De cucarachas y de hombres

“Vivo en la ruina y en la desesperación”.
José Lezama Lima. Cartas a Eloísa.


El 27 de enero de 2019 La Habana recibió de golpe el furioso azote de un tornado. Nunca antes esta ciudad había vivido una experiencia como esa. Recuerdo que en mi casa en Playa, lejos de Diez de Octubre, Guanabacoa, Cerro, Habana del Este y Regla, los lugares más afectados, cortaron la electricidad y la noche entera se escucharon las sirenas de ambulancias y carros de bomberos.

La mañana siguiente amanecimos con la noticias del meteoro. Miles de personas se vieron afectadas. Muchos perdieron sus casas, o parte de ellas; cientos de árboles cayeron, y con ellos los animales que los utilizaban de refugio. El tornado cargó con tanques de agua, antenas de televisión, postes de electricidad y teléfono; se llevó todo lo que pudo, y lo hizo en menos de dos horas. Cuando finalmente salió al mar, había dejado una buena parte de la ciudad hecha pedazos.

Recuerdo haber llorado, y agradecer, sottovoce y con vergüenza, que ni mi casa ni la de ninguno de mis familiares hubiera estado en el trayecto de aquel monstruo que hasta ese momento parecía tan lejano de nuestras vidas.

(Antes imaginaba los tornados en los desiertos de Estados Unidos: era una visión romántica y manida de esa fuerza arremolinada que se llevaba a su paso cactus y lagartos, desde la tierra seca hasta las nubes).

En esa época me encontraba envuelta en un hermoso proyecto de homenaje al poeta cubano Ángel Escobar. La idea era de la uruguaya Marina Cultelli, quien fuera su esposa por varios años. Desde Cuba nos involucramos algunos, en un intento de rescatar a ese autor nuestro, de lírica dura y vida marcada por la desgracia y la demencia.

Marina hilvanó una obra con textos de los poemas de Ángel, de tal manera que se lograba una suerte de recorrido por su vida: la niñez marcada por el abuso y la muerte de su madre a manos del padre, los hermanos presos y muertos, el refugio en el teatro y la poesía, la llegada de la locura y del amor…

Para ensayar nuestros parlamentos utilizábamos el portal del Centro Dulce María Loynaz. Hasta allá llegábamos, cada tarde: Soleida RíosJamila MedinaMartha Luisa Hernández Cadenas, Jessica Pérez Quesada, Rogelio Orizondo, Bill Cordovés, Marina Cultelli y yo.

La tarde del 28 de enero no se habló más que del tornado de la noche anterior. Todos estábamos conmovidos hasta los huesos, dolidos, tristes. No pudimos ensayar.Así que decidimos irnos a Regla y llevar lo que pudiéramos para ayudar.

El 2 de febrero nos dimos cita en el muelle de la lanchita, en la Avenida del Puerto. Llevábamos agua, jabones, pasta de dientes, algo de comida, ropa y libros, sobre todo infantiles: una hermosa idea de Soleida, que improvisó una especie de obra teatral donde terminamos repartiendo los libros a niños y adultos sedientos de un poco de atención.

En ese muelle, mientras esperábamos al resto de nuestro grupo, vimos llegar a varios jóvenes que iban a lo mismo que nosotros: a llevar algo de consuelo a aquellos seres necesitados. Allí estaban Luis Manuel Otero AlcántaraClaudia Genlui, Mauricio Mendoza y Ariel Maceo, entre otros. Era la primera vez que los veía. Aún no sabía quiénes eran, pero luego las noticias los traerían a mí de forma recurrente, y yo solo recordaba a aquellos muchachos amables, que se nos unieron como si nos conocieran desde siempre, porque teníamos una causa común y también, por qué no, porque nos identificamos todos como artistas: hacedores de quimeras.

En los últimos años he recorrido cientos de veces la calle San Isidro. Estaba en la vía al que fue mi trabajo por más de ocho años: la Feria de San José, frente a la Alameda de Paula, en la Avenida del Puerto. 

