las ingenia para colar a Cuba en la trama de una película norteamericana perfectamente ajena a la isla. Cuba está en Para matar a Robin Hood incluso cuando no la menciona.
Al analizar dos películas de Tarantino (Django e Inglourious Basterds), NDDV dice “Lo que se echa de menos en estos pueblos —lo que se les echa en cara a negros y judíos— es la incapacidad para crear el caos en momentos marcados por el barbarismo. Lo que se les reprocha (detrás de la intención emancipativa hay un regaño metafísico) es su ineptitud para irrumpir en la Historia”. Al leer esto, no pude evitar pensar que los cubanos hemos compartido en las últimas seis décadas esa misma ineptitud. Que esa observación fue hecha teniéndonos en mente.
Para matar a Robin Hood incluye, como era de esperarse en un crítico tan provinciano, una sección, la última, dedicada al cine local. El cubano, quiero decir. Una sección para proclamar, por si quedaban dudas, que nuestro cine es, más que agrio, intomable. Con alguna otra excepción como la que hace NDDV con Conducta. Ante la película de Ernesto Daranas reconoce, asombrado: “Cuba es ese lugar común absoluto donde reinciden los mismos pioneros, las mismas insignias, las mismas desgracias, los mismos orishas. Ahora sabemos cómo luce el fascismo ininterrumpido: baile flamenco, coro de niños, atardeceres con peleas de perros y la desidia como costumbrismo. El cine, bajo el castrismo, no produce escenas, sino escenitas en las que hay siempre una bronca y una miseria humana que explotar, una carencia que ventilar. Que de esas condiciones deplorables emerja una paideia, una regla de conducta, y que de lo trillado surja lo auténticamente revolucionario, parecía inconcebible”.
Más adelante proclama incluso que ante tanto cine nacional cobarde, “mudo”, Conducta es la primera película cubana “hablada”. Y es que en Conducta, por si no lo recuerdan, se dice lo que en otras películas no pasaba de insinuaciones, incluido este diálogo:
Carmela: Yo doy clases aquí antes que tú nacieras.
Directora: A lo mejor ha sido demasiado tiempo.
Carmela: No tanto como los que dirigen este país. ¿Te parece demasiado tiempo?
La cubanería no es el único componente de Para matar a Robin Hood, pero sí su punto de partida. El que le da pie para dictaminar sobre lo humano y lo divino con esa confianza tan cubana y esa agudeza tan personal. La que le permite decir, por ejemplo, que “La idea de que las protestas de El Cairo responden a desigualdades sociales, al rampante desempleo o al alza de los precios, es precibernética. El malestar moderno es una función del hecho viral, otro efecto de la aceleración informática. La conglomeración de criterios asegura el desencuentro, aunque a la larga conduzca a alguna forma de hiperdemocracia (que es la democracia donde Hezbolá gana las elecciones)”.
Porque se trata en apariencia de analizar un puñado de películas creadas por la cinematografía mundial y local (y aquí local léase en el doble sentido de Cuba como lugar de origen y Los Ángeles como sitio de recalada del crítico), algo que NDDV hace con brillantez. Pero al mismo tiempo esa glosa cinematográfica desde las butacas angelinas (NDDV insiste en ir al cine como otros a misa, con ese fervor anacrónico) le sirve para estudiar el mundo americano, el mundo mundial, las relaciones entre ellos y ese mundo aparte que es el universo Hollywood: un Narciso que se ve en sus películas como Dios al universo el séptimo día de la creación.
“La crisis a la que se refiere Blue Jasmine [la película de Woody Allen] es la enfermedad hollywoodense, y tiene que ver con el mundillo del cine, con sus exclusiones e hipocresías. Por eso Woody viene a San Francisco, que es el Xanadú de George Lucas, la Gomorra de Francis Ford Coppola, la finca privada de la Izquierda, la Babilonia del falso progresismo, un mundo libre donde están prohibidos el plástico, el tabaco, el odio y la irreverencia”.
