Juan-Sí González o el horizonte de la orfandad

La violencia es el denominador común principal entre dos eventos sociales fundamentales del siglo XX: la revolución y el totalitarismo. En Cuba se unifican ambos eventos tonificados por la violencia divina: la compuesta por la violencia revolucionaria y la represiva. El siguiente dossier, La violencia divina en torno al arte, da una vuelta de tuerca a la noción de violencia cultural de Johan Galtung, que consiste en utilizar aspectos de la cultura, o sea del condensado simbólico en cualquiera de sus tipificaciones, para legitimar la violencia estructural y justificar la directa. Cualquier efecto que emana de la misma resulta una condición sine qua non para comprender la Cuba contemporánea.

Henry Eric Hernández (ed).




Juan-Sí González (Santiago de Cuba, 1959) nació, peregrinó y sobrevive en el anhelo de fundir la vida con el arte. En la ruta de sus transiciones ha mantenido su estatus de artista multidisciplinario inmerso en diversos oficios. Una especie de globetrotter fuera de los centros del mainstream. Por esta senda, hoy trabaja como un delivery que busca inspiración devorando kilómetros por Norteamérica. 

Su andar revela el proceso de una inquietud, negada a esa pasividad que rige el miedo o la cautela. El rumbo de su destino lo llevó del oriente al occidente cubano, para luego recalar en un continente como refugio global. Todo para salir airoso en una guerra contra el tiempo en busca de un milagro: hallar la paz consigo mismo.

Juan-Sí González fue uno de los muchachos que arribó a la capital, para instruirse en la Escuela Nacional de Arte, situada en el antiguo Country Club de Cubanacán. Intuyó de inmediato que no regresaría a su terruño. Quedó seducido por la dinámica urbana, flotando y zambulléndose en el mar. En su nuevo hábitat, conoció el placer de la lectura como herramienta cognoscitiva y bálsamo espiritual. Eran tiempos de Nueva Trova, zafras, consignas, desfiles, el pueblo uniformado.

Leyó a Faulkner, J. D. Salinger y Poe; supo que habían existido el Dadá y el Surrealismo a través de Orlando Alomá, escritor y profesor de literatura. Más tarde, frecuentó la literatura clandestina del momento: Heberto Padilla y Guillermo Cabrera Infante; George Orwell y Reinaldo Arenas; Borges, Cortázar, Octavio Paz. Entre la neblina de las fanfarrias, alguna luz se vislumbraba al final del túnel.    

Juan-Sí González no tiene un enfoque claro de la violencia, aun cuando la haya ejercido y padecido en carne propia. Para este padre de familia, primero persona antes que un artista contemporáneo, la violencia se asemeja a los diferentes tipos de cáncer, casi imposibles de detectar o extirpar a tiempo para salvar o prolongar vidas.

Treinta años después de fundar Art-De (arte y derecho) con Jorge Crespo, Juan-Sí González acepta hablar con Hypermedia Magazine de la violencia política en las artes visuales. Lo tolera reconociéndose en una máxima de Carl G. Jung que acompañó al poeta Jorge Valls los veinte años que guardó prisión en Cuba: “Yo no soy lo que me sucedió. Yo soy lo que elegí ser”. Juan-Sí González lo asume consciente de que recordar es volver a sufrir. La condición estriba en potenciar la realidad como soporte de la ficción.   

¿Dónde naciste y bajo qué circunstancias?

Soy un prematuro que nació en el camino, de paso entre un lugar y otro, entre dos estaciones ferroviarias. Entre un poblado en las afueras de Guantánamo y la ciudad de Santiago de Cuba, al oriente de la isla. Mis padres estaban de paseo, viajaban en tren de primera clase. A punto de arribar a la estación de Santiago, a mi madre se le rompió la fuente y empezaron las contracciones. La montaron en una camilla para llevarla al Hospital Materno Norte. Allí comenzó mi existencia dentro de una inCUBAdora. Allí pasé mi infancia, hasta que nacionalizaron el central azucarero del pueblo y le intervinieron la bodega a mi papá. Tuvimos que irnos a la casa de los padres de mi madre en Pinar del Río.

