El fin del Gran Relato es la publicación resultante de la exposición colectiva homónima cuya primera edición tuvo lugar en Galería Taller Gorría (La Habana, Cuba), entre el 1 de septiembre y el 29 de octubre de 2017, reuniendo obras de los artistas cubanos Carlos Garaicoa, Celia-Yunior, Ezequiel O. Suárez, Henry Eric Hernández, Jorge Luis Marrero, José Ángel Toirac, Los Carpinteros, Manuel Alcayde Majendié, Reynier Leyva Novo y Yornel Martínez Elías. Al surgir como proyecto itinerante hacia la Oficina de Proyectos Culturales (Puerto Vallarta, México), la segunda edición de la exposición se mostró en dicho espacio entre el 27 de enero y el 5 de mayo de 2018, sumando esta vez obras del artista Ángel Delgado y obras en colaboración de las artistas Isabel Cristina Gutiérrez, Laura E. Pérez Insua y Lisbet Roldán.
Como proyecto editorial, El fin del Gran Relato adiciona obras de los artistas Hamlet Lavastida, Julio Llópiz-Casal, Levi Orta, Luis Manuel Otero Alcántara y Pedro Pablo Oliva, y cuenta con textos de los autores Carlos Alberto Aguilera, Héctor Antón Castillo, Henry Eric Hernández, María A. Cabrera Arús y Suset Sánchez Sánchez. La publicación ha sido producida por CdeCuba Art Magazine, Celia-Yunior, Henry Eric Hernández y Yornel Martínez Elías, y su edición ha estado a cargo de Henry Eric Hernández y Ximo Sánchez.
A partir de hoy y durante las cuatro semanas siguientes, Hypermedia Magazine adelantará a sus lectores los cinco textos que componen El fin del Gran Relato, respetando el orden que tienen en la publicación. La cual verá la luz a principios del próximo mes de febrero, en España.
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“El inmenso carisma de [Fidel] Castro podría haber hecho que el gobierno evitara la crisis política y esto hubiera significado un movimiento hacia un estado democrático multipartidista. Cuánto tiempo pueden mantener esta situación es la pregunta del millón. ¿Qué va a suceder cuando muera Castro? ¿Hasta qué punto existe una estructura alternativa eficaz dentro de los componentes y entramados niveles de la burocracia gubernamental que ablandaría las cosas y facilitaría los cambios que probablemente sean la mejor esperanza para una transición pacífica y útil?”.
Esto escribía el crítico cultural Kevin Power (1999) como parte de su ensayo para la exposición colectiva While Cuba Waits: Art from the Nineties que tuvo lugar en Track 16 Gallery, Los Ángeles. Casi veinte años después, puede que se sigan apostando millones para obtener respuestas o explicaciones con respecto a dichas cuestiones. Es por eso que al día de hoy vale la pena recontextualizar las mismas: Fidel Castro ha muerto; antes de pasar a otra vida ya había cedido por derecho propio a su hermano Raúl Castro la dirección del país, perpetuando la imposibilidad de alternativa alguna dentro del aparato gubernamental que no fuera depositar la directiva de todos los sectores en manos de una nomenklatura militar. Situación que además de normalizar la dinámica de tecnocracia militar iniciada durante la década de 1980 (véase AA.VV. 2002-2003), deja ver con meridiana claridad que no hay ablandamiento y mucho menos habrá pluripartidismo en el futuro.
Por supuesto que este contexto se ha visto complementado por “el deshielo” entre Cuba y Estados Unidos a partir del 17 de diciembre de 2014. Un momento ―más que nada― de revival imaginario en el que la comisión cubana ha advertido en más de una oportunidad a su homóloga estadounidense que no permitirá objeción ni negociación con relación a la violación de los derechos humanos en Cuba y la legalización del pluripartidismo.
De modo que, aunque el gobierno cubano haya ampliado las reformas económicas establecidas desde 1993 y haya promovido leyes migratorias, el tránsito hacia la democracia resulta indiferente a quienes viven presionados por la precariedad cotidiana tanto como un costoso anhelo para las organizaciones y partidos que desde la ilegalidad se oponen al mismo dentro de la isla. Gobierno que siempre ha considerado cualquier disentir o desobediencia cívica, una aberración política.
En definitiva, si volvemos sobre la pregunta de Kevin Power y subrayamos los sustantivos eficacia, esperanza y utilidad, no solo nos damos cuenta de que estos son esenciales para encaminar políticas dadas a construir un mejor porvenir, sino que quedamos convencidos de que los mismos están suspendidos del pensamiento autocrático cubano actual si de fomentar pasos democráticos se trata.
Mucho se viene hablando, dentro y fuera de Cuba, de apertura, transición y cambio. Revuelo que ha delineado un imaginario en el que sin haberse definido el sistema cubano como totalitario, se apuesta por la continuidad de su autoritarismo apuntalado esta vez por la economía de libre mercado. Un imaginario en el que, si nos detenemos en la parcela del arte y específicamente en su narración crítica más avisada, vemos que esta ―a diferencia de otras áreas y disciplinas de los estudios cubanos― sigue discutiendo el ámbito artístico en torno al término utopía, nunca con relación a totalitarismo.
Los pensamientos utópicos llevados a la práctica política perduran, como demuestra Tzvetan Todorov (2002), gracias a que logran anudar lazos con la coerción y la violencia. Pues, aun cuando sus gestores han tenido más que claro que el hombre es imperfecto, no han dejado de insistir en instituir con severidad su perfección. Dichos pensamientos determinaron dos grandes eventos políticos del siglo XX: la revolución y el totalitarismo. De estos modelos hemos heredado la tensión entre el mito del hombre nuevo y la instrumentalización de su imaginario.
