“No creo en nada aquí, excepto un puñado de personas, algunas ideas,
y el hecho de que uno no puede detener el movimiento”.
Alexandr Herzen
Hace exactamente 55 años, el 5 de diciembre de 1965 se produjo, a los pies de la estatua del poeta Aleksandr Pushkin enclavada en la plaza homónima de Moscú, la primera manifestación pública autónoma en la Unión Soviética postestalinista. La congregación se dio en demanda por un juicio justo para Andrei Sinyavsky y Yuli Daniel. En septiembre de 1965, ambos escritores habían sido arrestados por publicar “material antisoviético” en editoriales extranjeras.
La propia dirección de la enmohecida Unión de Escritores, consultada a tal efecto, urgió a las autoridades a aplicar una severa condena a sus díscolos colegas. La fiscalía les procesó por cargos de “agitación y propaganda”, interpretando lo estipulado en el artículo 70 del Código Penal de la República Socialista Federativa Soviética de Rusia.
Además de la repulsa generada, el juicio a Sinyavsky y Daniel —y la serie de acciones generadas en respuesta al proceso— marcó el inicio de una nueva era. Delimita el tránsito entre la etapa antipolítica estalinista, caracterizada por la total aniquilación de cualquier actividad civil, a una fase prepolítica de tímida movilización ciudadana. La diferencia entre ambos momentos —caracterizada por la emergencia de disímiles publicaciones literarias, organizaciones culturales y comunitarias y reivindicaciones sociales— remite a la distinción entre los órdenes sociopolíticos del totalitarismo y el postotalitarismo.
El trasfondo
El deshielo de Jruschov, vacilante, incompleto y parcialmente revertido en la contraofensiva brezneviana, fue el parteaguas de dicha transición. Durante aquellos años, había irrumpido en escena el debate histórico, jurídico y moral en torno a los crímenes del estalinismo; al tiempo que una nueva generación soñaba con la posibilidad de un socialismo diferente, apegado a cierto legado soviético —en su sentido originario, participativo y popular— de la Revolución de Octubre. Las apuestas más ambiciosas de esta generación, expuestas en los textos de Lyudmila Alexeyeva y Svetlana Alieksiyévich, se verían completada veinte años después con la aparición de un campo de acción y reflexión propiamente político en la perestroika gorbachoviana.
La etapa prepolítica fue el marco histórico de un novedoso fenómeno sociológico: la emergencia de lo que Michael Urban, Vyacheslav Igrunov y Sergei Mitrokhin denominaron el campo cultural político. Se trata de la aparición, en el estancado panorama institucional y social soviético, de un conjunto de prácticas políticamente orientadas que tenían su origen en la esfera de la producción cultural. Las impulsaban casi exclusivamente individuos —poetas, artistas, escritores, filósofos, historiadores— y pequeños grupos afines.
La irrupción de estas personas, actos y discursos distintos al modelo del Estado-Partido estableció un campo de disputa sobre las cuestiones de significado, valores, etc., detrás de la narrativa y política oficial. El campo cultural político soviético implicó entonces a un segmento muy pequeño de la población total de la Unión: unos pocos cientos, dentro de alrededor de 220 millones de habitantes. Pero se trató de un grupo social comprometido con una creencia sobre el status activo de la ciudadanía, la responsabilidad por los destinos de la nación y su propia capacidad para participar en la vida pública.
Que estas personas provinieran, fundamentalmente, de la intelectualidad artística y científica no es extraño. Como señaló poco tiempo después el historiador y disidente marxista Rov Medvedev “bajo condiciones donde el pensamiento político es privado de libre expresión, donde la discusión política y la argumentación son imposibles, el papel cumplido por la literatura y el arte, inevitablemente se acrecienta: formas mas complejas como estas, en las que la realidad se ve reflejada, permiten plantear, de todas maneras, las preguntas que interesan y preocupan a la sociedad”.
La esfera cultural se convertía en el último refugio y primera trinchera para la oposición al régimen, bajo procesos simultáneos de politización del arte y apatía cívica generalizada. En un marco donde —como señala Moshe Lewin— el Partido había perdido todo carácter como organización política, incluso bajo los criterios de la etapa bolchevique, la lógica cosificadora del aparato incapaz de reformarse y cumplir su propia legalidad, recibía una respuesta desde el emergente campo cultural político.