¿Sentiste un cambio brusco cuando te mudaste de una provincia a la ciudad y, después, de Cuba al exilio?

Sí, era otro mundo, tan fascinante como el que había dejado atrás. Yo había vivido mis primeros nueve años en San Antonio Río Seco, un pueblito situado alrededor de un central azucarero a veinte kilómetros de la ciudad de Guantánamo. Cuando tenía unos cinco años, nacionalizaron aquel ruinoso central y le pusieron Manuel Tames Guerra, nombre de un mártir de la Revolución natural de esa región. Aquel caserío olía a melaza, las calles no estaban asfaltadas, las casas y escuelas tenían piso de tierra; yo corría descalzo detrás de los vagones de caña, mataperreando por los cañaverales, vaquerías, casas de galleros.  

Al llegar a la ciudad de Pinar del Río pude ver calles asfaltadas, semáforos, cines, edificios y casas con pisos de mosaicos, electricidad, teléfonos, televisión, cocina de gas, agua corriente e inodoros. Sentí que había llegado a otro planeta. Todavía bajo el efecto del embeleso, añoraba mi vida anterior. Tuve que empezar a usar zapatos y uniforme para ir a la escuela. Estaba muy atrasado con relación a otros niños. Escribía mal, apenas leía, pero había vivido como ninguno de ellos.

Con el exilio, fue distinto. Ya estaba entrenado y había desarrollado el desapego, ya tenía cierta capacidad para afrontar el desarraigo y convertirlo en aventura. Desde los once años, me había ido de mi casa, nunca más viví con mis padres. En el año 1970, entré como becado en la Escuela Provincial de Arte de Pinar del Río; nada más iba a ver a mis padres y a mis hermanas algún que otro domingo. 

Fui feliz esos años lejos de mi familia. Eran un estorbo y sentía que me atrasaban en mi desarrollo intelectual. En mi casa no había libros ni de cocina. Nunca me estimularon a dibujar o a pintar, no se escuchaba música. Aquello era muy triste.

Cuando les dije que iba a estudiar arte, se negaron. Mis padres, como muchos otros, querían que su hijo fuera doctor. Hice los exámenes y entré a la Escuela de Arte escondido. Luego solicité estar becado, aunque la escuela me quedaba a dos cuadras de mi casa. Alegué que mis padres se pasaban la vida gritando y discutiendo, que me era muy difícil estudiar. A mis padres les dije que me habían otorgado una beca por ser un estudiante ejemplar.

¿Esas mentiras piadosas te fueron llevando lejos?

Me fui alejando de mi pueblo, de mis amigos, de mi familia, de Pinar, de La Habana y, finalmente, de Cuba. He vivido en muchas casas, ciudades, países. Guantánamo, Pinar del Rio, La Habana, Panamá, Bogotá, Costa Rica, Miami, Nueva York, Yellow Springs y, desde hace dos años, resido en Dayton, Ohio.   

¿Cuál es tu concepto o noción de la violencia?

Está la violencia emocional/psicológica; la violencia verbal, sexual/género; la racial, cultural, laboral. La violencia moral, ideológica, económica y militar. Pero también está la violencia del silencio ante la violencia de la injusticia. La violencia de la iglesia que, en nombre de Dios, ampara genocidios, torturas, abusos sexuales. La violencia de “intelectuales” que encubren los crímenes de dictadores de izquierda o derecha. La mentira y la propaganda son formas de violencia, vengan de los extremos que vengan; son meros argumentos de control y poder

¿Y qué consideras de la violencia como arma del terrorismo de Estado?

Recuerdo que durante las acciones públicas en G y 23, alguien nos pasó dentro de un cartucho un VHS con una copia de Nadie escuchaba y Conducta impropia. Solo nos dijo, tienen que ver esto. Esa misma noche vimos los documentales. No podía creer tanta maldad premeditada en el abuso del poder solo por ser y pensar diferente. Todavía era ingenuo y aquellas imágenes de cómo trataban de mellar la integridad y voluntad de esos presos de conciencia, me afectaron mucho. 