Cuando caminaba por allí fantaseaba con la época de Yarini, esas calles llenas de mujeres hermosas que se derretían al paso del dandy cubano. Me daba curiosidad imaginarlo, aunque siempre me ha molestado que sea un chulo el paradigma del hombre cubano, sobre todo porque, por desgracia, creo que esa manera de ser llena esos barrios donde muchas veces son las mujeres las que salen a “lucharla”, mientras los machangos se quedan sentados en los quicios, en las esquinas, en los bancos, haciendo negocios con cuanto aparezca.

En San Isidro hay dos parques que adoro por sus ceibas, y un agro estatal pequeño donde el que me atendía era siempre amable; me buscaba los mejores productos de su mermada oferta y debatía conmigo acerca de un gato hermoso que vi crecer junto al puesto de carne y que vivía como un rey entre los trabajadores que lo mimaban y cuidaban con esmero. Tal vez ese gato alfa no era otro que Yarini, de regreso al barrio para pelear con otros machos y delimitar con su orina ácida el territorio que le pertenecía.

En esa calle vive Luis Manuel Otero Alcántara. Allí está su Museo de la Disidencia, y allí nació el Movimiento San Isidro.

Haciendo memoria, he vuelto a experimentar el ambiente cargado del año 2019, cuando el artista fue arrestado 15 veces. En el parqueo de la Feria se hallaba a menudo un carro policial, y hasta allí llegaban esos agentes en moto que todo habanero reconoce a la legua aunque intenten pasar como uno más, con sus ropas “a la moda” y sus pelados sofisticados. (No recuerdo a quién le escuché decir hace poco que los delatan los zapatos: unos mocasines que no están a tono con el resto del atuendo).

Cuando salía de trabajar, cerca de las seis de la tarde, con frecuencia veía aquella patrulla. Ya sabía entonces que estaban vigilando a Luis Manuel; suceso que luego confirmaba en las redes, donde siempre se divulgaba el acoso al que lo sometían y las veces que lo apresaban.

En la Feria yo era vendedora. Mi trabajo era con pintores. Algunos de ellos, graduados de escuelas de arte; otros, autodidactas. La mayoría pintaba aquello que más se vende: las mulatas, el ron, los paisajes de Viñales, los carros antiguos en las calles maltrechas de La Habana, “las bodeguitas del medio”; otros sencillamente hacían su obra, e intentaban comercializarla allí con más o menos suerte.

Algunos sabían del caso de LMOA, pero nadie conocía su obra. A veces se hablaba de eso: querían saber si de verdad era un artista y no un improvisado. En ese contexto se hablaba del Decreto-Ley 349, que, para empezar, podía dejar a no pocos de ellos sin trabajo, y se armaban verdaderos debates sobre un hombre que, a pesar de vivir a menos de 500 metros de allí, nadie conocía.

A veces es difícil hablar de esos temas con los pintores. Es complicado hacerles entender que una persona puede ser un dibujante extraordinario y no ser un artista, y que otros pueden hacer una corona mal dibujada en una pared y tener dentro todo el talento del mundo. El arte es intangible; también, al menos para mí, es inexplicable.

Muchos conocen el trabajo de Duchamp y de Beuys, por citar a algunos, pero no se explican qué hay de virtuoso en sus obras. Encuentran fea la obra de la gran Antonia Eiriz, y risible la de Pollock. No son todos, ni siquiera son los más, pero si eso sucede en un contexto “cultural”, ¿qué quedara para el resto? ¿Qué pensaran los vecinos de LMOA? ¿Les molestará tanta atención en un barrio donde usted, si lo necesita, puede encontrar una caja de muerto y hasta le dan a escoger si la prefiere con o sin cadáver? ¿Quién tiene la potestad para establecer los límites entre lo que es arte y lo que no? Intentarlo resulta prepotente, además de una gran pedantería. El talento artístico no puede medirse como los récords deportivos: depende, en esencia, de algo inmedible. 

