Un Miami apócrifo y una Habana mentida: ¿dónde está la diferencia?

Cuando en diciembre de 2019 prefiguré un par de trazos en torno al fenómeno social y artístico que tiende un puente entre La Habana y Miami —que no es nuevo, ni me considero yo la voz más autorizada en el tema—, compulsado por la movida que provoca en la primera ciudad mencionada una feria de arte que acontece en la segunda (Miami Art Week), pude constatar la susceptible diferencia de criterios entre varios amigos y colegas de la crítica. Sin embargo, aquel eventual intercambio no fijaba, por el momento, la trascendencia de esa cuestión fuera de su repaso inmediato en las redes. 

Hay aquí —recuerdo que me dije— un tópico que demanda actualizarse en el debate teórico y la crítica cultural que nos ocupa; una compleja e indefinida trama de intereses, que a todas luces pareciera reclamar una visitación reposada e inclusiva de distintas experiencias. Y de hecho, sin dejar enfriar los ánimos, la voz siempre pertinente de Henry Eric Hernández, partícipe de cuanto se decía y especulaba, dejó la mesa servida para todos:

“(…) habrá que ajustar la discusión a propósito de la cultura cubano-americana, para mí hoy mucho más saludable que la cubano-insular (…). Viene mereciendo su momento desde hace rato. A convocarse, pero en otro espacio no facebukiano”.

No obstante, a manera de esbozos circunstanciales, se vertieron criterios que podrían servir de resorte a ensayos que se propongan un acercamiento serio a la cuestión. Aquellos que animaban el diálogo, desde una u otra postura, certificaban la presencia de un asunto espinoso sobre el cual, al decir del artista Reynier Leyva Novo, es “complicado emitir un juicio atinado, proporcionado y desprejuiciado ahora mismo”.

De súbito, aquel comentario mío se apresuraba a cumplir alguna función: provocar un estado de meditación que permitiera al menos evaluar los modos en que se entiende hoy el contexto cultural de Miami. De ahí que fuese imprescindible esa tensión de criterios, con tal de apreciar el efecto que tiene esa latitud cercana —cuando menos, geográficamente— en los actores cubanos que sí la han experimentado o la experimentan a tiempo tendido.  

De otro lado, las impresiones de los críticos Janet Batet y Antonio Correa Iglesias en sus respectivos textos aparecidos en Hypermedia Magazine, los cuales desglosan y analizan el estado de Art Basel Miami en su más reciente edición, me hicieron caer en cuenta de que el “Caso Miami” no era en modo alguno fortuito. 

No, si se busca comprender las dinámicas que sustentan los ejes meridianos del arte global en sus sucesivos desplazamientos y anclajes por diversos circuitos. 

No, si la razón es intentar una lectura ampliada, aguda y sistemática, de las resonancias que tiene el arte cubano fuera de su estrecha hacienda geopolítica.

No, si se tiene en cuenta que esta generación de artistas ha fundado su conciencia estética a tenor de un oportuno maridaje entre lo local y lo foráneo, la tradición y la diferencia; desplazando, de intento, su matriz discursiva a los márgenes de cualquier fundamentalismo.

Miami, entonces, no viene a ser la ciudad que desestimo y condeno desde la insensatez o la ignorancia. En todo caso, Miami es el espacio indispensable que me corresponde entender —aunque mi narrativa no sea la más precisa, verídica y complaciente, sino la versión de un diletante que se inventa un Miami por boca de otros—, con tal de discernir las lógicas de esa confluencia cada vez más definitoria entre ambas ciudades. 

Dicho esto, no es mi intención contrastar estos dos sitios tan dispares en su proyección cultural y política, para arribar a una conclusión de antemano conocida: “Miami” —como bien refiere mi amigo Abel González— “es los Estados Unidos”; y en ese punto, me temo se anula de plano cualquier intento de comparación con La Habana. 

Ante la incógnita de cuál ciudad dispone de una movida cultural más fuerte y distinguida, tendría yo una contestación inmediata: 

¿Puede una ciudad embargada por una ideología retrógrada, en notable retroceso de sus signos vitales, competir en algún sentido con esa otra donde anida la plenitud neoliberal, una economía creciente que ya la sitúa entre las tres ciudades de mayor empuje en los Estados Unidos? 

¿Tiene La Habana, ilusionada incluso por sus destellos más recientes, algo que echarle en cara a la próspera y creciente Miami? 