Por tal motivo, pasados más de quince años del siglo XXI, hay que aceptar que las imágenes no son solamente el manifiesto de nuestros deseos, sino que nos dictan qué desear y nos enseñan cómo hacerlo. Es más, la formación de toda imagen es un hecho constitutivo del deseo, el que entraña carencias y anhelos, y por supuesto mimetismos: esos que suelen permanecer vivos a causa de las plagas de fantasías que nos invaden; que inventamos diariamente para mediar nuestras experiencias. Como consecuencia, nuestra relación con las imágenes se vuelve enfermiza cuando no lasciva; ante lo cual, no nos queda otra que reconocer, que la espectacularización es la forma ideológica del poder de las mismas. Se trata de una atracción hacia las imágenes que nos arropa cuando nacemos y en la que hallamos consuelo a medida que vamos envejeciendo: a medida que trocamos hechos por representaciones, que de inmediato reproducimos y usamos como ídolos depositando en ellas nuestra fe, permitiéndoles que nos coaccionen e identifiquen, e incluso rogándoles para que nos guíen; si bien luego las desenmascaramos, las prohibimos y las destruimos, pero con la misma las rehabilitamos y las consagramos para que sobreexcedan nuestra muerte.
Encarna, la Revolución, un tipo de Magna Mater: una virgen fecunda que ofrece a sus hijos máscula protección; que se torna nutricia y violenta para que todos se sientan predilectos y prescindibles al mismo tiempo.
En resumidas cuentas, nos vanagloriamos de amar y odiar las imágenes; de despertarnos siendo iconófilos e irnos a dormir con más iconofobia que nadie. Y aunque es importante si llegamos a ser o no conscientes de tal correspondencia cíclica, lo relevante es que es debido a ella que creamos los ídolos. Así lo explica Marie-José Mondzain (2012): el ídolo no es más que el destino de una imagen presa en el flujo de nuestras pasiones. Es a través de estas que fundamos nuestra veneración por una u otra imagen; es así como sacralizamos la ilusión que dicha imagen nos pone por delante. Y, como venerar conlleva siempre pertenencia, es lógico que nos cueste romper ya no con la ilusión que cultivamos, sino con las categorías que formalizan sus narraciones.
Es, lo más alto, una de esas categorías. De hecho, es la categoría que ha quitado el sueño a la burocracia política encargada de gestionar el imaginario cubano revolucionario desde 1959 (véase Hernández 2017). Bien sabemos que el solo hecho de imaginar cómo llegar a la cima, vivir en ella y trascenderla, la hace inalcanzable; por eso la idealizamos como algo que pertenece exclusivamente al ámbito de lo sobrenatural. Es por esta razón que dicha burocracia, siendo consciente de que cada día se le hace más difícil salir a flote de su decadencia, no deja de generar un tipo de patología visionaria comparable a la de los artesanos bizantinos, quienes en su búsqueda de lo más alto extremaron el agigantamiento colocando al pantocrátor y a las vírgenes sobre fondos dorados, otorgándoles a través de este aislamiento formal una distinción suprema: sacra.
Dicha distinción trae aneja la prohibición de tocar: exige no profanar algo a lo que nos debemos consagrar. Una regla de oro para tal burocracia política cuya ansiedad constante por proteger la imagen diurna, ascensional y heroica de la Revolución, ha llevado a convertir dicho sintagma en un acontecimiento perenne: en un estado de eterno comienzo. Encarna, la Revolución, un tipo de Magna Mater: una virgen fecunda que ofrece a sus hijos máscula protección; que se torna nutricia y violenta para que todos se sientan predilectos y prescindibles al mismo tiempo; que se pavonea azuzándolos y apaciguándolos sin moderación, para hacerles ver que pueden palpar las esperanzas por ella dibujadas; que los cobija y los expulsa, tomando el pulso de la incondicionalidad para con el amor eterno que ella cree merecer.
Todo esto lo sintetiza meridianamente Mijaíl Bajtin en una máxima imaginaria asumida como encomienda por quienes administran lo cubano revolucionario: velar porque nunca se toquen lo bucal y lo anal que lo componen. La imagen de Alma Pater (2015), la obra de José Ángel Toirac instalada en la exposición colectiva El fin del Gran Relato en Galería Taller Gorría en La Habana, es resultado de dicha labor.
Alma Pater fue censurada parcialmente antes de quedar inaugurada la exposición, bajo la enmienda de que “los buenos” y “los malos” no podían estar expuestos uno al lado del otro en una misma pared, haciendo referencia al retablo compuesto por seis dibujos en los que vemos a seis políticos fundamentales para la historia de Cuba con hijos o nietos en brazos: José Martí, Gerardo Machado, Fulgencio Batista, Fidel Castro, Che Guevara y Raúl Castro. La narración de Alma Pater recoloca sobre fondo dorado a hombres cuyos empeños políticos han refundado el pensamiento nacionalista y su tradición patriarcal; cada uno de ellos ha gozado de autoridad y movilizado masas; todos han sido ídolos y han tenido quienes escriban sus páginas heroicas: quienes escriban la Historia de Cuba por ellos mismos estipulada. Alma Pater no plantea diferencias entre dichos patriarcas; los iguala convirtiéndolos en un tipo de pantocrátor virginal cuya imagen transhistórica de macho alfa queda “ablandada” por el ícono de ternura que cada uno de ellos ha otorgado en su momento a la figura femenina. La ternura coral es la distinción que aúna como un único valor los antagonismos imaginarios: la luz y la oscuridad, el bien y el mal, la ascensión y la caída, el héroe y el dictador, la iconofilia y la iconofobia.
Aprovechando la “benevolencia” de la censura y sin preguntarnos mucho de dónde venía o quién era su artífice, teniendo en cuenta que se trataba de un espacio expositivo supuestamente autónomo o autogestionado como es Galería Taller Gorría, Toirac y yo decidimos exponer a los denominados buenos. Conservamos pues, sin rediseñar el montaje, las dos áreas vacías con sus respectivos cáncamos donde estaban colgados los malos, Machado y Batista, originalmente. Después de esto, como argumenta W. T. Mitchell (1994), quedamos parados frente a una picture; nuestra mirada cae en el jamo de un nuevo contexto medial consecuencia del valor que adquiere y exhibe Alma Pater con la censura: el de la imagen desfigurada.¹
A este respecto, podría comenzar respondiendo: ¿por qué resulta indignante la imagen del pantocrátor transhistórico que propone Alma Pater?, ¿a quién y a qué ofende?, ¿cómo lo hace? Pero, la cuestión es otra; la puso sobre la mesa con inocente sabiduría el escritor Virgilio Piñera: “¿por qué la revolución tiene tanto miedo a los escritores?”.