Para mí, Luis Manuel Otero es un artista. Y grande. Su obra trasciende los soportes convencionales y se estampa en la vida cotidiana. Si un joven como él es capaz de movilizar a un país entero para sacarlo de la cárcel, si su voz se alza para decir lo que millones pensamos y callamos, si no le interesa la violencia sino el diálogo, para mí eso es parte de su obra y cuenta con todo mi respeto y admiración. Me siento “conectada” con su poética.

Aquellos días de noviembre de 2020, cuando en San Isidro varios activistas entraron en huelga de hambre, fueron difíciles para mí. A veces no sabía qué pensar. Tuve que lidiar con algunas personas en las redes que los calificaban de payasos y mentirosos. Bloqueé sin ton ni son a mucha gente. Demoré un poco en alzar la voz, hasta que lo dije: que los quería vivos, que era necesario dialogar.

La noche del 26 de noviembre todos los cubanos nos quedamos sin internet. Luego lo supimos: agentes vestidos de médicos habían entrado por la fuerza a la sede del Movimiento San Isidro, y habían sacado a todos los que estaban dentro. El motivo que argumentaban era la presencia de Carlos Manuel Álvarez, que había venido desde el exterior y podía ser un foco infeccioso en el contexto de la Covid-19.

El 27 de noviembre de 2020 se convirtió en una fecha histórica en Cuba. Desde temprano, de manera espontánea, los artistas se congregaron en las afueras del Ministerio de Cultura. Exigían hablar con el ministro. En la noche ya había una multitud reunida allí. Los alrededores estaban llenos de agentes policiales; algunos uniformados, otros de civil, todos prestos a intervenir.

No voy a detenerme en ese suceso trascendental, porque otros lo han hecho ya. Yo no fui esa noche al Ministerio. Estaba a unas cuadras de allí; de hecho, pasé por la esquina de 11 y 2 y vi la multitud de gente, y también la policía, así como decenas de motocicletas parqueadas en los alrededores; motocicletas que ya sabemos a quiénes pertenecen.

No fui al 27N porque tuve miedo. Mucho miedo. Pero no el miedo de Virgilio Piñera en aquella reunión fatídica de la Biblioteca Nacional: el mío era de otro tipo. Mi miedo era a tener esperanza. A confiar en un Ministerio que, evidentemente, no está interesado en sus artistas. No quise ir a llenarme de esa especie de magia que hubo aquella noche, ese cariño y solidaridad, ese deseo de estar protagonizando un punto de giro. 

Ya había vivido algo así cuando la visita de Juan Pablo II, en 1998. Allí fui con toda la esperanza de mis 21 años, porque pensé que, quizás a partir de ese momento, Cuba se abriría al cambio y al mundo. Compartí con personas creyentes y no creyentes. Bebí agua de sus reservas y merendé junto a ellos. Hubo un momento en que todos juntos gritamos: “¡Libertad!” y “¡Patria y libertad!”. Luego regresé a casa y el único cambio era que se permitiría celebrar la Navidad en Cuba, que desde entonces el 25 de diciembre sería feriado (una pequeña victoria para mi orgullo herido, porque ese día, justamente, es mi cumpleaños).

No lo voy a negar: considero que el 27N es una fecha que estará para siempre en los libros de historia, pero podía haber sido más. El Ministerio tuvo la oportunidad de tomar partido por sus artistas y hacer frente común con ellos para orquestar un verdadero diálogo con el gobierno, pero ya sabemos que no ocurrió así. Al contrario: comenzaron entonces los ataques protagonizados por el “periodista” Humberto López, que a base de violaciones de la privacidad de las personas, de divulgar videos de interrogatorios policiales y muchas, muchas mentiras, se consiguió varios premios de periodismo y hasta un puesto en el Comité Central del Partido Comunista de Cuba.