El abogado y poeta Jorge Valls describe como lo sacaban a él junto a otros reclusos de sus celdas, para conducirlos a oscuras al patio de la prisión. Les vendaban los ojos y los colocaban a la fuerza contra los muros frente a un pelotón de fusilamiento. Un oficial daba órdenes de cargar, apuntar y disparar. Los presos se orinaban, cagaban y caían de rodillas, medio inconscientes, por el ruido de los disparos y la impresión. Hasta que revivían al sentir las risas de los soldados.  

Años después, tuve la dicha de conocer a Valls en Miami y compartir con él en una oficina destinada a defender las violaciones de los derechos humanos dentro de Cuba. Mientras aquel anciano sensible, inteligente y decente bebía un café conmigo sin rencor, yo no dejaba de pensar en las imágenes de Nadie escuchaba. No había incoherencia entre lo que decía y hacía. Es el único cubano que he conocido sin mostrar rencor o envidia. Fue un espíritu exento de mácula. 

El cineasta ruso Andrei Tarkovski sostuvo que el arte nace fuera de un mundo mal proyectado. ¿Art-De se gestó por una alteración de la lógica cívica-artística?

Nunca lo pensé así, pero sí, creo que fue originado por cierta mutación generada por el vínculo entre Jorge Crespo y yo. Una hermandad creativa poco común dentro del mundillo del arte. Él era cinta negra en kárate y un curioso abogado graduado de Ciencias Políticas con una gran afición por el arte. 

Jorge se la pasaba hablando del derecho internacional y dibujando historietas que eran crónicas sociales. Yo venía de otro mundo, estaba recién graduado del Instituto Superior de Arte (ISA), pero también tenía la pasión por el deporte; había jugado béisbol, practicado boxeo, kung-fu. A Crespo le interesaba lo que yo le ofrecía desde el arte y a mí, lo que él me enseñaba en términos jurídicos. Empezamos a compartir información, ideas y estrategias para salir a la calle. 

No solo nosotros gestamos ese ardor. Los órganos represivos también hicieron una gran contribución, pues con el maltrato nos fueron empujando cada vez más hacia una confrontación cívica. El “De”… de derechos fue ganando espacio sobre el “Art”… de arte. Nos fuimos radicalizando por la intensidad del acoso, dentro y fuera del parque de G y 23 que era “nuestra” plataforma de cabecera. 

En la primera caminata que hicimos Tarde de sándwiches, fuimos detenidos por la policía detrás del Hotel Nacional junto a La Piragua y los carteles que llevábamos colgados al cuello fueron destruidos. Jorge y yo fuimos detenidos, esposados y conducidos hasta la jefatura policial de Zapata. Una semana después, hicimos otro evento que se llamó Alegato contra la censura (1988); ese día, luego de un debate sobre el tema de la censura, surgió el nombre de Art-De (arte y derecho).

A partir de este momento, estábamos convencidos de que lo más importante no eran nuestros artísticos performances individuales, sino tratar de generar y defender la necesidad de un espacio público de encuentros sostenidos, debates, donde pudiéramos hablar y discutir sin intermediarios de la institución arte. 

¿El arte como sabotaje retiniano debía concebirse fuera de la galería?

Nos percatamos que los eventos eran la “pieza”; nosotros solo teníamos que propiciarlo cada miércoles a las cinco de la tarde. Nos parecía hipócrita seguir discutiendo sobre arte y estética, cuando se ejercía control y censura en cada rincón; donde el mínimo acto de disentir o actuar con independencia era condenado; cuando un disidente político o estético era estigmatizado, despedido de su trabajo, excluido del medio artístico por ejercer su derecho al criterio o re/agruparse. Desde entonces, nos empeñamos en demostrar que la Constitución negaba y contradecía a la Declaración Universal de los Derechos Humanos. 

¿Cuál es el gesto de violencia política más invasivo que has percibido? 