Es hora de admitir que esta frase es la más reveladora del legado retórico de las archiconocidas reuniones de Fidel Castro con los intelectuales cubanos en la primavera de 1961, y no el dictamen “contra la Revolución nada” sacado de sus Palabras a los intelectuales para dirigir de por vida la política cultural cubana, y desde el que siempre se parte para discutir la misma. De más está decir que la pregunta de Piñera desprendía demasiada sensibilidad para las circunstancias; todavía hoy, su sentido, la emana. Y, de la misma manera, sería bueno recordar que la sentencia de Castro traía de vuelta la literalidad y lógicamente los límites de otra, dicha por Benito Mussolini, devenida canon del nacionalsocialismo italiano a partir de 1925: “todo dentro del Estado, nada fuera del Estado, nada contra el Estado”. Sin más, esta imagen niega la diferenciación entre el Estado y la sociedad civil, incluyendo el orden del saber; anula, arendtianamente hablando, la persona jurídica, la persona moral y la persona individual, que deben conformar cualquier sociedad. Con lo cual, la imagen del miedo de la Revolución al pensamiento libre ―a la autonomía en toda dirección― deviene razón de Estado; siendo este a su vez absorbido por la ideología del Partido Comunista, el único existente en Cuba desde 1965 y que, valga la redundancia, no se afianza como un partido en el gobierno, sino como un partido de Estado.
Apelo al kitsch político para hacerme entender.
Qué hacer entonces con la figura retórica de la que se vale Virgilio Piñera para dar forma a su pregunta: la personificación de la Revolución. No hace falta explicar que personificar sirve para retener determinadas cualidades significativas con vistas a definir un concepto: a forjarles una vida propia. Tampoco hay que profundizar con respecto a la unidad dada entre la personificación y la mitologización, cuyas formulaciones simbólicas son las que logran vincularla al pensamiento ―en este caso político― encargado de arraigarla. Algo que sí debemos tener presente, es que ninguna representación existe sin otra que funcione como su contraparte y complemente su curso, la cual no tiene por qué pertenecer a una constelación imaginaria antagónica, quiero decir que no tiene que ser su antítesis. Hablo de una representación que forme parte de su misma topología fantástica y que de ser posible sea uno de esos grandes arquetipos que custodian los puntos cardinales constitutivos de cualquier esquema imaginario, pues son ellos los imprescindibles para determinar y mitificar los grandes relatos. Hablo, tratándose de la Revolución, del líder.
Apelo al kitsch político para hacerme entender: “Cuba es una mujer […] / Hermosa es la Revolución / hermosa ya desde la Sierra […] / La Revolución es una mujer / y hermosa / con Fidel / que bien sabe / cómo mover montañas” (citado en Hernández 2017: 120-121). Con solo extraer unos versos del poema “Habana Libre” escrito por el peregrino político Robin Dobru, tenemos la romántica relación del guerrero y la doncella con su respectiva personificación de la patria y la Revolución. Un romanticismo cuya tradición acopia además dramas renunciatarios y sacrificiales de él para con ella: “Tienes una rival que me ha robado el corazón […]. He sufrido ya tanto por ella que me siento suyo; ha tomado mi vida de una manera que no soñé nunca entregar más que a Dios […]. La conoces […] tiene la falda de listas azules y blancas, el corpiño rojo […] me siento como poseído […]” (ibíd.). En estas líneas de la carta que el hombre, amante, guerrero y líder Frank País escribe a su novia, la intimidad nos desliza hacia un deleite cuasisexual, que incita a renunciar a la fe primordial para ofrecerse por completo a otra, todavía más pasional: sobrenatural. Simulan, tales representaciones, que el aura seminalis de la mujer es la que abre el apetito del héroe ―dominando sus impulsos y sentimientos― para hacernos ver lo que viene: que el héroe no es solamente quien termina por atizar el deseo femenino, sino que además, es quien determina la convivencia entre ambos sobre la máxima de que el cuerpo y el alma femeninos necesitan quien los autorice a existir. Pues, aunque la hembra sea la dueña de la vida, el macho es el conocedor y rector de la misma: es quien sabe mover montañas.
Así, antes que la deificación de la Revolución como Magna Mater, vino el rapto de la misma por un macho cardinal; lo que significa el rapto del suceso colectivo por el líder, el de la utopía por la ideología y el de la nación por el Estado. Téngase en cuenta que durante las mencionadas reuniones con los intelectuales, Fidel Castro se refiere al derecho a existir que tiene la Revolución, habla de ella como un ser vivo; pero de los engendrados por una divinidad y un humano: de esos que desafían a los dioses; de esos que son superiores a todo. Castro se siente poseído por —y se ve en posesión de— la Revolución; por eso la instala en lo más alto: sacraliza la ilusión que brota de la misma y usurpa la política cortando sus correspondencias con la libertad. Sin embargo, no es la negación de dicha libertad lo que resulta nuevo para el contexto cubano (pos)revolucionario; lo novedoso que introduce Castro es el menosprecio de la misma al hacer lo imposible por naturalizar su convicción de que, hasta la más mínima de las libertades, tiene que ser sacrificada por tal ilusión.
Claro está que la función de la ilusión o de una acumulación de ilusiones es conformar ideologías: producir pactos de fe. A esto se debe la obsesión de las sociedades politizadas por las creaciones míticas; pero también, y por encima de cualquier cosa, es a causa de ello que el ejercicio de la violencia se convierte en el espacio idóneo donde se superponen y complementan ilusión e ideología. En este ejercicio se fundamenta el Estado cubano, cuando al activar las dependencias, reciprocidades y justificaciones entre la violencia revolucionaria y la represiva, dispone un mecanismo de violencia estructural cuyo carácter latente ha sido decisivo para la formación histórica ―léase imaginaria― de la sociedad cubana. Un mecanismo que no siempre requiere de acciones violentas de nitidez extrema, puesto que el mismo se consuma en su condición de, por ejemplo, introductor de seguridades acompañadas de incertidumbres, recapitulador de discursos de normalidad en medio de crisis y déficit democrático, y generador de una determinada confianza anonadando esperanzas a diestra y siniestra. Digamos que, como en las sociedades primitivas, la violencia de tipo estructural rara vez permite que se malogre el sacrificio, bien el de un individuo, un objeto o un evento; lo que además de garantizar una satisfactoria resolución de la crisis en cuestión, revitaliza el statu quo del Estado y reactualiza la sacra distinción de la Revolución.