El 27 de enero de este año, el ministro de Cultura atacó a Mauricio Mendoza. Ya dije que lo conocí en aquella visita a Regla. Mauricio es un joven dulce e inteligente, deseoso de hacer arte y periodismo. Cuando vi aquel manotazo, fue como recibirlo en mi propia cara. Pensé que no se podía caer más bajo. Pero se podía, y se puede. Luego, a todos los muchachos que se habían reunido en las afueras del Ministerio para leer textos de Martí en vísperas del aniversario de su nacimiento, los subieron en una guagua llena de agentes que repartieron golpes y ofensas y los llevaron detenidos.

Sin embargo, a pesar de tanta represión, la tienen dura. En Cuba hay mucha juventud con deseos de construir un país digno. Mucha juventud de izquierdas, estudiosos de la Constitución y conocedores de sus derechos, amantes de las ideas de Martí, gente sin miedo.

Yo, que soy cobarde, me enciendo siempre que veo que no dejan salir de su casa a Luz Escobar, Carolina BarreroCamila LobónKatherine Bisquet, Camila Acosta y otros. A Tania Bruguera intentaron hacerla trizas en televisión, acudiendo a especialistas en teatro para hablar acerca del performance, porque ningún crítico de arte en este país sería capaz de desacreditar su obra monumental. Ni siquiera los más oficialistas lo harían.

Entonces la emprenden contra Luis Manuel Otero Alcántara. Cuestionan su creación. Divulgan videos y fotografías de su performance con la bandera cubana. No entienden nada. Hablan de irrespeto. El uso de la bandera es, al parecer, selectivo. Quién sabe quién determina lo que se puede o no hacer con la bandera

No es la primera vez que pasa. Recuerdo un excelente videoclip de Ernesto Fundora a una canción de Santiago Feliú, que resultó censurado porque había una mujer envuelta en la bandera; como si esa no fuera exactamente la representación más conocida de La República: ataviada, además, con un gorro frigio. Hace unos años, el video de marras fue seleccionado por Rufo Caballero como el mejor videoclip hecho en Cuba, y esa fue la primera ocasión en que se televisó, en el programa Lucas.


Ahora Luis Manuel Otero Alcántara está de nuevo en huelga de hambre y sed. Esta vez está solo. Su casa ya no está decorada con sus obras, porque la allanaron y se llevaron hasta el más mínimo boceto. Con su ayuno, el artista reclama la devolución de sus piezas, el respeto a sus derechos.

Hoy vuelvo a tener miedo. La noche antes de leer el texto que publicó Anamely Ramos en El Estornudo, estuve viendo (por una de esas inexplicables coincidencias) el capítulo de las cucarachas (S0305: Men Against Fire) de Black Mirrowdel que le habla LMOA. 

En la historia, los soldados poseen unos implantes en el cerebro que les hace ver a un grupo de personas como monstruos. Los llaman cucarachas y los localizan donde quiera que se escondan para exterminarlos. Uno de los soldados, sin embargo, presenta problemas con su implante y descubre que aquellos seres con rostros deformes y voces infernales son en realidad humanos comunes, como ellos. Personas que ruegan por sus vidas y las de sus familiares. Individuos que, un mal día, alguien con poder decidió que son diferentes y merecen ser privados de todos sus derechos.

Yo estoy con Luis Manuel Otero Alcántara. Si es artista o no (para mí lo es, y mucho), no es importante. 

Apague el noticiero y piense si los jóvenes que escogieron irse a la manigua fueron bien tratados por la prensa. Si José Antonio Echeverría, Mella, Villena y otros, tuvieron el apoyo de las publicaciones de aquel momento.

Exprima su cerebro y sáquese el implante. Si no le gusta lo que ve, puede escoger regresar a su versión distorsionada de la vida; pero al menos trate de colocarse en el punto de vista del otro, y observar. A ese ejercicio sencillo y natural se le llama empatía y constituye, por cierto, un sentimiento hermoso.




Luis Manuel Otero

Iconoclasia de Estado

Salomé García

La huelga de hambre y sed no es una reacción desproporcionada. Ante una realidad social desgarradora, la capacidad movilizadora y los recursos discursivos del Estado cubano están casi agotados. Destruir a Luis Manuel Otero es crear un mártir. El Estado, con toda su fuerza, está en desventaja.