Herrero

Caminaba con la lentitud de los que ya anduvieron demasiado. Encorvado, arrastrando los pies, pero con la cabeza bien alta. Era respetado por sus canas, por su silencio, por honesto.

Ese barrio era suyo. Caminando por Tejadillo, ventanas y puertas enrejadas, distinguía las suyas. Al menos, no tenían la cabilla cruda y cuatro planchuelas. Las suyas eran diferentes. Le gustaba ponerle algún adorno, lo que fuera, para que la ciudad que tanto amaba no pareciese una prisión.

Se preguntaba cuándo el habanero decidió encerrarse. Sin que nadie le obligara, con un falso temor a robos y asaltos, la gente decidió poner rejas a sus casas, cercas a sus patios y candados a sus vidas.

Era huérfano de madre. No recordaba a esa señora mayor que lo tuvo pasados sus cincuenta y allí murió, dando vida, gorda y negra, abierta de piernas en el viejo hospital de San Lázaro. Su padre, sargento de barrio, lo tuvo que llevar para su casa, viejo también él, sin saber qué hacer con aquel niño.

Le puso Américo. Siempre le había gustado ese nombre, desde que lo aprendió en la escuela. Y así, Américo Herrero Herrera empezó su vida, escuchando las historias de su padre, sargento de barrio, antiguo oficial de ferrocarriles, nieto de calesero liberto.

Cuando Américo cumplió cinco años tuvo su primer trabajo. Su padre le llevó a la vieja estación de ferrocarriles y allí le alcanzaba los tornillos a un armador de estructuras. Después él mismo los ponía, aficionándose al olor del hierro, a su dureza.

En una nave contigua, el sonido del metal, rítmico y musical, le llamó la atención. Se acercó y descubrió a dos hombres martillando el hierro con mandarrias gigantes, cayendo acompasadamente sobre el yunque, y el metal al rojo vivo soltando chispas. Supo entonces que nada le gustaría más que hacer aquello que era música y creación, todo a la vez.

Convenció a su padre y allí fue. Nadie le decía que no a un sargento de barrio, y Américo entró como aprendiz de herrero con apenas seis años.

Fue el mejor forjador de La Habana, de toda Cuba. Con siete años, le encargaron las rejas fabulosas del Capitolio de la República. Más de cien rejas, todas elaboradas con sus manos. Con siete años, no dejó que nadie las tocara. Todas y cada una de las rejas pasaron únicamente por sus manos.

Casi al mismo tiempo, le encargaron todas las rejas para el Presidio Modelo, en Isla de Pinos. Tuvo que correr, el presidente Gerardo Machado lo quería terminado cuanto antes. Y así fue, ese niño de 8 años terminó las rejas del presidio que al final de su vida marcaría su destino. 

Una tarja de bronce, que todos podían leer, celebraba la obra del niño prodigio: Todas las rejas del Reclusorio Nacional para hombres de Isla de Pinos han sido elaboradas por el niño cubano de ocho años, Américo Herrero Herrera.

El propio General Machado lo felicitó, y hasta se hizo una foto con él, que salió en todos los periódicos. No sería la última, después vinieron rejas en ministerios, mansiones, casinos. Su obra era conocida y respetada. Y, cuando abrió su primer taller, Herrero y Herrera, con apenas 11 años, había rejas suyas en las seis provincias de la República.

Empezó la buena vida. Américo realizó las más bellas forjas para las familias más respetables del país. Loynaz del Castillo, Revillagigedo, Condesa de Aguas Dulces, Lasa. Todas las edificaciones importantes, todas, tenían su obra. Recias rejas de barrotes cuadrados con ornamentos sobrios, muy bien cuidados.

Él inventó la reja art decó. Ahí estaba, en el edificio Bacardí, o en las garitas del Banco de Nueva Escocia, la Bolsa de la Habana, el Hotel Sevilla. Sin hablar de las jaulas, todas, del Zoológico de la Habana. Junto a las esculturas de Rita Longa, sus rejas, rectas, duras, encerrando a las fieras, hechas de su propia mano, en el taller de forja más grande de América, Herrero y Herrera.

Era famoso. Lo invitaban a recepciones en el Palacio Presidencial, en el Ministerio de Industrias, hasta en el Centro Gallego. En 1940, fue invitado de honor a la jura de la nueva Constitución. Entre muy pocos artistas, Américo destacaba, negro y alto, vestido de blanco y con una corbata horrible con la bandera cubana.

Se casó, tuvo amantes, se dio al vicio. Bebía más de la cuenta, fumaba más de la cuenta y se dejó la nariz en el vicio de los nuevos ricos. Conoció a Meyer Lansky y a Hilton, hizo rejas para ellos. Su único problema era que no tenía semen. Eyaculaba sangre. Así que jamás tuvo hijos.

Cuando los barbudos llegaron a La Habana, él, vestido otra vez de blanco y con la misma corbata, fue hasta el Habana Hilton y pidió entrevistarse con el Doctor Castro. Después de unos meses de ir cada día y esperar sin éxito en el vestíbulo del hotel, escuchó una pregunta;

“¿Y quién tú eres?”

“Américo Herrero Herrera”, respondió.