El cine, lo sabe NDDV, e insiste en ello una y otra vez, no es mero “reflejo de la realidad”, como se estilaba decir en los manuales marxistas de historia del arte. El cine es, él mismo, realidad. Realidad que, como corresponde a todo lo real, engendra a su vez más realidad. “El ambiente gansteril de La Habana de los años cincuenta —afirma en la introducción del libro— sale directamente del film noir. El cine americano de acción tuvo más influencia en la historia de Cuba que las intervenciones de los marines”.
Y si el arte es realidad, su libro lo concibe como arma. Un arma para matar a nuestro particular Robin Hood. El arte como arma de la contrarrevolución:
“Fidel Castro fue otro héroe de matiné: Errol Flynn, que había sido Robin Hood en Hollywood, alguna vez lo comparó a su personaje. Durante una visita de Fidel Castro a la ciudad de Cienfuegos, el actor Chema Castiñeira (El robo del cochino, ICAIC, 1965) y Kemel Jamís, hermano del poeta Fayad, planearon un atentado al Líder. Los magnicidas habían plantado un rifle de mirilla telescópica en una ventana con vista a la habitación de Robin Hood. Por desgracia, un delator desbarató el complot. En 1976, en el campo de concentración de Ariza, Chema solicitó y obtuvo permiso de las autoridades para construir un cinecito al aire libre. Se usaron piezas sobrantes de la concretera anexa al penitenciario donde Chema, Kemel y yo cumplíamos condena. True story. La primera película que se nos permitió ver fue Atentát, de Jiří Sequens. Estos escritos arrancan de antiguas conversaciones, en aquel cine anónimo, con el actor convicto y magnicida frustrado José Manuel Castiñeira”.
NDDV podría fingir distancias, convertir sus reseñas en esferas cerradas donde todo encaje y se explique a sí mismo con lógica perfecta, más allá del bien y el mar. Pero por dondequiera le hace agujeros a su esfera, agujeros por donde inocula el origen de su sabiduría: las infinitas lecciones recibidas en Cuba en nombre de la confraternidad y la perfección humanas. Provincianiza su saber para hacerlo más visceral, más contundente. Para no engañarnos. Para dejar claro que no es la lucidez la que lo guía sino la rabia.
Rabia lúcida, eso sí. No solo para avisarnos de dónde viene sino también a dónde teme que podamos ir a parar: “La vida de los otros, que transcurre en el año terrible de 1984, es el augurio de lo que nos espera bajo un futuro —y acaso inevitable— régimen socialista”, porque “El Terror socialista, a pesar de las advertencias de quienes lo sobrevivieron, sigue siendo la utopía de los progresistas, da lo mismo si son europeos, bolivarianos, coreanos o californianos”.
NDDV aprovecha cualquier descuido para emprenderla contra el culto totalitario a la corrección política y comentar, por ejemplo, la cañona de incluir un personaje negro en Inglourious Basterds: “En el ambiente de la Francia cinematográficamente ocupada, Marcel representa un racismo simpático, introducido en el guion con el exclusivo propósito de satisfacer a la Gestapo de nuestra mala conciencia […]: en comparación, los nubas de Riefenstahl son más decorosos, por ser menos decorativos”.
NDDV no solo quiere dejar en claro el origen de sus instintos estéticos y éticos. O convencernos de lo fácil que resultan de conectar entre sí todos los temas que abordan sus reseñas (Estados Unidos, el mundo, el cine, Hollywood, el izquierdismo de salón o el derechismo de andar por casa, la lógica del capitalismo tardío o del neocomunismo) y lo natural que resulta exprimirles un sentido. También usa toda esta operación de análisis en dirección inversa: para darle sentido a tanta brutalidad padecida, para convertir lo que podría ser apenas rabia, encono permanente, en una especie de sabiduría.
Para que la vida sepa menos a mierda, para evitarse el destino de vulgar llorón. O peor: de un vulgar escritor que se respeta, de esos que van por la vida como si esta no fuera con ellos.
Que todo lo que escribe NDDV lo diga con esa prosa nerviosa y fulminante, la mejor que escribe un hijo de aquella isla ahora mismo, hace de Para matar a Robin Hood un libro todavía más perturbador.