Valga decir que se trata de una sociedad que para la forja continuada de su imaginario, se ha inyectado a sí misma la exacerbación y la desconfianza como constantes guerreras, las que al ser conjugadas con los prejuicios, el más preciado tesoro de cualquier comunidad, por supuesto que conseguirían sembrar el miedo. Los prejuicios se multiplican y revalorizan siempre que una comunidad experimenta alguna evolución política. Así, ya ideologizados, los prejuicios comunes a todos son el mejor acervo del imaginario totalitario cubano; sobre todo si la cuestión es no tolerar la neutralidad: si se trata de admitir ―exclusivamente― cómplices o enemigos, y por consiguiente víctimas. El sentido del prejuicio politizado es rastrear sin descanso el mal en calidad de antítesis, aplicar un manto fantasmático a lo contrario y rehacer sus representaciones, respondiendo siempre a un único antojo antropófago: devorar lo diferente. Hablo de una sociedad cuya tradición patriótica arraiga en una animosidad declarada y cuya justeza se normaliza, por poner un ejemplo que no deberíamos olvidar, en la anteposición incondicional de la Revolución a la familia, hasta el punto de establecerse la rotura de esta por salvar aquella como una obligación moral. Y es que, como bien discute Tzvetan Todorov (2002: 26), la “degradación del individuo acarrea la de las relaciones interpersonales”, cuando “Estado totalitario y autonomía del amor se excluyen mutuamente”. Tal desatino ha dado al traste con la impotencia ciudadana a la hora de generar foros cívicos y entablar reconciliaciones, sin el imperativo de crear chivos expiatorios o azuzar el espíritu vengativo.
En otras palabras: de no cebarse la violencia de Estado con censuras, purgas, coacciones, intimidaciones, enjuiciamientos, encarcelamientos, persecuciones, expulsiones y muertes, en fin, con toda acción que conlleve desligar inadaptados y contrarrevolucionarios de la sociedad, no habría tragedia y sin esta no habría estabilidad, y todavía menos optimismo para con el porvenir.
He aquí la gran promesa del totalitarismo: el porvenir; la plenitud. Y, como prometer implica cumplir el compromiso con rectitud, es la búsqueda de dicho porvenir la causa por la cual en la sociedad totalitaria el poder se diluye con la pasión de quien detenta la autoridad: de quien promete en nombre de todos y exige a todos el cumplimiento de lo prometido sin miramientos ni costes. No importa cuántas veces se fracase, tampoco importa si la solemnidad con que se promete y la fidelidad de quien lo hace se corrompen, e inclusive no es tan importante que el líder, como es el caso de Fidel Castro, haya muerto; lo relevante es que el Estado sigue ejerciendo en su nombre y por ende en el de la Revolución el derecho a colmar el balde de las promesas, persuadiendo de igual manera a la comunidad para que recupere su ilusión por enésima vez a través de estas. Véase que en países como Rusia, cuya esencia totalitaria lleva treinta años “limpiándose” con prácticas plurales, en la actualidad se construyen parques conmemorando el autoritarismo y se imponen leyes para juzgar a quienes “falten al respeto” a dictadores como Stalin y Brézhnev. Si es que, las promesas ―como los prejuicios y las idolatrías― se van acumulando y heredando por generaciones; no pasemos por alto que sacralizamos las ilusiones y que nos cuesta romper con ellas porque nos pertenecen.
Motivos de sobra para que dicha búsqueda del porvenir o, pensando con madurez, el sentirse un acérrimo protagonista de la plenitud por venir, sea también lo que institucionaliza la sociedad totalitaria como sacrificial. Y, motivos más que sobrados, para recordar que el totalitarismo florece en el seno de la sociedad. Pues, de no celebrar esta tal promesa como suya, lo que entraña acatar la concentración y personalización de poder como la vía más conveniente para el logro de la misma, y de no aceptar ejecutar y apoyar el control social y la indiferenciación ―por solo mencionar principios angulares― entonces al totalitarismo le costaría mucho más consolidarse.
Se trata de comprender cómo el creer en un sistema autoritario supone ceder a su imaginario la sabiduría de arrojar luz sobre la objetividad del mal menor, sobre la necesidad de hacer infinito el sentimiento de culpabilidad de quien lo recibe, y sobre la irrelevancia en cuanto a asumir responsabilidades colectivas e individuales al respecto.
En resumen: únicamente connaturalizando en comunión la certidumbre totalizadora, es que la sociedad cubana se ha hecho gestora y mitificadora de sus propias realidades totalitarias. La sociedad toda ha encarnado el doble siniestro ―noble y malvado, consagrante y profanador― de sí misma: ese tipo de verdugo revolucionario al que se le exige participación en la esfera pública como ejecutante del mal menor, que en nombre de la protección de tal promesa activa y viabiliza toda facultad de actuar emocional y políticamente. Ni que decir tiene que son dichas realidades totalitarias las que ponen de manifiesto la responsabilidad colectiva, o si se prefiere la culpa colectiva, como elemento del mecanismo de violencia al que hacía referencia. Culpa que se vela con la respectiva e insostenible idealización de que todos somos culpables y ninguno lo es. Un modo inmejorable de exculpar a todo el que realmente debe cargar con responsabilidades y condenas por haber hecho algo; o peor aún, de exculpar a quien bajo la arbitrariedad política señala quién es el culpable y autoriza dónde, cómo y cuándo debe ser condenado. Se trata de comprender cómo el creer en un sistema autoritario supone ceder a su imaginario la sabiduría de arrojar luz sobre la objetividad del mal menor, sobre la necesidad de hacer infinito el sentimiento de culpabilidad de quien lo recibe, y sobre la irrelevancia en cuanto a asumir responsabilidades colectivas e individuales al respecto.
Siento válido retomar los criterios arendtianos a propósito de la sobrevivencia de las soluciones totalitarias. Pensemos en China, Vietnam o Rusia ―por citar totalitarismos de ideología comunista puesto que son los que más perduran actualmente― para darnos cuenta de que, cuando creemos que un régimen totalitario va a desaparecer, o sea cuando confiamos en la decisión de su partido de moverse hacia la democratización, vemos que su camino se tuerce en fuertes tentaciones: esas que surgen cuando parece imposible aliviar la miseria social, económica y política de una forma valiosa para el hombre. Pongo por tentación la que más seduce a las democracias occidentales: el destape económico.