Fidel, lo miró de arriba abajo y le dijo:

“Sí, el de las rejas. La Revolución tiene mucho trabajo para ti. Hay mucho hijo de puta que encerrar”.

Poco después, la herrería Herrero y Herrera fue nacionalizada y empezaron a producir las rejas para las cárceles de todo el país.

Las primeras fueron las de La Cabaña. Allí había unas rejas viejas de cuando los españoles. Así que tuvo que hacer nuevas, exactas, que parecieran viejas, pero que cerraran firmemente. 

Luego, rejas vulgares para barracones por todo el país. Cabillas absurdas que impedían salir a jóvenes inconformes, presos políticos, ladrones por hambre y soldados asustados.

Sus rejas estuvieron delante de los ojos de fusilados, viejos amigos del jefe, renegados.

Su trabajo más penoso fue hacer las puertas de la nueva sede de la Seguridad del Estado. Entró en Villa Marista para medir las puertas de las aulas que convirtieron en celdas. En el taller, una plancha de metal, una pequeñísima ventana a la altura de los ojos y un agujero abajo para entregar la comida. Ese día vomitó sangre. Y también se la tragó.

Su taller dejó de llamarse Herrero y Herrera. El rótulo gigante de la nave de la Carretera de Boyeros ahora dice Fábrica de rejas Nguyen van Troi.

Cuando hacía rejas para los hoteles, para las casas de protocolo, para los extranjeros, disfrutaba. Era como antes, poesía de hierro y fuego, obras de arte. El resto del tiempo, en una mesa de metal, cabillas separadas exactamente diez centímetros hasta llegar al metro veinte, dos planchuelas para unirlas. Y ya.

Todos los presos de Cuba estuvieron tras las rejas de Américo Herrero Herrera. 

Y todos los presos de la Nicaragua sandinista, de las cárceles de Angola y Etiopia, hasta en Siberia. Su taller exportaba rejas para otras prisiones, para contener a los que se oponían, para encerrar a los que pensaran distinto. Hace poco enviaron más de tres mil rejas a Venezuela, le dijeron. 

Muchos jóvenes entraron al taller, pero Américo solo recuerda a Eduardo. Eduardo era como su hijo, él que no podía tenerlos porque no eyaculaba semen, solo sangre.

Eduardo era hijo de Osdalia, una blanca tiposa que pasó de ser su amante a ser la mujer de Américo, ya mayor, cuando ninguno de los dos tenía esperanzas de encontrar al amor de sus vidas. 

Osdalia cuidaba a Eduardo con un mimo exagerado y Américo aprendió a quererlo. Quiso la mala suerte que terminara en su taller, haciendo las rejas de los nuevos pabellones del Combinado del Este.

Américo quiso enseñarle a Eduardo todos sus secretos. Intentó mostrarle el color del acero cuando adquiere el temple, en el débil siseo del hierro derretido al tocar el agua. La música de las mandarrias. Se empeñó en que amara el metal, la única manera de domarlo… Lo intentó con todas sus fuerzas, pero Eduardo quería volar. 

Ese niño sólo pensaba en irse del país. Un país que el miedo convirtió en una gran cárcel, custodiado por las rejas que salían de las manos de Américo Herrero Herrera. 

Sin que Américo se diera cuenta, en el propio taller, Eduardo y dos de sus ayudantes construyeron un barco. Con las maderas de las cajas y los pallets hicieron un casco rudimentario, lo reforzaron con planchuelas de acero y lo escondieron en el almacén, cada vez más vacío.

Aquella mañana Eduardo faltó al trabajo. Al inicio, Américo no se preocupó. Él era un viejo, pero sabía que los jóvenes a veces se atolondraban y, de fiesta en fiesta, se les hacía difícil despertar.  

Sonrió, él sabía que era así, y ese otro de la barba también, por eso mandaba a hacer rejas y atolondraba a la gente con discursos y carnavales, para que nadie despertase.

Una semana después, un oficial de aquel mismo sitio donde sus rejas encerraban las ideas, le dijo a Américo que Eduardo estaba preso por intento de salida ilegal del país. Y que los materiales para construir el barco habían salido de la fábrica que él administraba.

Se sintió traicionado y feliz. Se comprobó que él no sabía nada y el propio Eduardo lo afirmó en el juicio. A Eduardo lo condenaron a seis años y seis meses. Ese mismo día, Américo se jubiló.

A Américo le gustaba caminar por su barrio. Allí había muchas rejas, pero bonitas, casi todas hechas por él. Con tanto robo y tanto miedo, la gente decidió encerrarse ellos mismos, construir su propia prisión. Él lo sabía y lo pensaba cada día.

Todos los fines de semana se iba con Osdalia al Combinado del Este, aquella prisión inmensa, donde todas y cada una de las rejas las había hecho él. Iban para ver a Eduardo por una hora. 

Y así fue durante seis años, cinco meses y tres semanas. Ese domingo, al llegar, un teniente les dijo que Eduardo estaba muerto. Lo mataron en el baño. Le clavaron un barrote en medio del pecho.

Osdalia, lentamente, miró a los ojos de Américo. El viejo, llorando sangre, susurraba: “Yo solo hacía las rejas, las cerraduras las ponían otros”.





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El Estado como dominio privado: el caso de Ucrania

Por Oleksandr Fisun & Uliana Movchan

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