Recuerdo una noche, luego de aquella asfixiante acción: Me han jodido el ánimo (1988), que realicé en el parque de G y 23. Iba caminando por un costado del Hotel Habana Libre, cerca de la parada de la ruta 37. Llegando a la parada, se detuvo un carro con chapa misteriosa. Abrieron la puerta de atrás y me metieron a empujones. Me colocaron en el centro del asiento trasero, entre dos agentes vestidos de civil. El carro arrancó y el chofer me dijo mirándome por el retrovisor: “vamos a dar un lindo paseo por la costa”. Cogieron rumbo al túnel, en cuanto entramos en la oscuridad, empezaron a darme codazos; uno de ellos me tenía puesta una pistola en las costillas. Entre golpes y codazos me reía, aquel cañón en las costillas me daba risa, y ellos me pegaban más duro. 

Luego de rodar un rato, pararon aquel Lada rojo frente al mar, en un área que no conocía. Dejaron el motor del carro prendido, me bajaron y recostaron al maletero. Yo tenía la vista nublada y una sensación de inflamación en los ojos; mi nariz y mi boca sangraban. Uno de ellos me cogió por el cuello y cerca del oído me susurró que era la última vez que me advertirían, que si seguía incentivando, promoviendo y realizando aquellos eventos en el parque, me iban a dar unas largas vacaciones en el Combinado. 

Luego me dejaron recostado al carro y caminaron unos veinte pasos rumbo al mar; me dieron la espalda, prendieron unos cigarros y empezaron a hablar entre ellos. Cuando terminaron de fumar, regresaron, me abrieron la puerta y me dijeron “Entra… que te vamos a llevar de regreso”. Yo estaba con la cabeza hacia arriba tratando de parar el sangramiento. Me dejaron en el malecón, entre el Hotel Riviera y la Fuente de la Juventud. La Habana dormía, le pregunté a alguien la hora y me dijo: “las dos menos diez”, y siguió su rumbo.

(“Nada los detenía, aunque sabían que su camino era directo al calabozo”. Roberto Madrigal sintetiza el arte público de Art-De y de Juan-Sí González).  

¿Sientes el peso del desarraigo al no respirar el aire que te toca?

Al revés, el desarraigo lo experimenté en mi país; lo conocí en mi propia tierra. Mi familia nunca tuvo nada, excepto tener que lidiar con la miseria y dar gracias por ello. Mi padre trabajó como un singao toda su vida; se sacrificó y le dio la vida a ese sistema mentiroso, abusivo. En los 80, cuando me tacharon como disidente, él dejó de hablarme. Veintitrés años después murió decepcionado y triste. Me confesó en una carta que yo tenía la razón y se alegraba de que estuviera a salvo. 

Al morir, no tuvo ni un entierro merecido por sus méritos laborales como obrero y miliciano. Mucho menos un lugar decente donde depositar sus cansados huesos. Yo no pude asistir a su entierro. Fui un mes después y al llegar al cementerio para despedirme de él, lo tenían tirado en un hoyo espantoso con unas flores plásticas llenas de cagadas de moscas. No tenía su nombre bien escrito. Lo encontré al leer “Seisdedos”, que era su segundo apellido. Estaba a la intemperie, en una cajita de cemento al lado de otras cajitas desiguales que intentaban ser nichos. Allí ponían a la gente que no poseían una tumba familiar. Era un paria. Eso sí es desarraigo. 

¿De qué modo asumes tal “desarraigo” en cuanto al giro de tu producción visual?

Acá realicé el proyecto Looking for Cuba Inside (2001-2017). Yo buscaba a esa isla dentro de mí y dentro de Estados Unidos. Visité a diecinueve pequeños pueblos que tienen el nombre de Cuba, para tratar de encontrar a mi padre Juan González. Luego en el mapa de Estados Unidos, marqué cada una de las cubitas y las vinculé con líneas. Ese es mi nuevo territorio y el de mi padre. Un país inmenso y no tuve que pedirle autorización a nadie para respirar el aire en los estados de Ohio, Nuevo México, Georgia, Virginia, Texas, Missouri, Nueva York.

