“Con ese libro llegué a comprender mejor a Virgilio Piñera”, me confesó un día el poeta Roberto Manzano, al verme leyendo Virgilio Piñera en persona (Ed. Unión, 2011), concebido por Carlos Espinosa.
Esas palabras, y el hecho de que ya el mismo autor me había atrapado antes con el libro Cercanía de Lezama Lima (Ed. Letras Cubanas, 1986), que tanta controversia y decisiones amargas provocó —me consta que fue retirado de librerías y bibliotecas—, me hicieron entusiasmarme aún más por la nueva lectura. Un libro cuya vocación de servicio se antepone a cualquier otra ambición, pues se atreve a armar, principalmente a través de quienes lo conocieron, familiares y amigos —los entrañables—, la arquitectura espiritual de un hombre que se había convertido en un mito de nuestra literatura desde mucho antes de morir.
Virgilio se nos revela, en esta especie de “biografía hablada”, en toda su “rareza” y “complejidad humana” que lo reafirman como una especie de autor maldito, antagonista inseparable de ese otro dispensador de excesos ficcionales que fuera José Lezama Lima. Entre ambos existió un punto de coincidencia y un poderoso motivo de hermandad, por debajo del picante anecdotario y la calidad en que se contrastaban sus obras, y esto fue la fidelidad a sí mismos, que encontró maneras de manifestarse aún en la enmarañada y fatal marginación que compartieron hacia el final de sus vidas, de acuerdo con su compromiso estético y ético que seguiría siendo cosa rara entre la intelectualidad de su país.
Espinosa confeccionó este libro poco después del dedicado a Lezama, quizás para reforzar la idea de su unidad y salvar la prueba de esos nexos cuando aún quedaban vivos algunos testigos de excepción, vislumbrando que en lo adelante la vida y obra de uno ayudaría a entender siempre y redondear al otro, pero tuvo que esperar luego la suma de tres lustros para que se publicara, lo que sucedió en Miami, en 2003, cuando ya testimoniantes valiosos habían muerto, como los hermanos de Piñera. Hasta que, por fin, en víspera del centenario del escritor, aparece esta obra en Cuba, dentro de la colección Ediciones del Centenario. Para este momento, la figura de Virgilio ha sido reivindicada y está “oficializado” el valor de su aporte a la cultura cubana con estudios, discursos, actos públicos —aunque a lo mejor nunca exista reivindicación suficiente para quien fuera víctima de tanto escarnio y tanta intolerancia—.
A pesar del tiempo transcurrido, en que median muchas miradas críticas, cuando el perfil del autor parece perfectamente contrastado, no me sentí distanciada por lugares comunes o algún acartonamiento de observaciones académicas que hubieran tendido inevitablemente a envejecer. Atrapan estas memorias como una novela de trama bien urdida, rearmando con piezas disímiles una imagen fragmentada y deformada por años de ostracismo y miedo.
El investigador se propone mostrar “el lado más humano” y a la vez más desmitificador del autor de Aire frío, y lo logra, para donarlo, sobre todo, a las nuevas generaciones. Así, como un fiel oficiante en un culto al gran escritor maldito, Espinosa llega a invisibilizarse de tal forma que nos parece estar escuchando solo la voz de Virgilio y sus seres queridos, conversando con él o entre sí, en una tertulia o plática de sobremesa, sosegadamente, como en aquellas noches habaneras en las que jugaba con absoluta “seriedad” la canasta o el dominó. Igual que si asistiéramos a uno de los encuentros en casa de Juanita Gómez, la hija del prócer Juan Gualberto Gómez, y, en la penumbra de la tupida vegetación de su quinta, noblemente desvencijada, emergiera la cabeza aguileña de Virgilio para hablarnos con esa imaginación y pasión suya tan peculiar que hacía engrandecer su cuerpo enjuto hasta otorgarle una rara iluminación.