Es obvio que no.

Ironía. Eso desborda el fragmento —tan solo un detalle de una totalidad aún inédita— al que Janet Batet echa mano en su ajuste de cuentas intitulado “Miami: una geografía no tan lejana”. Lo de “ciudad menor” puede sonar excesivo, hasta intolerable si se quiere —sobre todo, si se desconoce la posición desde la cual se habla—; pero el adjetivo no discrimina en vano a Miami, si tomamos como referencia a esas otras ciudades que, históricamente, han atestiguado las idas y venidas del arte y los artistas más influyentes.  

La Habana, por supuesto, ni siquiera cuenta en un listado que reuniría a Nueva York, París, Londres, Berlín, Venecia, Los Ángeles, Chicago, Madrid, Barcelona, Viena, Ciudad de México y Tokio, entre otros centros que conforman esa franja imaginaria —siempre cuestionable, desde luego— donde se ha inscrito, según la época, los movimientos más notables de la cultura global. Entonces, ¿qué pecado supone decir que Miami es una ciudad “menor”? ¿Hay algo mezquino en esta denominación, que por demás le sienta perfectamente a una ciudad de perfil alternativo, desembarazada como está del peso rotundo de la historia?  

Como lo veo, la acusación que ahora pesa sobre mis palabras tiene que ver con cierto chovinismo trasnochado. Y en ese sentido, debo aclarar que el chovinismo, en tanto doctrina ética, tan solo consigue desesperarme. Ese bando de predicadores que confunden la razón estética con un nacionalismo a prueba de balas, no afecta la naturaleza de mis juicios críticos.  

El arte cubano, según lo he pensado hasta este minuto, le debe menos luces que sombras a la distópica realidad en que surge, marcada incluso en sus zonas de mayor imparcialidad por esa contradictoria escisión que polariza el discurso entre el adentro y el afuera, el descompromiso y lo contestatario. Semejante drama ha coartado también el terreno del pensamiento, dejándose ver entre los críticos cierto recelo frente a esos espacios otros de legitimación —geográficos y simbólicos—, no afines entre sí, aunque igualmente significativos dentro del corpus y la narrativa del arte producido por cubanos.

Un “crítico de contexto” —así me ha distinguido, sin malicia, Andrés Isaac Santana— acostumbra situar su relato en la objetividad, más que en la parábola: en el (con)texto, por encima de los deslizamientos visuales. Y, por supuesto, en el caso cubano, dado el nocivo encierro y la escasa visibilidad de otras realidades artísticas, tal espécimen acaba viciado y desgastado intelectualmente por los lugares comunes en que redunda su discurso.  

Ahora bien, podríamos advertir que cada crítico, al momento de su despegue autoral, acaba siendo, irremisiblemente, un crítico de contexto. Lo fue el venerado Gerardo Mosquera, al escoltar la generación de artistas cubanos que ve la luz a inicio de los ochenta; lo fueron Osvaldo Sánchez y Rufo Caballero, a pesar del refinamiento y la erudición estética en que siempre se ha enmarcado su pensamiento; lo han sido, sin dudas, cada una de las voces críticas que hemos visto emerger con fuerza y notoriedad en la Isla, aunque a la larga se desborde esa frontera geográfica y simbólica en pos de un ejercicio crítico cosmopolita, integrador de realidades disímiles.   

El contexto cubano, a fin de cuentas, hipoteca al discurso crítico. Cada escritor detecta su zona de confort y desde ahí construye una manera de recrear los imaginarios que describe y apuntala su objeto de estudio.

El propio Andrés Isaac Santana —ya que estamos—, como casi todos los críticos de la diáspora, cada cierto tiempo retorna al contacto con la producción plástica de la Isla, y en sus notas se dedica a ponderar virtudes que, si bien están ahí esperando ser nombradas, no tributan, en muchos casos, a los cauces de la narrativa crítica de turno, esa que interpela a los artistas desde una visión tal vez uniforme y localista, pero sin duda en mayor sintonía con las urgencias y conflictos sociales y estéticos de un panorama que demanda cada vez menos subterfugios e imposturas.  

Claro: Isaac Santana confronta y hace inventario desde su propia escala de valor, echa mano a cuanto considera oportuno para refrendar su axiología, y en resultas constatamos a un crítico suntuoso, cuya virtud primera está en la suficiencia del lenguaje y, más tarde, en la profunda subjetividad que perfila los recorridos de su juicio crítico —sin ser estas las únicas valías que le definen. 