Al contrario, nunca tuve tanto, incluyendo libertad de expresión y de movimiento. Fuera de Alcatraz he sido feliz, ese desarraigo es cosa de poetas románticos. Aquí me he realizado, he podido comprar una casa, he podido viajar y exhibir en muchos lugares del mundo sin pedirle permiso a nadie, sin agradecerle a nadie, sin rendirle a nadie, sin estar avalado por un Ministerio de Cultura, sin hacer informes humillantes contra mis amigos para ganarme la confianza de nadie. 

Aquí he realizado performances e instalaciones más críticos y cuestionadores de esta realidad que las realizadas en mi país. Nunca he sido detenido ni encarcelado por mis opiniones o por ninguna de mis piezas. Solo he perdido amigos cubanos que me condenan por estar abierta/mente contra Trump y todo lo que él representa. Pero de eso me alegro, los he sustituido por amigos de diferentes partes del mundo que tienen una sola cara. 

Un artista y un político sin escrúpulos reconfiguran al cóndor hambriento del Nuevo Mundo, que planea hasta localizar la carroña apetecible o desaparece. ¿Defiendes o rechazas la etiqueta de “El artista como ideólogo”?

La rechazo, por eso dejé de seguir y hacerle caso ciego a Joseph Beuys. El significó mucho para mí, me liberó, me abrió a nuevos espacios y modos de abordar el arte. Pero cuando se empeñó en convertir sus descubrimientos en fórmula educativa e instaurarla como cátedra excluyente de otras formas de arte, dejó de interesarme. Se transformaba en doctrina estética. Me cansé de jugar a ser coyote. Me pasó lo mismo que al jovencito hijo de Guillermo Tell. 

También creo que no puedes evitar manifestarte desde cierta ideología, ya que están presentes en casi todas nuestras elecciones, juicios, manifestaciones. Cuando me expreso, ya sea como activista, ciudadano, artista e incluso como padre, me proyecto desde un sedimento ideológico que está en mi inconsciente. 

Hay quienes en respuesta a una ideología o adoctrinamiento que padecieron en otro país, se radicalizan hacia el extremo opuesto y terminan atrapados en un atolladero similar. Otros, asqueados de las ideologías con sus demagogias, deciden escoger otras doctrinas, replegándose al aislamiento o el margen.

¿Qué te sacó del país? ¿Manejas la opción de repatriarte?

¿Repatriarme? Yo vine huyendo de aquello, mi brother, me libré de acabar en la cárcel. Salí como un perseguido político, agobiado por aquella meta/tranca… como tantos otros cubanos. Me fue difícil conseguir la fuga y mucha gente se sacrificó para que yo estuviera a salvo. Estás loco, man, cómo coño voy a repatriarme ahora; ni pensarlo, ni muerto quisiera regresar al lugar donde fui despreciado. 

Tampoco expondré mi obra en esos espacios o eventos oficiales, hasta que no prevalezca un estado de derecho en mi tierra y los artistas sean medidos por la seriedad y calidad de su obra, no por sus opiniones o filiaciones políticas. 

Si no me repatrié en los duros años noventa, cuando no hablaba el inglés, ni tenía documentos y tuve que trabajar por el día como ayudante de plomería y por las noches como un papagayo/camarero vestido de verde, amarillo y azul en un restaurante brasilero, donde además de servir… tenía que bailar samba. ¡Ni loco!

Yo no padezco “El síndrome de Lam”, que se dejaba cegar por la luz caribeña. A mí no me ha picado ese bichito de la cuba/manía. Regresaré a Cuba cada vez que pueda a visitar a mi familia y amigos cercanos. Esa es la atadura que conservo. Mi patria la encarnan Mila, Frida, Noah y Eva, la patria plural y dispersa de mis hijas.    

Yo vivo lejos de Cuba y de los cubanos. Acá tengo un amigo querido, un marielito nombrado Roberto Madrigal. No me fui como otros artistas de mi generación. No pude viajar primero, medir la temperatura, para luego quedarme. Mi salida fue definitiva y me castigaron once años sin derecho a regresar. Que me catapultaran desde la Habana hasta ciudad Panamá fue el mejor regalo que ellos me hicieron. 