Los sucesos
El año 1965 había sido contradictorio. La estadocracia, magistralmente analizada por el sociólogo y activista de izquierda Boris Kagarlitsky, introdujo un grupo de reformas económicas, parciales y pronto revertidas, que procuraban dinamizar con elementos de autogestión empresarial y búsqueda de la ganancia el rígido modelo de planificación centralizada. Los reformistas del régimen oscilaban entre ampliar el rol del mercado y confiar en la cibernética como modernizador del viejo modelo piramidal y estatizado.
En el ámbito partidario, las intentonas de rehabilitación de Stalin contraponían en luchas intestinas al Partido, sus cuadros e intelectuales. Sobre este trasfondo, se produjo la destitución —en realidad golpe palaciego— de Nikita Jruschov. La era del estancamiento, comandada por la oligarquía del aparato, comenzaba.
Volvamos a los sucesos del 5 de diciembre. La fecha elegida era el festivo oficial que celebraba la ratificación de la Constitución estalinista de 1936. Y es que si bien algunas críticas al proceso de Sinyavsky-Daniel se centraban en pedidos de clemencia al poder o reclamos de libertad intelectual, ambas ligadas al ambiente del deshielo, en esta ocasión aparecía un nuevo tipo de cuestionamiento. El matemático Alexander Esenin-Volpin, el físico Valery Nikolsky y el artista Yuri Titov, entre otros, leyeron el caso Sinyavsky-Daniel como una muestra de la violación por las autoridades de su propia legalidad socialista. Tanto las relativas a la libertad de creación, expresión y manifestación, como a las garantías de un juicio justo. Desde ahí concibieron su acción pública.
Aunque algunos colegas consideraron nociva —porque no ayudaría a los acusados— e irrealizable —perjudicaría a los participantes— la protesta en la plaza, varios grupos de estudiantes y redes informales de la intelectualidad moscovita ayudaron en su organización. La reunión debía ejemplificar la obediencia a la Constitución, que garantizaba formalmente la libertad de reunión y reunión. Los participantes debían limitarse a la única demanda de un juicio abierto para Sinyavsky y Daniel.
Los convocantes redactaron un “Llamamiento cívico” de una página. Citando los artículos de la Constitución soviética y el Código de Procedimiento Penal, el documento recordaba:
“Es más fácil sacrificar un solo día de descanso que soportar durante años las consecuencias de una arbitrariedad que no se controló a tiempo. Los ciudadanos tienen un medio de lucha contra la arbitrariedad judicial: una ‘reunión de la glásnost’ durante la cual los que se reúnan proyectarán un solo lema: ‘Exigimos un juicio abierto por Andrei Sinyavsky y Yuli Daniel’. Cualquier otra frase o consigna que vaya más allá de la exigencia de estricta observancia de la ley será absolutamente perjudicial y posiblemente sirva de provocación y debe ser interrumpida por los propios participantes de la reunión. Durante la reunión es fundamental que se respete estrictamente el orden. A la primera demanda de las autoridades de dispersarse, hay que dispersarse, habiendo comunicado a las autoridades el objetivo de la reunión”.
Una convocatoria irreprochablemente democrática, pacífica y respetuosa de la legalidad vigente.
Finalmente, el 5 de diciembre, alrededor de 50 participantes —acompañados por 200 observadores— se congregaron en la plaza Pushkin con carteles que reclamaban “Respeto a la Constitución soviética” y “Exigimos un juicio abierto para Sinyavsky y Daniel”. La reunión duró alrededor veinte minutos, siendo interrumpida por los agentes del KGB. Numerosos participantes fueron retenidos durante horas. Aproximadamente 40 estudiantes fueron expulsados de sus universidades, casi todas prestigiosas instituciones del área de Moscú.
Varios de los organizadores —incluido el reconocido escritor Vladimir Bukovsky, fallecido el pasado año— fueron recluidos por tiempo variable en distintos hospitales psiquiátricos. Una práctica pretendidamente “humanizadora” del viejo gulag; que le valió al Estado y gremio psiquiátrico soviéticos la condena en diversos foros internacionales.
La prensa soviética ignoró el evento, que fue posteriormente descalificado por el aparato de propaganda del Kremlin como muestra de “subversión antisoviética” y “maniobras del imperialismo”. Dada la revelación del hecho en diversos medios occidentales, se declaró formalmente abierto el juicio, aunque solo personas autorizadas por el gobierno —con pases aprobados por la KGB— pudieron ingresar al tribunal. Todo el desarrollo y expediente del proceso permaneció, hasta la perestroika, inaccesible al escrutinio público.