Recientemente, he conversado con cubanistas y cubanos que viven dentro y fuera de la isla ―varios de ellos del mundo del arte― quienes de buenas a primeras han dado por sentado que “sí, que los cubanos han emigrado siempre por problemas económicos, no por problemas políticos”. Seguidamente, algunos han afirmado “que Cuba no es un sistema totalitario porque la economía no controla la política”. Respetando la levedad de sus reflexiones he replicado: a qué se debe “la afuncionalidad” de la economía cubana sino a una pésima gestión política. Pensaba que a estas alturas no sería necesario esclarecer que, el sometimiento del destino económico al dogma ideológico de que la economía capitalista llega a dominar la política, no ha sido un simple pilar del cientificismo comunista; es, tal dogma, el tocón sobre el que renacen hoy los totalitarismos.
Consabido es que la hegemonía ideológica se concentra en apropiarse constantemente de términos que se sienten espontáneamente como apolíticos, para hacerlos trascender las fronteras políticas. Tal es el caso de conceptualización, nombre con el que se denomina la política de renovación actual de la económica cubana. Así, ante la incertidumbre de su pregunta “qué pasaría si dejáramos entrar las transnacionales americanas y regresara la pobreza…”, el Estado pontifica la certidumbre: “hemos logrado conciliar el concepto de un partido con los más profundos conceptos de la democracia”. Como en todo discurso hostil, en esta ocasión con relación a favorecer un cambio económico productivo para todos, también se convoca a la sociedad a sentir pánico frente a lo desconocido y a participar activamente en su contención. Siempre buscando la nitidez de su identidad con respecto a la fuerza negativa, el imaginario del bien presume de definir su doble imperativo: ese tipo de realidad externa a él y enemiga de su todo. Sin embargo, inculcar incertidumbres cuando las circunstancias piden incentivar certezas, se confirma en la Cuba de la apertura como una característica castrante cuya interacción diferenciadora para con la economía capitalista o liberal en calidad de contrario, hace mutar su sentido de doble imperativo en concéntrico. El cual, constituido por dos formas contrarias conviviendo en un mismo cuerpo, se ocupa de secularizar lo siniestro: la instrumentalización de la ideología, pero ya no como justificante del “nuevo ordenamiento”, sino como su fundamento.
Sin duda alguna, conceptualizar la economía desde la arbitrariedad del unipartidismo es apoderarse nuevamente del sueño social, trocado esta vez en ilusión postotalitaria. Hasta ahora el pueblo ―empleando la jerga populista― vivía confiando en la premisa comunista de que la economía capitalista siempre domina la política, o sea la ideología en tanto que soporte del sistema. Pueblo que a partir de ahora, tendrá que estar enteramente convencido de que el control total de la economía capitalista por la ideología comunista, es la oportunidad ideal para trazar el futuro por venir: fijado en el año 2030.
Dicho convencimiento guarda estrecha relación con las representaciones del miedo al enemigo; pero no el miedo a enfrentarlo y aniquilarlo, sino el pavor a identificarse con él: a querer ser él. Hoy por hoy, la Revolución y por consiguiente el Partido y sus dirigentes, el Estado y sus funcionarios, y el departamento de conceptualización y sus tecnócratas, siguen temiéndole a todo lo que huele a autonomía. Ya he dicho que imaginar e infundir el miedo al libre pensamiento se convirtió precozmente en una razón de Estado. Es por eso que el miedo, esa alteración afectiva cuyos sentimientos de inquietud y tensión consecuentes suelen administrar no solo deseos de evitación sino también los de sumisión, es la figura imaginaria indicada para convertir la economía capitalista o liberal en otra razón de Estado. Las representaciones del miedo al capitalismo, cuyo extenso repertorio de creaciones expiatorias va desde culpar al bloqueo estadounidense y al abandono soviético en 1991 por las crisis económicas cubanas, hasta condenar de contrarrevolucionario a quien decide tirarse al mar en balsa para emigrar o quedarse en la isla y disentir, dejan de ser exclusivamente un paquete de emociones y sensaciones asentadas en la sociedad cubana, a raíz del cual resignarse y normalizar como confort el vivir en la precariedad. Así pues, tales representaciones, pasan a ser atributos de la carnavalización de lo político en el sentido bajtiniano, donde lo bucal y lo anal se tocan definitivamente.
Domina en el carnaval la inversión total del orden; aun sucediendo durante una temporalidad determinada, en el carnaval todo es producto de una franca identidad con lo inverso. Temporalidad que no solo descoyunta los cuerpos gracias al desenfreno factual, gestual y verbal, sino también las mentes y sus imágenes. Son estas las que sobrepasan los límites de la temporalidad carnavalesca después de volver a la normalidad; son ellas las que posibilitan el rito por excelencia del carnaval: la expulsión de las cosas malas.
Voy a precisar como temporalidad de carnavalización de lo político, el revival cubano vivido a partir de diciembre de 2014 con el comienzo del diálogo entre Cuba y Estados Unidos, cuyo ocaso comenzó en el verano de 2017 con el endurecimiento de la política hacia Cuba por parte de Donald Trump, la congelación de licencias para la apertura de nuevos negocios privados por parte del gobierno cubano y la desactivación de los servicios de la Embajada de Estados Unidos producto de las agresiones sónicas a sus funcionarios. A esto se suma la poca confianza internacional y el escepticismo nacional respecto al papel pluralizador del “nuevo gobierno”, que aunque no luce ropa verde olivo ni lleva el apellido Castro, no deja de estar minado de nepotismo y supervisión militar.
No pasemos por alto que para las multitudes, especialmente las formadas en sistemas politizados y colectivizados en extremo, la vacatura del poder es algo insoportable.
Se trata, en este momento, de la expulsión de una vez por todas de la afuncionalidad económica. Algo a lograr, si, y solo si, se rompe el tabú político de la economía capitalista: una tarea a resolver por la inversión imaginaria, donde dicha economía deja de ser maldita para mostrarse bendita. Con esta nueva imagen, lo cubano revolucionario ya no debe su existencia a enfrentar el mal tajantemente, ni siquiera a desactivar su renacimiento y menos aún a resistirse a sus seducciones; antes bien, debe su salvación a esta sentencia: todo signo que caracteriza al mal forma parte a su vez del costillar del bien. En esto radica la idolatría imaginaria; por eso Cuba y Estados Unidos se muestran iconófilos entre sí.
