No podremos decir del diálogo, cuya cancelación ayer —con ese tono gimoteante y bravucón tan propio del castrismo sin Fidel— escandaliza a tantos, que fue bonito mientras duró.
Porque, bien pensado, el cronómetro de un diálogo, de una negociación, se pone en marcha cuando ambas partes, o cuantas sean, comienzan a hablar en busca de acuerdos. Y más allá del entusiasmo, hermoso y genuino, de quienes traspasaron la otra noche las puertas del Ministerio de Cultura en La Habana, la lectura de las notas de uno de ellos, Mauricio Mendoza, revela que diálogo, lo que se dice diálogo, aquello no fue. Si acaso, promesa.
Tal vez sea que yo lo leí en clave distinta. Viendo llover sobre mojado, por así decirlo, porque hace 30 años me vi en una mesa semejante, junto a un buen número de los miembros del grupo Paideia, recibidos en la sede habanera de la Unión de Jóvenes Comunistas para “dialogar” con… Fernando Rojas.
Treinta años, ni uno más ni uno menos. Un mismo interlocutor, acompañado entonces, como ahora, por otras figuritas.
He repasado ahora la memoria de aquella reunión —o reuniones, porque fueron dos, aunque en mi recuerdo se hayan juntado en una sola desazón— con Melissa G. Novo, investigadora de los afanes de Paideia y otros movimientos digamos alternativos en los primeros años noventa, cuando la caída del Muro de Berlín alentaba a imaginar a Cuba como parte de un mismo dominó cuyas piezas caían en cascada. Todos los testimonios coinciden con mi vago recuerdo: la verticalidad de la posición oficial, la resistencia del poder a abrir espacios al disenso y al debate de ideas, la prohibición de crear nichos autónomos para el arte y el pensamiento.
Fueron encuentros broncos, donde se dijeron palabras fuertes. Y fueron encuentros estériles en cuanto a los propósitos que nos animaban. Paideia acabó el día de la última de esas reuniones con una curiosa ceremonia en la que nos comimos un cake. El segundo del día, según el apunte ingenioso del poeta Omar Pérez.
Tres décadas han pasado desde entonces y, sin embargo, según las notas de Mendoza, al menos un par de las treinta y pocas personas que tuvieron delante a Fernando Rojas el pasado 27 de noviembre le recordaron a Paideia. Se la echaron en cara. Imagino al viceministro sonriendo para sus adentros, relamiéndose aún de la victoria de entonces, anticipando, tal vez, el final cantado a la reunión de jóvenes inflamados de razones tan hermosas para el diálogo cordial, como pueriles para el diálogo con el poder cubano: país inclusivo, Patria de todos, fin de la represión, pedagogía martiana, libertad de expresión…
Fueron encuentros estériles, decía, porque resulta que con la dictadura y sus oficiales se puede hablar de muchas cosas, y de muchas se habla y ha hablado, lo mismo en las fiestas en casa de Jorge Perugorría, Pichy, que en puestas de sol en Varadero; en reuniones en el extranjero, cuando salen a tomar el fresco y comprar en Best Buy, el Dolphin Mall o El Corte inglés; en cocktails de estreno en cine, galería o recepción en Embajada; en velatorios en la funeraria de la calle Calzada, cuando muere alguna gloria nacional, o llenando el carrito en 3ra. y 70 o, incluso, tomándose un daiquirí en la terraza de El Cocinero.
Con ellos, con los funcionarios castristas, sus viceministros y directores, sus cotizantes y sus valedores, en esas circunstancias y en tantas otras se puede hablar de todo, ¡de todo!, menos de una cosa.
Se puede hablar de arte (¡sí, de arte!) y de remesas; de proyectos en París o FIU o LASA, y de recargas; de mujeres hermosas y mulatos rutilantes y de la temporada de ciclones; de la memoria (blanqueada) de la Revolución e, incluso, con indulgencia, de algunos de sus “excesos”; de visas Schengen y de subastas en Sotheby’s; de lo malo que se ha puesto el restaurante Riomar y de lo bueno que está el surtido en Boyeros y Camagüey; de los cuentapropistas, los impuestos que pagan o no pagan, y de lo perdida que está la cerveza en La Habana; de la embarcada que se dio Trump y de lo viejo que luce Biden; de Netflix y de las vacunas para el coronavirus…
De muchas cosas se puede hablar con los castristas, con los funcionarios castristas. De muchas, menos de una, solo una: de la dictadura, precisamente. Porque la dictadura no habla de la dictadura. Y menos en torno a una mesa de “diálogo”. En una fascinante pirueta intelectual: la dictadura es el único tema tabú de la dictadura.
Y hoy, como hace treinta años, cuando un grupo de jóvenes artistas van a hablar de la dictadura con los funcionarios que a diario la maman, la sostienen y también la temen, se dan de bruces con esa radical imposibilidad.
Desde que abandonaron la sede del Ministerio, los delegados por los trescientos reunidos aquella noche afuera para pedir diálogo después del desalojo de la sede del Movimiento San Isidro —cuya acción en favor de la libertad del rapero Denis Solís, y las libertades en general, fue el pistoletazo de salida de la protesta—, han sido acosados, silenciados, segregados. Antes de cualquier diálogo, ya sabían que no lo habría.
Ayer el régimen los acusó de insolentes y mercenarios, los excluyó ya no de ese diálogo que nunca existió, sino del debate y la existencia públicas.
A ese artefacto perfecto en su grosera imperfección que es el Estado cubano, esa máquina represora, ciega y démodé, a su transmutación tropical y falaz de Wittgenstein: “De lo que no se puede hablar, hay que callar”, muchos solo hemos sabido responder, década tras década —y van seis— desde ese cómodo rincón de la filosofía práctica que es la literatura, con el joyceano “Silencio, exilio y astucia”.
Y ahora, en La Habana, como tantas veces, ya ni siquiera sirve elegir bien las palabras para el monólogo perpetuo.
La sociedad del terror
Para esto organizan arengas y mítines patrióticos de manera “espontánea”, con días y a veces meses de antelación, o inventan una Constitución, un código-ley o un país que no cumple las expectativas de nadie, ya que el fin último del terror-todo es que el otro acepte el temor propio como parte del miedo general.