Leyendo este libro, me ha sobrevenido el mismo hechizo que experimentó Abilio Estévez al conocer por primera vez a Virgilio en una de aquellas tertulias que devenían insospechados espacios de libertad y donde, en un período difícil de su vida, sintió que se salvaba del “infierno de la cotidianidad” siendo tomado de la mano por Juanita, convertida en su “hada” y “maga”, quien también queda justamente perfilada entre estos testimonios. La descripción de Abilio resulta onírica, y presenta, sin embargo, en este punto crítico de la vida del ser fecundo que necesitaba encontrar perentoriamente alguna forma de respirar, la modulación real y profunda de una orquesta de la imaginación.
En carta que dirigiese a ella en la Nochebuena de 1974, incluida dentro del libro, Virgilio reconoce cómo esta mujer lo salvó de caer “en el horror que es el escepticismo, en ese escepticismo tan devorador que termina por hacernos creer que no creemos ni en nosotros mismos” (p. 313). Y a uno lo alivia pensar que, aún en aquel encierro de una época marcada por “el lento, cotidiano gotear del odio cotidiano” —como escribiera en “Bueno digamos”, uno de sus poemas dedicados a Lezama—, existieran tales reductos, con anfitrionas tan benefactoras como una dama que simboliza la benevolencia mítica y doméstica de la patria, aunque tampoco se le permitiese a esta orquesta ensayar por mucho tiempo, ni siquiera en escenario tan cerrado, pues la intolerancia abusiva como la humedad insular todo lo penetra, y la soledad de Virgilio aumentó tras el desahucio, en medio del silencio impuesto.
Se está en presencia de un libro peculiar, sugestivo y muy valioso como prueba de vida, no una biografía en sentido estricto, pero sí en el sentido de que por sus páginas fluye y se devela la personalidad única del escritor en sus múltiples aristas y ambientes. Casi de manera cronológica aquí se suceden los recuerdos, las cartas, fragmentos de su autobiografía inconclusa y obras del escritor que se interrelacionan con los hablantes, opiniones críticas —aparecidas en revistas y periódicos de la época, o enviadas al autor en notas o cartas—, logrando una sincronía en la que se va sutilmente confirmando la solidez poliédrica de un espíritu avasallador y su fruto concreto, su obra, así como las savias de los que ambos se nutrieron.
Así, lo vemos avanzar en su vida y a través del rasgueo de la página en blanco, hacia la reconciliación consigo mismo, al encontrar motivo de paz, como está explícito en su poesía que no esquiva el patetismo y el sufrimiento, ni tampoco la burla, o la carcajada sarcástica, y de lo que dan perfecto aviso escritores como Antón Arrufat y Abilio Estévez: el hecho de descubrir y tomar la literatura como un destino, como razón de ser y, aún más, como explicación del mundo. Resulta bueno saber que, lo que nos legó y constituye motivo de encanto para volver tras sus huellas, fue también su lenitivo en la circunstancia del dolor extremo o la soledad completa. Es explicación del sentido que dio a la propia existencia, su fuerza aún en la destrucción y dispersión de su mínimo cuerpo, y confirma la presencia de una eticidad que siempre lo mantuvo dentro del difícil camino elegido. Hay una anécdota, contada por Abilio, a propósito, reveladora, que invita a entrar en lecturas sucesivas, pues no hay necesidad de seguir esperando por la llegada de orden o higiene dentro de la memoria social para comprender un destino que, en ese juego de la literatura, y a despecho de la muerte artificial y el vacío que le prodigaron sus detractores, él ganó:
Cuando una vez le pregunté, con preocupación juvenil, si no le parecía triste pasar la vida escribiendo para terminar en autor mediocre, me contestó algo que nunca olvidé: “Da lo mismo ganar o perder, lo importante es el juego. Proust es un escritor enorme. Yo no soy un escritor como él en cuanto a la calidad de mi obra, pero sí soy un escritor como Proust en cuanto a que a mi vida se ordenó como la de él en la búsqueda de un mismo objetivo” (pp. 355-356).