Una victoria de Trump sería un escenario desolador. En tiempos de la posverdad, muchos seguidores del showman devenido presidente han renunciado al reconocimiento de los hechos verificables, en favor de los discursos y los prejuicios ideológicos.
Es el mismo grupo de seguidores que aún cree en el trickle down economics: eso de que darles más dinero a los ricos hace incrementar los puestos de trabajo y el bienestar general. (Si en la época de Reagan esto sonaba como una apuesta ingeniosa, los resultados han demostrado un deterioro de la clase media y un nivel de inequidad social que amenaza las propias bases del proyecto democrático capitalista estadounidense).
Son los mismos seguidores que creen que una política de máximo aislamiento hacia Cuba puede ofrecer una solución viable y democrática, cuando en realidad parece más la sustitución de una élite por otra.
En este escenario es probable que se deterioren los vínculos familiares, que se incrementen las limitaciones de viajes y remesas, que permanezcan las sanciones económicas y que los cuentapropistas cubanos continúen sufriendo limitaciones para acceder al mercado estadounidense.
No es de sorprender una escalada en la represión y un despliegue lento y micro manejado de las reformas del gobierno de La Habana.
Trump sigue siendo un presidente políticamente débil. Si los demócratas mantienen la cámara baja del Congreso, seguirá necesitando de los senadores republicanos para no sucumbir a un segundo juicio político; por lo cual, se mantendrá alineado con la política tradicional de su partido.
La elección de Joe Biden, en cambio, supone una esperanza de regresar a la línea del diálogo. Es probable que, durante los primeros cien días de su presidencia, elimine las limitaciones a los viajes y remesas, permitiendo el reencuentro familiar y el impulso al emergente sector privado. El levantamiento del embargo dependerá de los pasos que tome el gobierno de La Habana.
Después de la fría acogida que tuvo la “normalización” de Obama, ningún otro presidente de los Estados Unidos —y Biden menos aún—, estará dispuesto a invertir capital político en el Congreso para eliminar las sanciones, a menos que el gobierno cubano haya tomado pasos en serio en pos de mejorar las condiciones económicas de sus ciudadanos y contribuir a la reconciliación nacional. Cuba tendría que avanzar sin medias tintas en una reforma económica, mostrando compromiso con la libertad de empresa y voluntad de dejar atrás el sistema de comando que hoy rige.
En estas circunstancias, es posible que los lobbies cubanoamericanos, y los propios lobbies de las empresas estadounidenses, se conviertan en una coalición informal para reconocer el progreso e ir eliminando las sanciones. Pero para esto, el gobierno cubano tendría que dar pasos determinantes y convencer a los demócratas de que tal cambio no supone un suicidio político de cara a los votantes. El diálogo de reconciliación nacional se haría imprescindible. Y puede que esto sea lo que más queremos y necesitamos todos.
Cuba sí, yanquis también
Tanto si los vecinos del norte continúan una política dura hacia Cuba, o si por el contrario las relaciones mejoran y los vínculos comerciales, familiares, académicos y turísticos se estrechan, los efectos los sufrirá o los disfrutará la población cubana. No es bueno, sin embargo, centrar en los comicios estadounidenses la solución a la problemática nacional.