Cuando era niño y me pinchaba con algún hierro oxidado, pasaba días temiendo que mi vacuna contra el tétanos estuviera vencida. Esa reflexión tan precoz sobre el memento mori duraba apenas la semana que tarda en incubar esa enfermedad. Después solía regresar tranquilo (hasta el próximo incidente) a mi inmortalidad.
Supongo que eso era un claro preludio de mi hipocondría. Debuté con ella a los diecinueve años. Unas taquicardias me llevaron a sospechar que padecía una cardiopatía, y que, por piedad, mis padres y los médicos me ocultaban la verdad.
Hace tiempo que se me pasó, pero desde entonces nunca he dejado de ser hipocondriaco. He aprendido, con el tiempo, a sobrellevarlo lo mejor posible y no hacerme caso. Así que se imaginarán cómo me siento con la COVID-19. A veces me creo con el cuerpo cortado y febril. Pero por suerte, hasta ahora, no he conseguido que me falte el aire.
Hace poco me telefonea un colega. Está algo bebido, habla acerca de un post que puse en Facebook donde bromeo que si para nosotros los hipocondriacos esta situación es muy dura, ¿cómo será para los claustrofóbicos? Y termino manifestando mi solidaridad interfóbica. El amigo me confiesa que él es las dos cosas, y que además es paranoico. Que empezó a escribirme un comentario, pero luego lo quitó porque sus muchos enemigos (cito) “pensarían que estaba loco”.
En fin, que cada cual lleva esto como puede y como sabe.
Agradezco tener a mi lado, sobrellevando esta dura experiencia, a dos seres extraordinarios. Mi esposa es muy inteligente, cariñosa, ecuánime, y —esencialmente— cuerda. Y mi hijo es un niño excepcional que está cargando el encierro con una madurez muy superior a sus escasos ocho añitos. Eso ayuda muchísimo. Yo creo que son ellos quienes me están soportando a mí.
Leí una sola vez, recién publicada, Antes que anochezca. Ha pasado mucho tiempo, pero hace poco, leyendo en Facebook a Ponte-Gabor, recordé cómo Arenas contaba que su desaforada lujuria homosexual se esfumó totalmente durante su encarcelamiento. Siendo la cópula entre hombres no una elección, sino la única opción sexual posible, para Reinaldo perdió todo atractivo: se mantuvo célibe durante toda su condena.
A mí, en estas condiciones, me está pasando algo semejante con la creación artística. Me siento absolutamente bloqueado.
Nunca en mi vida he podido sostener, aun cuando lo haya deseado, un estudio independiente al lugar donde habito. Por tanto la pandemia, ciertamente, no habría podido dañar la cotidianidad de mi producción. Pero no me entran ganas de trabajar cuando trabajar es lo único que puedo hacer.
No tengo la menor idea de cómo vamos a salir de esta. Intento averiguarlo tomando Sopa de Wuhan, y no logro masticarla. Agamben dice: ¡A mataperrear que aquí no ha pasado nada! Byung-Chul Han nos invita a que seamos obedientes con nuestros gobiernos, como siempre lo han sido ellos, “los orientales”. Y a Žižek se le ha vuelto a acabar el sistema, con el muñequito caminando por el aire.
Galería
Nosotros, los hipocondriacos – Jorge Luis Marrero.
Aguafiestas
Chapapote en las manos, en el pelo, en la ropa, en el balcón, en mi cama. Mi sangre es de chapapote, marcada. Renegada por el sistema y por la todopoderosa comunidad artística. Antes de la cuarentena ya me habían confinado, me habían condenado a hacer arte sola.