¿Cuáles son las ventajas y desventajas de no vivir del arte?

Yo nunca he sabido vivir del arte, nunca he tenido la habilidad de crear un producto con el objetivo de seducir a clientes y espacios de arte. Por años, eso me hacía sufrir, me sentía menos que otros artistas de mi generación, que habían creado un estilo, un nombre y una obra cotizada. Un día me di cuenta de que eso no era lo que yo quería: nunca me había esforzado por lograrlo, y dejé de sufrir.

La desventaja es que nadie te representa, nunca haces suficiente dinero, no estás incluido en colecciones y no apareces en catálogos rodeados de maestros. La ventaja para mí es que no estás obligado a pasarte tu vida encerrado en un estudio haciendo lo mismo o algo parecido; dentro de ese estilo que tú mismo te impusiste y trabajar como si produjeras zapatos. No podría estar trancado en un mismo lugar mucho tiempo; tampoco haciendo lo mismo, me volvería loco. 

¿Por eso te cautiva trabajar como delivery?

Hay una palabra en inglés que me gusta mucho: B.E.T.W.E.E.N. Me encanta porque es ese espacio entre el aquí y el allá, porque incluye el antes, el ahora y el después. Decía Octavio Paz en la introducción de su libro Itinerario, que no hay regreso, pero tampoco punto de llegada. Somos tránsito. Creo que por eso me gusta estar en la ruta. Al desplazarme dentro de esa cápsula de cuatro ruedas de un lugar a otro por las arterias de este enorme país, puedo estar a solas conmigo.  

Sentir que estás por llegar, pero no llegas nunca, me hace sentir bien. En el volante, a 65 millas por hora y a ritmo de blues en mis oídos, vienen memorias, ideas, sentimientos. Para no interrumpir el desplazamiento de mi vehículo/cuerpo, las grabo oral/mente en mi teléfono. A veces desconecto mi GPS y me pierdo por los caminos menos transitados de las zonas rurales del Midwest. No es raro tropezar al azar con un extraño lugar que suelo registrar con mi cámara.  

Me encanta combinar la búsqueda de los frijoles con la pasión de un coleccionista de mariposas. Esas travesías, me permiten conocer pueblos, gentes, paisajes que jamás los encontrarías en los aeropuertos, galería o museos. 

Mi padre Juan siempre está en el trayecto, a mi lado. De joven él fue camionero, antes de que lo cogiera el chucho del control posguerrillero. Se ganaba la vida transportando madera desde las lomas de Baracoa hasta la ciudad de Guantánamo. Luego, en Pinar del Río, él me enseño a manejar el camión de concreto en el que trabajaba en la construcción de represas de agua.

Quizás por eso amo tanto la ruta, en ese no-lugar soy suma/mente feliz. Me gusta sentir extraña/mientos ante un estado mental; en ese estado experimento libertad frente a lo desconocido. Hacer deliveries o entregas a domicilio de equipos médicos, electrónicos es una elección. Me permite pensar en acción, sin rendirle cuentas a nadie. Algo parecido a eso de no estar obligado a vivir del arte.



En el patio de su casa en la ciudad de Dayton, Juan-Sí González tiene un punching bag donde exorciza la ira que le provoca la violencia del allá, el aquí y el ahora. Ese cuerpo sin cabeza, rojo y negro, se convierte en un rostro de máscaras hegemónicas de cualquier bando político. Juan-Sí le pega furioso al saco de arena para liberar toxinas. Más tarde, suelta varias carcajadas bajo la ducha que su esposa escucha como un ritual. Al salir del baño, le da un beso a Paloma y se tira en la cama. Esa madrugada tendrá que volver a la carretera. 

Disidir de uno mismo

Disidir de uno mismo

Jorge Peré

Luis Manuel Otero le debemos, cuando menos, dos cosas: la restitución de un diálogo crítico con el poder, y haberle dado nitidez al peor rostro del censor totalitario.