Como variables de fogueo del Estado para con su pueblo, los antedichos convencimiento, miedo e inversión imaginaria, vuelven a ser entronizados pero esta vez con imágenes de “los buenos resultados obtenidos en la transformación económica y social por China, Vietnam y Rusia”. Así regresan hoy los viejos amores del extinto Bloque Comunista, en calidad de inversores cruciales para la economía cubana. Con ellos regresa también el discurso del ejemplo, alma de la persuasión política: el ejemplo de los buenos resultados suscita la inminencia de la plenitud, tanto como seguir el modelo de dichos amores salvará a la Revolución del desastre inmanente.
Dicho esto, me permito apostillar al excelente análisis de Mujal-León y Saavedra (1997), que ahora es que Cuba comienza a entrar en su era postotalitaria, la que lógicamente ya no contará con el autoritarismo carismático de Fidel Castro. No obstante, el Estado tonifica dicho autoritarismo a la luz de aquella creencia medieval en la que la comunidad veía partir ―nunca morir― el cuerpo físico del rey confiando en que quedaba al amparo de su cuerpo político, es decir de su dignitas. No pasemos por alto que para las multitudes, especialmente las formadas en sistemas politizados y colectivizados en extremo, la vacatura del poder es algo insoportable; todavía más para quienes se quedan a cargo: para el Partido ―tomando una de sus consignas― “que tiene el compromiso de continuar la Revolución”. Así, trabajar por la durabilidad de la dignitas soberana es gestionar otro no fin para lo cubano revolucionario, enfocado en la reconquista del pensamiento espoleando la nostalgia por la utopía y la del sentimiento valiéndose de un romanticismo remiso, donde la narración del origen se atiborra colocando el presente en un pasado intemporal. Más que tópicos que componen la totalidad narrativa del no fin, cuestiones como la lucha armada y su devenir militar como sustrato organizativo comunitario, la festividad popular convertida en pachanga socialista, la jerga intelectual revolucionarista y el antinorteamericanismo, son estereotipos que cobran vida en su repetición: en la multiplicación de la noción de paradigma otorgada a la prioridad del pasado.
Vale asumir entonces ―siguiendo las enseñanzas de la retórica― la repetición como un acto de retroceso a las posibilidades de lo sido. Engrana, tal repetición, dos elementos básicos de la pedagogía imaginaria: la temporalidad y la herencia. La temporalidad, dispone una mirada retrospectiva hacia el pasado en función de anticipar el proyecto por vivir, cuyo trabajo es vincular la ilimitación del tiempo histórico a la estructura finita del ser para la muerte. La herencia, se torna monódica al basarse en la transmisión de cada cual hacia sí mismo de lo que pueda aprehender, asumiendo con ello la repetición de su propia herencia como destino. Visto así, la armonía existente entre destino y repetición pasa a ser el núcleo de la idea de historicidad, del mismo modo que el meollo de la repetición consiste en que cada cosa se reitere a sí misma como destino.
Sin discusión: el totalitarismo secuestra la Historia. Fijar la misma de antemano asegura una construcción narrativa regularmente asentada sobre la ficcionalización de la realidad. Para ser más exacto: se crea una realidad ficticia paralela a la real; se radicaliza el carácter ilusorio del discurso político. Por descontado que la historia es un cúmulo de datos que se inscriben y se borran simultánea y consecutivamente, cuya dimensión textual solo puede existir sobre la base de su inserción en una constelación imaginaria específica, la cual pervive viabilizando, decidiendo y reduciendo cada circunstancia. Por tal razón, el gran relato nunca fracasa: ese al que nos empujan los políticos y que nos dictan los historiadores, basado en la transmisión mítica del pasado, la obediente elaboración del presente y la incorruptible anunciación del futuro. Piénsese que las imágenes fracasan ―únicamente― cuando dejamos de encontrar en ellas analogías con aquello que las precede, o cuando dejamos de relacionarlas con el mundo que habitamos, ficcionándolas hasta darles forma de documento para que resguarden nuestras vidas.
Pero hay más: la construcción de un mundo ficticio por parte del Estado, conjuntamente con la conservación de la promesa de plenitud, no explican solamente el antedicho carácter ilusorio de la retórica totalitaria, se perfilan además como características básicas que hermanan totalitarismo y utopía. A esto se debe que el gran relato totalitario sea inamovible; también puede que debido a ello ―sin querer ser categórico― en Cuba nunca veamos el fin del gran relato.
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¿Qué tiene que ver todo lo dicho con el mundo del arte? En el ensayo citado al principio de este texto, pero contextualizando la década de 1990, Kevin Power (1999) se hacía una pregunta similar y respondía:
“Nada y todo. Todo en el sentido de que mucho del contenido del arte cubano está específicamente preocupado con los comentarios socioculturales y con las tensiones ideológicas. Si el artista se separa de ciertos temas legitimados desde afuera, aunque estos sean naturales adentro, bien podría encontrarse fuera de los intereses del mundo artístico internacional; desplazado por su propia elección y aislado de los beneficios económicos”.
Sin embargo, en esta ocasión, más que preguntar si todo lo dicho tiene algo que ver con el arte, tenemos que admitir que el Nuevo Arte Cubano debe su “vivacidad” en gran medida a todo lo argumentado. Los revivals imaginarios en torno a Cuba suceden gracias a ―tomando la frase de Rolando Sánchez Mejías― la condición totalitaria que la sostiene.
A qué se debió el alud de exposiciones internacionales que experimentó el arte cubano durante dicha década de 1990, si no al reajuste político nacional e internacional que provocó el derrumbe del Muro de Berlín. Mientras los países del Bloque Comunista iniciaban su tránsito a la pluralidad, Cuba quedaba como un reducto de la Guerra Fría convirtiéndose su devenir político en un objeto y objetivo déclassé, cuya imagen comienza a debatirse entre la resistencia antinorteamericana del pueblo hímnico y la nostalgia por el americanismo de la década de 1950, entre la reivindicación de la justeza del sistema y su condena como dictadura, entre la valía esperanzadora de su líder y la esperanza por ver su caída. A raíz de lo cual, el peregrinaje político y el cubanismo cultivados desde 1959, cuando Cuba añadió ―parafraseando a Eric Hobsbawm― una nueva imagen a la iconografía de la revolución mundial, es sobrealimentado por una nueva avalancha de simpatizantes de izquierda, periodistas, activistas, cineastas, artistas, escritores, curadores, críticos de arte y académicos, que militando o no en partidos y pertenecientes o no a organizaciones políticas y humanitarias, instituciones académicas y culturales, rehacen la atracción por Cuba como lugar privilegiado.
