En casa de Mingo, el mejor contrabandista de la ciudad, se podía comprar desde un número de Orígenes hasta una falsa Venus de Milo cercenada. Sonia y Jaime se aficionaron a vagar por los montones de libros viejísimos e imposibles de encontrar en otro sitio de la Isla. Había días en que solamente les interesaban las infinitas vitrinas repletas de adornos cursis de los cuales Mingo hablaba como si fueran verdaderos tesoros.
—Esta concha es del Mar Rojo y fue pintada para un sultán de Basora. Aquel cuadro hecho a plumilla se le atribuye a Goya y es de una cubana. Se lo compré a la vieja duquesa de Arenas, viuda del general Reynaldo Fuentes, duque de Perronales. Cuenta la vieja duquesa que la Condesa del Pompón, que llegó a tener gran influencia en la Corte española porque se hizo amante de Pepe Bonaparte, se lo compró —personalmente— a Goya. Ahora la duquesa está decrépita, pero ella me firmó el documento de compra-venta y, además, juró que era auténtico. Me dio su noble palabra.
—¿Y cuánto quiere por ese Goya, Mingo?
—Por ser a ustedes se los puedo dejar en 400 pesos.
—Pero siendo un Goya usted lo da en tan poco…
—No, de ninguna manera, he dicho que por ser para ustedes.
Yo podía mantener la conversación en serio, pero Sonia se ahogaba de risa y tenía que dar un rodeo entre elefantes cojos o desdentados. Estábamos seguros de que el único Goya que pudo haber pintado aquel cuadro era Tomasito la Goyesca.
Roberto Valero con María Badias-Valero, su esposa.
La concha me la robé para darle una sorpresa a Sonia y ella se quedó asombrada porque también le había robado algo al pobre Mingo para mí. Sacó de su cartera una copa de cristal verde que se levantaba sobre una base blanquísima que Mingo hubiera jurado que era nácar japonés. La copa tenía una grieta leve que la inutilizaba, lo cual me gustó mucho más. Aquella copa ocuparía un lugar entre los muchos pedazos de recuerdos tontos que llenan los rincones de mis casas.
Le compramos El Amadís de Gaula para justificar el viaje. Ahora, frente a la copa, con la ventaja de poder pasear la mirada sobre hechos que parecían insignificantes, veo el rostro indeciso de la pobre Sonia que extiende su mano insegura, no sabe que pensaré de su regalo. Nunca sabe cómo o por qué van a juzgarla y vive temerosa como el ciervo atrapado en el tapiz de una casa donde nos vimos desnudos. El regalo me gustó, pero es en estos momentos que puedo alcanzar la significación de aquel rostro, de aquella sonrisa amuecada.
Sonia me estaba entregando, sin saberlo pero presintiendo algo que se quebraba en el futuro, una foto, una metáfora, un cristal de lo que siempre sería su vida. Copa sin objetivo, hermosísima pero solo útil cuando estaba en manos ajenas. Agrietada, triste porque aún en manos ajenas solo serviría para adornar la pareja, decorar al otro que nunca sería su igual porque Sonia no puede encontrar quien le alegre ese amasijo de confusiones, no puede coincidir con un hombre que le haga olvidar el peso de su leve esqueleto, siempre en puerto “seguro” con anclas mamá, con rejón mi padre y mis hermanos, con áncoras muchas letras y poco sentido práctico para sobrevivir. Base blanquísima, cristales verde claro, sueños nácar, pero la grieta.