El legado
El evento del 5 de diciembre dejó un legado en el campo cultural político soviético. Las llamadas “reuniones de Glásnost” se convirtieron, cada 5 de diciembre, en un evento recurrente, atendido por los activistas y vigilado por el poder.
El físico y disidente Andrei Sakharov se unió en 1966 a una acción que invitaba a reunirse poco antes de las 6:00 p.m. para —a la hora en punto— quitarse durante un silencioso minuto los sombreros, en homenaje a la Constitución. Un libro publicado hace unos años por la organización de derechos humanos Memorial, da cuenta de los testimonios y repercusiones de aquellos acontecimientos.
La concentración del 5 de diciembre inauguró un enfoque legalista que exigía al Estado soviético el respeto por los derechos formalmente garantizados en la Constitución y otras normas vigentes. A partir de ese momento, fue paulatinamente acompañado el énfasis en apelaciones morales y políticas por una mayor atención a las cuestiones legales y procesales en los reclamos de diversos grupos sociales: disidentes abiertos, académicos y artistas críticos, activistas juveniles, ambientales y culturales. Como señaló Kagarlitsky:
“Fue inesperada para los funcionarios la forma que tomó la actividad disidente, que defendió las leyes soviéticas contra el abuso de las autoridades. Como las leyes y las declaraciones públicas de la estadocracia se contradecían con la practica (eso es así cuando una sociedad se autodenomina socialista, pero en realidad no lo es) todas estas actividades eran extremadamente duras para la corporación de la clase gobernante. El gobierno, escribió la revista vienesa Newes Forum, actúa de forma ilegal; la oposición sostiene las leyes”.
El hecho, a su vez, tuvo un impacto en los modos de comunicación y socialización autónomos de una nueva generación de activistas y artistas soviéticos. La producción y circulación del “Llamamiento cívico” fue uno de los primeros ejemplos de funcionamiento de las redes informales de creación e intercambio de textos —el posteriormente famoso samizdat— con fines cívico políticos en la Unión Soviética. Representando un nuevo modo de articulación entre acciones directas, peticiones y comunicaciones públicas, en el entorno predigital de la estadocracia brezhneviana.
Los años posteriores vieron la firma, por la máxima dirección del país, del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (1968) y los Acuerdos de Helsinki (1975), así como la aprobación de una nueva Constitución (1977). Aunque estos compromisos con el Estado de Derecho no fueron honrados por una burocracia y aparatos fundados bajo la lógica original del despotismo, tales hechos sirvieron de marco para reivindicaciones ciudadanas de cara al poder.
El arribo al poder del PCUS, tras la muerte de Breznhev, del antiguo jefe del KGB, Yuri Andropov, reveló el grado en que las contradicciones y alarmas habían calado dentro del propio centro del sistema. Andropov, quien hizo de la lucha contra los disidentes una prioridad en su mandato al frente de los órganos de la policía política, puso en marcha una serie de reformas inconclusas; algunos de cuyos derroteros apuntaban, entre otros, a la revitalización del debate, la competencia y la legalidad dentro de los estrechos límites del Estado-Partido. Pero sería apenas con Mijaíl Gorbachov —en cierto modo un hijo de la generación del deshielo— cuando los acontecimientos y legado de la concentración de la plaza Pushkin hallarían, finalmente, cauce, en el proceso accidentado de la perestroika.
Referencias:
Alieksiyévich, Svetlana: El fin del “Homo sovieticus”, Barcelona, Acantilado, 2013.
Alexeyeva, Lyudmila: The Thaw Generation: Coming of Age in the Post-Stalin Era, Pittsburgh, University of Pittsburgh Press, 2003.
Kagarlitsky, Boris, Los Intelectuales y el Estado Soviético, Buenos Aires, Prometeo, 2006.
Lewin, Moshe: El siglo soviético ¿Qué sucedió realmente en la Unión Soviética?, Crítica Barcelona, 2006.
Urban, Michael; Igrunov, Vyacheslav y Mitrokhin, Sergei: The rebirth of politics in Russia, Cambridge University Press, New York, 1997.
La sociedad del terror
Para esto organizan arengas y mítines patrióticos de manera “espontánea”, con días y a veces meses de antelación, o inventan una Constitución, un código-ley o un país que no cumple las expectativas de nadie, ya que el fin último del terror-todo es que el otro acepte el temor propio como parte del miedo general.