De ahí que una obra, apenas sustentada en lo grácil, pueda correr en su voz la suerte del elogio florido; de ahí que un artista de tímido recorrido, el cual parece consumirse en la conquista del oficio o en traer a cuento, pícaramente, el estilo de algún pintor olvidado, pase a convertirse en la joven promesa del arte cubano.  

A la postre, queda flotando la idea de que los críticos cubanos, afectados por la insularidad y el vicio de la politización, padecemos de cierta falta de perspicacia para entrever las muchas otras riquezas que abona un espacio, donde no paran de emerger cada vez más nombres dentro del gremio profesional del arte. Sobra decir que Andrés Isaac, como crítico y ensayista, se me antoja excepcional, una voz imprescindible que destaca por sobre la mayoría del resto, más allá de que no comparta su devoción por ciertas prácticas del sensualismo formal, cultivado hoy a conveniencia por las nuevas hornadas de artistas cubanos.      

De otro lado, una lectura bien distinta del contexto nos depara un juicio punzante esgrimido por Janet Batet, dentro del texto ya citado: “Contadas excepciones admirables, nada retrataría mejor la atmósfera habanera de las artes visuales de los últimos veinte años, donde lo que predomina es pompa y lentejuelas”.  

¡Bravo! Aunque esto último habría que probarlo más allá de esa apurada y severa enunciación. O al menos, declarar el reducido listado donde compilan esas “contadas excepciones”, que Janet Batet a duras penas reconoce.  

Una línea más tarde, mi colega sí que remata con algo verdaderamente lúcido: “Asumámoslo al fin, el producir de frente y únicamente de frente al mercado tiene sus precios”. 

Si tomamos a pie juntillas lo dicho por Batet, habría que cuestionarse no solo la legitimidad de varios artistas aparecidos en los últimos dos decenios, sino también la pertinencia de la narrativa crítica que los ha escoltado hacia esa presunta legitimación. Una antología como Lenguaje sucio (Hypermedia, 2019), por ejemplo, parecería, cuando menos, un gesto caprichoso, otra coartada de la inflación. 

Ahora, preguntémonos: ¿podría resumirse todo lo acontecido en el arte cubano de las últimas dos décadas, cada exposición personal y colectiva, cada proyecto pedagógico, a unas “contadas excepciones admirables”? No es que todo haya sido significativo —mucho lastre y simulacro tuvimos, sin dudas—, ni que cada evento deba ser considerado por la posteridad; pero, ¿a tan poco se reduce esa movida tan poblada de nombres y procesos creativos disímiles? 

Apenas bastan estos dos ejemplos para situar una cuestión evidente, y es que cada crítico lee en función de su expectativa estética, motivado por sus obsesiones individuales. Sin dudas, Janet Batet y Andrés Isaac Santana son dos referentes en nuestra parcela crítica, y comparten más de un criterio y una admiración confesada. En cambio, no logran ponerse de acuerdo cuando de enjuiciar el arte producido en la Isla se trata. Donde uno prodiga dádivas, la otra se muestra reacia y llevada por el sarcasmo. Entonces, si la cosa se tratase de hallar un criterio de verdad, ¿dónde encontrarlo?  

Sobre todo, si el crítico que se confiesa fascinado por todo lo que sucede con el arte y los artistas en La Habana, el mismo que deja cuenta en sus redes sociales —convertidas en diario de viaje— de cuanto ha visto y descubierto por aquí tras hacer zapa; si el entusiasta de las “nuevas voces” que animan el lenguaje pictórico insular, un mes más tarde cae en la contradicción de hacerse vocero de un artículo que en buena medida lo desdice y sepulta la reciente visión que él mismo ha fijado: ¿podríamos darle crédito alguno? 

El problema, según alcanzo a estimar, está en la forma en que las narrativas culturales del “adentro” y el “afuera” no llegan a ponerse de acuerdo. Tampoco es que pretenda un relato unívoco, lineal, donde cristalice una idea uniforme en torno a los muchos rostros que conforman la mística de eso que advertimos como arte cubano. 

En cambio, sí que me anima la posibilidad de un consenso negador de lo que más nos afecta hoy como comunidad imaginaria: el resentimiento.




Made in Cuba: gestión y complot en al arte cubano reciente - Jorge Peré

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Jorge Peré

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