El ánimo de los cubanistas que arriban a Cuba para estudiar el arte cubano así como el de la mayoría de los viajeros impresionistas centrados a su promoción y colección, se consuma entre la nostalgia por la utopía nunca vivida y el gozo de la misma como fracaso. Al mismo tiempo, como bien explica Mailyn Machado (2016: 38), los artistas ya habían “comprendido” que el interlocutor del arte no era el poder político y dirigieron su diálogo al ámbito internacional donde:
“el uso de las figuras intertextuales tendría menos que ver con la asimilación de un postmodernismo desandado a nivel global, que con el reencuentro de una estrategia efectiva para reconstruir una realidad donde coincidían a un tiempo la historia que no había llegado a ser, el presente que no sería y el incierto porvenir”.
A tono con este escenario, la crítica de arte hace de la utopía una de sus figuras cardinales. Utopía ―esa invención intelectual― serviría para acolchonar el deseo de contestar al poder y para protegerse de él, y sin duda alguna, para acomodar el antedicho diálogo con todo gestor, curador, investigador, funcionario, crítico, coleccionista de solera o cliente ocasional, que de afuera llegaba. Si en las producciones artísticas, como confirma Magaly Espinosa al introducir la antología crítica dedicada a los años ochenta y noventa del pasado siglo, “se superponían los roles de utopía con los del cinismo” (Espinosa & Power 2006), a la producción crítica no le pasaría nada distinto.
Tal es así, que en el alud de exposiciones internacionales que viene experimentando el arte cubano en los últimos cinco años, su correlato crítico y curatorial ha reciclado de forma generalizada y con atemporalidad la misma “discusión” en torno a, y a propósito de, la utopía. Valga repetir lo consabido: la movida actual del arte cubano ―similar a la década de 1990― se debe a la misma combinatoria imaginaria de la condición totalitaria con las expectativas respecto a su apertura, transición y cambio. Expectativas que por esta vez cuentan con una máxima papal, según la cual “Cuba debe abrirse al mundo y el mundo debe abrirse a Cuba”.
¿O vamos a negar que la cultura de la imagen política de izquierda es la que ha hecho del imaginario utópico cubano una iconografía de lo ejemplar, referida no solo a cómo llevar a cabo lo épico, sino también a cómo hacer representaciones militantes y erigir mitos?
Pongamos que dicha discusión, o para ser más honestos la utilidad discursiva del fracaso de la utopía, quedó cerrada ―a decir de Kevin Power― con gran idoneidad al despegar el siglo XXI. Propongo reconocer tal cierre cronológicamente: 2003, acontece la Primavera negra, otro evento terrorífico en el que el gobierno encarcela a una setentena de periodistas e intelectuales acusados de trabajar para la CIA y fusila sumariamente a tres ciudadanos por capturar una embarcación para emigrar a Estados Unidos; 2006, Perceval Press publica la citada Antología de textos críticos: El Nuevo Arte Cubano, reuniendo lo más significativo de tal discusión crítica. En este momento, la revista Encuentro de la cultura cubana cumplía diez años de un agudo y diversificado examen sobre Cuba removiendo los límites geográficos, políticos, ideológicos, económicos y sociales, en fin, culturales, impuestos al pensamiento a causa del miedo de la Revolución a la libertad del mismo. Como parte de esta remoción, (la) utopía, bien como entorno, bien como pretexto, bien como propósito, en definitiva, como término, ya había sido evaluada profunda y sensatamente. Ya había quedado claro, en palabras de Antonio Elorza (2003-2004), que las apariencias gozosas de la sociedad cubana eran “la máscara de un orden totalitario de vocación omnipresente, susceptible de abarcar todas las facetas de la vida”.
Pese a esto, en 2011 Rachel Weiss publica el libro To and From Utopia in the New Cuban Art, y más recientemente, en 2016 se celebra en La Habana el Congreso de la Asociación Internacional de Críticos de Arte cuyo tema central fue la utopía, y en 2017 la Fundación de Arte Cisneros Fontanals organiza la exposición Adiós Utopía. Sueños y desengaños en el Arte Cubano desde 1950. Asimismo, entre uno y otro instante, aparecen textos en catálogos y artículos en revistas de arte e incluso académicas, manteniendo la noción de utopía ―aun iluminando su fracaso― como punto de partida y llegada.
Hablo de eventos, textos y voces que visibilizan y por ende homogeneizan un tipo de representación crítica; lo que implica autorizar ―que es más dramático que legitimar― su mercadeo discursivo. Así, la utopía se convierte en fetiche; es así como se contribuye a que su imagen acapare toda dimensión histórica posible; es también así como se retiene cualquier posibilidad dialéctica sobre la misma: como se le otorga el carácter de metaimagen del totalitarismo. Pero, como la fetichización es uno de los actos más perversos que frecuentemente practicamos sobre las imágenes, ya no se trata de representaciones que reflexionan sobre la naturaleza de utopía; antes bien, la situación imaginaria se vuelve patética: tales presentaciones dan paso a la imagen desfigurada de dicha metaimagen.
Transcribo un fragmento de mis notas del texto de la profesora Yolanda Wood para dicho Congreso Internacional de Críticos: “utopía como territorio de enunciación, como el espacio tropológico de una escritura ficcional cargada de sugerencias para la crítica y el pensamiento contemporáneo”.
