Con motivo del año que llevamos de Covid-19, Hypermedia Magazine ha despachado las siguientes preguntas a un amplio grupo de escritores cubanos:
1) ¿La pandemia ha modificado sus hábitos y/o métodos de escritura? ¿De qué modo?
2) ¿Han variado este año sus hábitos de lectura? ¿Ha leído más? ¿Ha leído menos?
3) ¿Cuáles han sido las lecturas (títulos, autores, plataformas) más reveladoras durante esta pandemia?
4) ¿La nueva situación global le ha inspirado algún proyecto literario?
5) Cuéntenos cómo es actualmente un día en su vida de escritor(a).
Compartimos con nuestros lectores los mensajes que retornan a nuestro buzón.
“… cosas perdidas de mi infancia, que son como nuevas.
Todos los miedos olvidados están aquí de nuevo”.
R. M. Rilke.
Ochenta días sin dar la vuelta al mundo de Verne, encerrada en este cubículo de cartón y aire frío, ha recordado —al mirar las fotos de Madrid, Nueva York, París, Berlín, La Habana— cómo caminaban o se abrazaban, algo tan normal entonces. Igual, cuando ve en las películas los bares, los cafés, las terrazas donde conversaban juntos: ya no serán lo mismo. Sus hijos con un cake con velitas inventadas y ellos apretados, encima de la llama —el número de velitas que cuenta una y otra vez, para cerciorarse del paso del tiempo—, en el corte de sus cabellos alrededor de óvalos que van cambiando de estación en las fotos y que ya no ve, porque ahora, las estaciones no cambian.
Los amantes que tuvo los vuelve a contar —como velitas apagadas también—, sobre un terreno calcinado: “porque de la combustión nos queda un sabor a ceniza en la boca durante mucho tiempo” —piensa lo que otro dijo ya— y tal vez, alguna sonrisa tardía que no produce disturbios. Solo aquel gesto que quiso o aborreció, borrándose como las letras de aquellas cartas —las diferentes letras de cada uno—, pasando la yema puntiaguda de los dedos sobre ellas: cara o cruz para descubrir mentira o verdad en aquel juego de la infancia.
Ha oído a los amigos de cuarenta años atrás por teléfono —sin cámara—: “He hecho la imagen mental para seguir siendo los que fuimos” —les dijo—, ya que el presente de sus rostros podría desfigurar la que, con tanto esfuerzo, habían logrado en el pasado. También abrió de golpe las ventanas, porque entreabrir le gustaba. Especialmente, esta por donde aparece un árbol lateral que echa pepitas blancas como nieve: “coquitos” —dice—, sobreponiéndose al calor de 30 grados Celsius al verlas caer contra la yerba reseca, sin que sus ojos puedan diferenciar ya, el color que tienen más que el dolor que entrañan. Y tal vez, cuando todavía se aventure a mirar hasta el lindero del prado vecino, tenga la sensación de escapar.
Las mañanas con Trifonov —el joven pianista ruso—, tocando a Chopin, a Listz. Por las tardes, canciones de Manzanero y música cubana: trío Matamoros, los Zafiros, y Moraima Secada. Canta con ellos, desentonando, y se le aguan los ojos al convertirse en un tú que le falta. No puede volver —luego de esta cuarentena que ha durado los años de la última vida que eligió— a ser la muchacha con el vestido de cenefas amarillas desde el palco del teatro Amadeo Roldán, donde escuchaba (enamorada) a Serrat.
Y luego, en la noche que se vuelve oscura en el fondo del vinilo, “al fabricar imágenes” —se pregunta—, ¿cómo no traicionar la oscuridad?, cuando los ve atravesar un jardín que no tiene. Sus líneas, sin cuerpos —como negativos que, atravesándolo desde el pasado al presente— transitan el olvido de los amantes, de los amigos, y de los hijos: todos equidistantes ya, lejanos. Pero, sobre todo, cuando ve la figura de su madre entrando al mar de la costa de Santa Fe con la trusa con flores rojas, incrustadas.
Las aves entonan sus cantos allá afuera: una variación in crescendo libre del ruido que provocábamos, dejándola presa en la jaula —a la muchacha que fui como en el cuadro de Magritte—, sentada cerca del mar y sobre el pecho, la jaula con la puerta entreabierta, pero sin el coraje necesario para abrazar a alguien ni para cerrarla, definitivamente. Mientras que las ardillas, los lagartos, y las mariposas, disfrutan de una primavera a su antojo; la que de cuajo le fue arrancada a ella: Un año sin primavera —es el libro (profético) de Marcelo Cohen que ahora, relee.
Reina María Rodríguez.
Este impasse la ha metido (conmigo) —de cabeza— en la jaula. Una jaula por donde se fuga, el derroche: de los días, de las cosas, de los rostros. Ahora, material de desecho, contaminado, acumulándose. Ella es casi un órgano hecho lugar: “una bolsa de miedos antiguos, una bolsa que se hincha…” —dijo, Rilke—, tirada sobre un mar que ha quedado sobre un cacho de cielo azul colgado, de milagro, allí. Por donde todavía puede imaginar al mar que, por las bocacalles —y lleno de recuerdos— perdió: hace más de sesenta años. Aquel donde se bañaba con su madre saltando entre olas bravías.
Por lo que deduce que podría morir al verlo otra vez, cuando no podrá volver a verla a ella. Pues, este encierro le quitó a su madre, y al mar de un tajazo. Y le devolvió “…un tejido confuso de recuerdos perdidos que se enganchan, como algas mojadas a un objeto engullido por las aguas”: a su jaula. Miedo de no saber flotar, bocarriba, con ella. Miedo de no poder salir de la orfandad.
El virus chino ha sido un incentivo
La pandemia no me ha inspirado nada nuevo. Es el mismo mundo horroroso de siempre, pero con virus chino. Ya he aceptado la idea del fin de la civilización occidental. Así que mi furia literaria se manifiesta ahora, mayormente, en referencia a infortunios personales.