Nos gustaba aquel pedazo de piratería porque era parte de épocas que no conocimos y fue en casa de Mingo donde nos encontramos “accidentalmente”. Jaime buscaba un regalo para una tía que cumplía años y Sonia no sabía qué buscaba. Nunca ha sabido. Vagaba rubia entre vitrinas de maderas preciosas que ahora exhibían cicatrices de cigarros, arañazos profundos, manchas de lechada. Nos pareció que nos conocíamos y empezamos a hablar sospechando desde un primer momento que aquel diálogo se extendería como una serpiente sagrada en medio de las conversaciones inútiles de familiares y conocidos. Marcaría nuestras relaciones más íntimas —a veces en contra de nuestra voluntad— y terminaría por destruir nuestros códigos y promesas. Cruzaría las líneas más secretas e inventaría metas muy lejanas donde los dos, libres de compromisos políticos y amorosos, viviríamos del mismo lado del teléfono. Íbamos a tener una casa con patio y lago, lejos del calor espantoso del trópico, y conoceríamos las estaciones. Diálogo que se extendería como una serpiente sagrada hasta esta novela, hasta mis ratos de soledad total, porque siempre converso solo con Sonia.
A partir de entonces, La Habana fue distinta. Sonia era extremadamente misteriosa pero nunca sospechamos el uno del otro, era evidente que ninguno de los dos podía ser un informante. Sin embargo, ella tenía que hacer llamadas telefónicas a las horas más impropias y la primera noche que recorrimos el Malecón juntos me dijo que debía irse a las once y media. Como la ninfa telefónica no tenía —nunca ha tenido— la más remota idea del tiempo, en uno de sus tantos descuidos atrasé mi reloj dos horas para prolongar la noche. Desde entonces mi reloj siguió atrasado y centro de las burlas de los que pensaban que yo lo hacía por mero excentricismo.
Con Sonia nunca se podía planear una cita de antemano. La Habana se convirtió en un lugar donde podíamos tropezarnos, así es que yo debía llevar los bolsillos llenos de flores y juguetes para cuando ocurriera el encuentro. También de esta manera empujaba al azar para que no permitiera que todos los días se me secaran claveles robados en los bolsillos.
Roberto Valero con su esposa y primera hija.
A veces despertaba en mi beca mientras Sonia me acariciaba el pelo, pero:
—No, no te levantes, tengo que irme enseguida.
Y desaparecía sin decirme por qué o a dónde se tenía que marchar. Jaime buscaba la más mínima posibilidad de dormir la siesta para ver si despertaba contra ojos azules y la promesa de “nos encontramos por ahí”.
Pocas semanas después Sonia le permitió ir al apartamento donde vivía con su hermana y el cuñado. Aunque ella tenía un sitio en la misma beca hacía lo indecible por no quedarse nunca en F y Tercera, a riesgo de perder el derecho a aquella porquería.
Sonia venía de un pueblo mediocre de Pinar del Río, desde muy joven se unió a Camilo, un muchacho que después se convirtió en jefe de una pandilla de delincuentes. Aquello explicaba parte de los secretos. Jaime y Sonia se conocieron cuando él estaba preso, pero de enterarse que lo traicionaba le había jurado que la mataría, junto, claro está, y esto era más triste aún, con el amante.
El apartamento era pequeño y lo único que hacían era tomar té y hablar muy poco. Hablar de hacer el amor era insultar a Sonia, que había sido violada desde muy niña y relacionaba el sexo con fuerzas animales y bajas. Había que convencerla lentamente, sin que lo notara, disimulando las caricias con la conversación más ingenua, alejando cualquier palabra lasciva para que no sospechara que Jaime no podía controlar más sus deseos turbiamente limpios. En la sala había un tapiz barato con un ciervo al centro, desorientado, en medio de un bosque romántico. Aquel ciervo siempre estaría asociado a la imagen de Sonia.
Semanas después, Jaime soñó que hacía el amor con Sonia en el cuarto, allí estaba el tapiz. De fondo se oía “La danza del fuego” y por la casa flotaban brazos azules mientras ellos hacían el amor en forma brutal. Era el dos de octubre pero afuera nevaba. Los niños jugaban en el parque que se había cubierto de nieve y el perro policía del amante preso estaba ladrando.
A Jaime lo expulsaron de la Universidad de La Habana el cinco de febrero de 1980 y ya para entonces había perdido el contacto con Sonia. Los bolsillos se llenaron de caracoles rotos, cristales inofensivos por la fuerza del mar, pétalos resecos… En Matanzas vagaba inútilmente buscando a Sonia, pero no había casa que se llenara de mercancía pirata, ni vitrinas cursis donde comprar una bailarina de porcelana.
