Ver a los jóvenes del 27N organizarse y abarrotar el edificio del Ministerio de Cultura me llena de alegría. Escuchar que se sentaron a dialogar con Fernando Rojas, no. En realidad, me produce un gusto amargo en la boca. Un gusto involuntario de escepticismo, porque leer la noticia y recordar a Rojas en aquella cita con la Unión de Jóvenes Comunistas, es la misma cosa.
Aún recuerdo aquella tarde. Los miembros de Paideia esperábamos en la terraza del edificio a que comenzara la reunión, cuando de repente salió Rojas. Venía a hacia mí con una sonrisa que trataba de ser afable, y me extendió la mano, diciéndome que había ido al ISA (Instituto Superior de Arte) a hablar conmigo.
—¿Al ISA? —le pregunté yo algo asombrado.
—Sí —me dijo—. ¿Tú no trabajas en el ISA? ¿Tú no eres Emilio García Montiel?
—No —le respondí. Enseguida Rojas frunció el ceño, y sin decir otra cosa, se dio media vuelta y se fue.
Seguramente en aquel momento se dio cuenta de que había metido la pata, porque su pregunta, su calculada afabilidad y la información que nos dio, era una prueba de que tanto él como otros dirigentes y segurosos habían comenzado a llamar y a visitar a los firmantes del documento para que retiraran sus firmas. Un documento incómodo para ellos, que realmente ocultaba mucho más de que lo que decía, y que yo firmé por convicción, porque me parecía una cuestión ética protestar contra el gobierno cubano. Para mí, representó algo así como el manifiesto del Grupo Minorista.
La reunión con Rojas y los otros funcionarios de la cultura y el Estado cubano en aquella casona, probaría que nuestras demandas e ilusiones iban más allá de aquel documento, y las expresábamos con gritos, en un diálogo vigilado, marcado por el miedo, la censura y la burocracia del poder, cuyo mayor enemigo siempre ha sido el pueblo cubano.
Algo de este miedo, y la burocracia del Estado, puede verse a través de simples detalles: tan pronto como entramos a la casona nos dieron un papel para que escribiéramos nuestros nombres y la organización a la que pertenecíamos. Los primeros que firmaron aquella hoja dijeron donde trabajaban, pero ya a mitad de la lista alguien se dio cuenta de que estábamos dándoles demasiada información. Así que en lugar de escribir el nombre de la organización, escribimos simplemente PAIDEIA. Un gesto si se quiere inocente, porque el Estado sabía quiénes éramos o podía averiguarlo de otras maneras.
En la reunión, a mí me tocó llevar el orden en que cada bando haría las preguntas y las respuestas. A mi derecha estaba sentada Reina María Rodríguez y a la izquierda Reinaldo López. Al frente tenía a Fernando Rojas, cuyo rostro analizaba con un gusto casi lombrosiano. Su boca tan descuidada, en la que faltaban algunas piezas, y sus dientes tan amarillos, me daban una sensación de asco que se agregaba a toda aquella escena.
Rojas hablaba con elocuencia e intervenía siempre para apoyar el punto de vista contrario, el de los funcionarios, que no entendían nada o mantenían un discurso tan maniqueo y cerrado que, en un momento de la reunión, Reina, angustiada, me miró con un gesto de desespero y escribió algo en la hoja de papel que yo tenía para llevar el orden de las intervenciones. Escribió algo sobre la incultura o la estupidez de nuestros interlocutores. Y para asegurarse de que sus palabras no cayeran en manos de nadie, las tachó después con la tinta del bolígrafo.
Entre todas las intervenciones recuerdo la de Reinaldo: elocuente, valiente, brillante. Antes de llegar a la casona de la UJC se había enterado, a través de su novia que estudiaba en la Universidad de La Habana, de que un profesor había hablado de Paideia en la clase y había catalogado al grupo de contrarrevolucionario.
Reinaldo protestaba y exigía que dejaran de catalogarnos de tal forma, y agregó que lo que nosotros queríamos era “la libertad de expresión”. A lo cual Cayito (Rolando Prats) reaccionó enseguida con fuerza diciéndole ante todo el mundo que eso no era lo que el grupo estaba buscando, ni lo que estábamos discutiendo.
Reinaldo se calló, pero a partir de aquel momento ambos sabíamos que alguien más ponía los límites a nuestras demandas, y que no había otra opción que declararse por la vía política. Después de todo, era lo mismo de lo que nos acusaban los funcionarios, y lo repitió uno de ellos cuando nos dijo, al final de la reunión, en ese lenguaje cursi de los burócratas cubanos, que para ellos nosotros “hablábamos la lengua del enemigo”.
¿Alguien se pregunta entonces por qué aquel diálogo no nos llevó a ningún lado?
Treinta años después, la historia se repite. Ahora con una juventud más empoderada, más exigente, más visible gracias a Internet, y con un Rojas cada vez más cansado y con menos dientes.
Esperamos que el gobierno cubano respete las vidas de estos jóvenes y atienda a sus demandas. De lo contrario, estoy seguro de que no serán los últimos que reclamen sus derechos.
Del diálogo y las palabras
De muchas cosas se puede hablar con los funcionarios castristas. De muchas, menos de una, solo una: de la dictadura, precisamente. Porque la dictadura no habla de la dictadura. Y menos en torno a una mesa de “diálogo”. En una fascinante pirueta intelectual: la dictadura es el único tema tabú de la dictadura.