Al principio esta pandemia me parecía un invento, como tantos inventos generados por los Estados y la prensa para mantener a la gente entretenida. Pero no lo es.
No es un invento, y para comprobarlo los invito a que vengan a mi casa y vean los grandes cambios que han ocurrido. Casi se han acabado los regueros eternos, esos que se provocan un día, como por casualidad, sin pretenderlo, dejando cualquier objeto en el lugar menos adecuado, pero con todo el potencial para acoger una gran acumulación de objetos de todo tipo, sin importar su naturaleza.
Parece ser que esta pandemia ha sido hecha a la medida de nuestro reguero familiar y su posible resolución.
Justo llegando al pico epidémico, yo estoy llegando al punto máximo de recogimiento en todo sentido. Ya no queda reguero que ordenar, y nos vamos acostumbrando a vivir con este fantasma invisible que, al parecer, además de los muy lamentables cientos de miles de fallecidos, nos ha dejado, a plazo indefinido, la idea del distanciamiento social.
Cierto es que hay mucho que agradecer a esta pandemia. Entre otros grandes logros, su saldo más importante ha sido el aparente cierre del hueco de la capa de ozono, látigo mundial que, sobre todo en las décadas de los ochenta y noventa, nos recordaba diariamente nuestra mala actitud social y nuestro desalmado comportamiento para con el planeta; la limpieza de los mares, los cuales hemos ensuciado sin medida durante los últimos doscientos años, y que han mostrado un increíble poder de autosaneamiento en poco menos de tres meses; el repoblamiento de varias especies de animales consideradas en peligro de extinción, y que al parecer llevaban tiempo bien escondidas, como los guanahatabeyes cubanos, que ni los más aguzados científicos habían descubierto su oculto paradero; la feliz resurrección de otras especies animales extintas, lo cual nos da la medida de que si el mundo sigue confinado un año más, es posible que veamos a los dinosaurios pasear por El Vedado, a la altura del Habana Libre, respetando debidamente el tráfico citadino.
No voy a hablar aquí de la limpieza de los canales de Venecia, eso da igual. Venecia ha sido hermosa desde que es Venecia, con toda la inmundicia de sus canales; no se le conoce de otra manera y no hay documentos que atestigüen que alguna vez fue diferente. Es como imaginar el París del siglo XVII impecablemente limpio y con olor a flores en sus callejuelas más estrechas.
Por todo esto, un importante concilio de científicos y ecologistas aboga por llamar a esta pandemia: “La pandemia verde”. Mientras salva al planeta, acaba con la vida de personas que, al menos como describen las noticias cubanas, iban a morir inevitablemente. Claro está: ahora es mejor morir de COVID-19 que de cualquier otra enfermedad. Al menos te hace ser una persona de tu tiempo.
¿Para qué morir de VIH, esa enfermedad ochentera que aniquilaba sobre todo a estrellas de rock y actores de cine?
¿Por qué morir de dengue o tuberculosis, esas enfermedades antiguas que nos remiten a siglos pasados y nos hacen parecer gente con cuerpos anticuados?
¿Qué necesidad hay de morir de diabetes o hipertensión, enfermedades capitalistas que curiosamente padecen también los países tercermundistas?
Y no hay que morir de ébola: esa enfermedad está reservada solo para países del continente africano.
Definitivamente, hoy es mejor morir de lo que se muere cualquiera, más allá de su clase social, su ideología o su cultura.
Hay que morir como los grandes.
Por supuesto que todavía quedan muchas esperanzas y que el futuro es luminoso. Luminoso sin pensar en los apagones, ademán asentado en la mente de todo cubano, genéticamente hablando, y que sobreviene contra toda voluntad en tiempos de crisis. Esa crisis insuperable que supone la administración de nuestro país desde hace sesenta años. Solo me queda la tranquilidad de que, después de todo, las crisis siempre demuestran una incapacidad para superarlas.
En lo personal, este confinamiento me ha venido muy bien. He vuelto a sembrar en macetas. He dedicado a mis hijos el tiempo que, por cuestiones laborales, no tenía hace años. Y eso que nunca he tenido estrictos horarios de oficina ni superiores que contabilicen y supervisen mis tareas. Lo cual no quiere decir que no trabaje como un animal de carga, ya que mi jefe soy yo mismo, pero en un estado superior de la eficiencia. Yo soy mi peor verdugo.
He tenido tiempo para organizar mis archivos personales y con ello parte de mi trabajo, aspecto que andaba totalmente al garete y sin control, como la mala yerba, que también es buena. Durante mucho tiempo, he producido desde la desorganización.
Desde casa, he visto cómo el espacio virtual y las redes sociales se han convertido en un campo de batalla legítimo, en el cual han comenzado a pronunciarse actores insospechados contra un enemigo común y se han unidos las fuerzas de un cuerpo cívico nuevo y coherente. He visto cómo un breve texto en ese espacio virtual ha incidido de manera radical y contundente en la realidad. He visto a la gente unida desde sus casas, y he visto que las ideas no son solo ideas, sino realidades anticipadas.
He pensado mucho, sobre todo en mi familia y mis amigos, a quienes he extrañado profundamente y sigo extrañando, y para quienes también he tenido tiempo de hacérselos saber.Todo pasará, como pasaremos nosotros. Este año mi chirimoya dio frutos como nunca antes.
Galería
Pandemia y chirimoyas – Reynier Leyva Novo.
Estudio contemplativo de un movimiento
El cubo de Rubik se resuelve mediante una combinación de conmutadores matemáticos. Uno de ellos es el SexyMove. Intentaré aplicar el SexyMovea algunos sucesos que me están dando vueltas en la cabeza desde que comenzó la actual crisis de la COVID-19.