Roberto Valero, en Washington D.C. Años ochenta.
Inexplicablemente, Jaime nunca le había pedido su dirección en Mantua, era capaz de ir y sentarse en medio del parque a preguntar por la muchacha rubia más bella del pueblo, pero por intuición se percató de que aquello podía ser otra mentira de Sonia. Podía vivir en cualquier sitio, de Mantua habían hablado un día sin precisión. Se había dado de baja de la beca y nadie podía responder dónde vivía. Jaime de pronto se dio cuenta que nunca habían tenido amigos comunes y la casa de la hermana se la encontró sellada, aunque el perro seguía ladrándoles in amor.
Matanzas le era fiel a su nombre y se convirtió en una estupidez repetida. De nada valieron los planes de lecturas clásicas que se inventó, solo Paolo y Leslie María le hacían los días más llevaderos, pero no podían salvarlo. Al matrimonio se le había enredado una caverna enorme donde un ciervo, en medio de las estalagmitas, se encontraba desorientado. Este era el sueño que ahora se repetía, en ciertas ocasiones los brazos azules colgaban del techo de la cueva.
La casa de Carilda ayudó a Jaime, se reunían los pocos locos que quedaban a leer poemas, a bailar o a representar cualquier obra. Pero la ciudad y los agentes de la Seguridad del Estado que acosaban a Jaime se fueron estrechando. En el Ministerio de Trabajo solo le ofrecían dos puestos: recogedor de basura en Matanzas o cazador de cocodrilos en la Ciénaga. Para esto habían servido los cinco años de Universidad sin un expediente político que valiera la pena. Trató de entrar como estudiante en el Seminario Teológico, se haría pastor dentro del caos. Sería pastor entre pastores alemanes. Pero tampoco pudo, el gobierno no autorizaba su matrícula.
Cuando su amigo José Peña le dijo que lo estaban obligando a firmar una denuncia contra él por haberlo invitado a matar a Raúl Castro, Jaime se dio cuenta de que, o se iba inmediatamente del país, o se pudriría en una cárcel. Peña estaba horrorizado porque ya en 1978, cuando el Festival Mundial de la Juventud y los Estudiantes, lo habían encerrado en un hospital psiquiátrico (Mazorra) sin nunca darle razón del por qué. A los cuarenta y ocho días lo dejaron libre y repleto de miedo.
Roberto Valero con su esposa e hijas.
Jaime se metió en cuanto plan ilegal podía para escaparse del país, hasta las ideas más inverosímiles le cruzaron por la cabeza. Cuando ya el calor de marzo era más que insoportable para Jaime, Jaime con un saco de guaguí en el hombro para los niños, Jaime comprando de contrabando en los campos, Jaime corriendo todos los días para prepararse físicamente, Jaime remando, nadando, llorando de impotencia, haciendo el amor con la esposa con los ojos cerrados, gritándole a los familiares por la más mínima estupidez, entonces, llegó la carta.
La carta olía como todas las cartas del extranjero: distinto. Los cubanos pueden identificar el olor extranjero, el olor cubano es tan repetido que enseguida notamos el otro, el de España o Tanganica. Una brevísima carta de Sonia firmada en Miami. Apenas dos líneas y la dirección. “Aquí la gente es fea, no me he encontrado a nadie como tú. Me casé de mentirita con un ex preso político y pude salir con mi familia. Suerte”.
© Tomado de Este viento de cuaresma (Colección Mariel, Hypermedia, 2018), de Roberto Valero.
La Colección Mariel recoge los 11 títulos más emblemáticos de esta generación.
Dos relatos
Cierta vez, reconocido por uno de mis perjudicados, tuve que escabullirme entre el gentío del Downtown de Miami huyéndole a las voces y gestos que me acusaban de embaucador. Hubo quienes, como es natural en estos casos, se me quedaron mirando; pero yo, sin aminorar el paso, miraba hacia el cielo para confundirlos.