La fetichización toca incluso el sentido tropológico ―en cuanto al cambio que acarrea tropos― en sí mismo; lo que limita el valor de existencia de utopía y reduce su estatus ontológico a simple valor de uso. Limitación que trae consigo la iconoclasia sobre cualquier imagen que pueda surgir para cuestionar, oponerse o, académicamente hablando, extender otras formas de conocimiento a la totalidad establecida por dicho imaginario de la utopía. En esta acepción, fetichismo conlleva además reparar en la generalización de tal imaginario de la utopía, e incluso en su vigorización por parte de un pensamiento conservador intelectualmente pactado entre anfitriones y peregrinos, que no deja de usar y reproducir su potencial. ¿O vamos a negar que la cultura de la imagen política de izquierda es la que ha hecho del imaginario utópico cubano una iconografía de lo ejemplar, referida no solo a cómo llevar a cabo lo épico, sino también a cómo hacer representaciones militantes y erigir mitos? Las imágenes utópicas siempre seducen; su belleza induce cierta confianza acrítica; pero por encima de todo, aúna comunidades imaginarias: esas que gravitan alrededor de lo cubano revolucionario.
Decir comunidades imaginarias es hablar de conjuntos de personas que sin estar en interacción permanente ni compartir presencia en un mismo lugar, están sometidas a los mismos estímulos sociales: aspiran, aceptan, responden y aplauden a los estímulos administrados, en nuestro caso, por dicha cultura de la imagen política de izquierda. Piénsese que los cubanistas, los peregrinos políticos, los viajeros impresionistas, el turismo de a pie, las formaciones y naciones partidarias y solidarias, y por supuesto la propia sociedad cubana, más que compartir cogniciones y modos de interpretar, se sustentan en la elaboración de fragmentos discursivos de la massmediatización. A causa de esto, coinciden en determinados presupuestos de conocimiento, repertorios representacionales, prioridades de consumo y modos de vida. Razones de sobra para que el deseo de “debatir” sobre utopía en el congreso de La Habana, tanto por parte de la Asociación de Críticos y los invitados internacionales como por parte de los anfitriones cubanos, venga dado por la comunión, identificación y complicidad imaginaria.
Concluyendo: hablo del sentido único y unitario otorgado a una imagen dispuesta para provocar una satisfacción que no deje cabida a la decepción. Un tipo de totalitarismo imaginario respecto del cual, ni gestores ni autores ni públicos, ni anfitriones ni peregrinos, permiten renovación alguna.
Visto lo visto, creo justo preguntar: ¿por qué no acoger en el discurso crítico a propósito del arte cubano, al igual que se ha hecho con las teorías poscoloniales y de la misma manera que se hace en otras áreas de los estudios cubanos, otro estándar de pensamiento como los estudios poscomunistas y dentro de estos los que discuten el totalitarismo? ¿Por qué no leer la producción de las artes visuales desde tal perspectiva, si dentro del posmarxismo y ya en la hipermodernidad los análisis sobre los sistemas totalitarios han ido más allá que los estudios poscoloniales, por ejemplo, en cuanto a revisar las relaciones entre cultura e ideología, las prácticas de violencia política, las formas de discriminación, exclusión y reclusión, las diásporas de intelectuales, la reconstitución de la sociedad cívica, la reescritura de la historia y la hechura simbólica, entre otros temas que han preocupado al arte cubano? ¿Por qué seguir varados en el eufemismo de denominar utopía o analizar desde dicho término problemas que piden el de totalitarismo, más que nada porque se agenciaría un conocimiento más completo con relación al contexto y sus actualizaciones, así como con respecto a las preocupaciones cuando no tópicos de muchas de las exposiciones recientes: apertura, transición y cambio? Tengamos en cuenta que todo eufemismo impide ―antes que disimular― la existencia de determinadas realidades en el lenguaje, lo que entraña la reproducción y conservación de un imaginario específico. ¿Por qué resistirse entonces ―sabiendo que nuestros sedimentos mentales suelen construirnos espacios temporales y lanzarnos a ellos sin que nos demos cuenta― al cambio radical de la palabra? ¿Por qué no imaginar que totalitarismo bien puede ocupar el registro representacional que hoy día le queda grande a utopía?
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Bibliografía: AA.VV. (2002-2003): “Dossier. El poder de los militares en Cuba”. En Encuentro de la cultura cubana 26-27: 125-183. Elorza, Antonio (2003-2004): “Cuba: la agonía de un totalitarismo”. En Encuentro de la cultura cubana 30-31: 45-56. Espinosa, Magaly & Power, Kevin (eds.), (2006): Antología de textos críticos: El Nuevo Arte Cubano. Santa Mónica: Perceval Press. Hernández, Henry Eric (2017): Mártir, líder y pachanga. El cine de peregrinaje político hacia la revolución cubana. Leiden: Almenara. Machado, Mailyn (2016): Fuera de revoluciones. Dos décadas de arte en Cuba. Leiden: Almenara. Mitchell, W.J.T. (2017): ¿Qué quieren las imágenes? Una crítica de la cultura visual. Vitoria-Buenos Aires: Sans Soleil Ediciones. Mondzain, Marie-José (2012): “Delenda est el ídolo”. En Otero, Carlos A. (ed.): Iconoclastia. La ambivalencia de la mirada. Madrid: La Oficina, 123-148. Mujal-León, Eusebio & Saavedra, Jorge (1997): “El postotalitarismo carismático y el cambio de régimen: Cuba en perspectiva comparada”. En Encuentro de la cultura cubana 6-7: 115-126. Power, Kevin (1999): “Cuba: una historia tras otra”. En Pérez, Pilar & Power, Kevin (eds.): While Cuba Waits: Art from the Nineties. Santa Mónica: Smart Art Press, 23-65. Sánchez Mejías, Rolando (2009): “La condición totalitaria”. En Aguilera, Carlos A. (ed.): La utopía vacía. Intelectuales y Estado en Cuba. Barcelona: Linkgua, 149-205. Todorov, Tzvetan (2002): Memoria del mal, tentación del bien. Indagación sobre el siglo xx. Barcelona: Península.
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Notas: ¹ Después de la inauguración de la exposición El fin del Gran Relato en Oficina de Proyectos Culturales, un amigo me cuenta que la censura que tuvo lugar en Galería Taller Gorría había sido una autocensura de los gestores de dicho espacio. Cuestión que merece ampliar la discusión a las correspondencias entre la creación de la immagini infamanti por parte de los mismos artistas e intelectuales y su relación con dicha imagen desfigurada. Discusión que aplazo para otra ocasión por cuestiones de espacio no sin antes recomendar la lectura de mi artículo La censura bienintencionada publicado en Iberoamericana. América Latina-España-Portugal, n. 50, 2013.