¡Dios, eso fue increíble!

Durante los meses siguientes, se volvió algo habitual. Gente corriente, algunos con hijos pequeños, era aniquilada por tuitear algún chiste mal formulado a su centenar de seguidores. Me reunía con ellos en restaurantes y cafeterías de aeropuerto: figuras espectrales que vagaban por el mundo como muertos vivientes, con la ropa de oficina de sus vidas anteriores. Sucedía con tal regularidad que ni siquiera parecía una coincidencia que una de ellas, Justine Sacco, hubiese trabajado en el mismo edificio que Michael Moynihan hasta tres semanas antes, cuando, de paso por el aeropuerto de Heathrow, escribió un tuit que sonó mal.



Era el 20 de diciembre de 2013. Durante los dos días previos había estado tuiteando pequeños chistes sarcásticos para sus 170 seguidores sobre su viaje de vacaciones. Era como una Sally Bowles de las redes sociales: frívola, ingeniosa, sin darse cuenta de que la política seria se avecinaba. Estaba su chiste sobre el alemán en el avión desde Nueva York:

“Tipo alemán raro: estás en primera clase. Es 2014. Usa desodorante. 
—Monólogo interior mientras aspiro su olor. Gracias a Dios por los fármacos”.

Luego, en la escala en Heathrow: 

“Chile —sándwiches de pepino— dientes malos. ¡De vuelta en Londres!” 

Y, finalmente, antes de embarcar: 

“Voy a África. Espero no pillar el sida. Es broma. ¡Soy blanca!”

Se rio para sí misma, pulsó enviar y deambuló por el aeropuerto durante media hora, mirando Twitter de vez en cuando.

“No tuve nada”, me dijo. “Ninguna respuesta”.

La imaginé algo decepcionada: esa sensación triste cuando nadie celebra tu ingenio, ese silencio negro cuando Internet no responde. Subió al avión. Eran once horas de vuelo. Durmió. Al aterrizar, encendió el teléfono. Enseguida recibió un mensaje de alguien con quien no hablaba desde el instituto: “Siento mucho lo que está pasando”.

Lo miró, perpleja.

“Y entonces mi teléfono empezó a explotar”, dijo.



Nos reunimos tres semanas después, en el restaurante Cookshop de Nueva York —su elección—, el mismo donde Michael me había contado la historia de la caída de Jonah[1]. Para mí ya era el restaurante de las vidas arrasadas. Pero no era del todo casual: estaba cerca del edificio donde ambos trabajaban. Michael había sido contratado por The Daily Beast gracias a su gran exclusiva sobre Jonah, y Justine tenía su oficina justo encima, dirigiendo el departamento de relaciones públicas del grupo IAC —propietario también de Vimeo, OkCupid y Match.com—. Quiso verse allí, y vestía aún sus costosas ropas de trabajo, porque a las seis debía subir a limpiar su escritorio.

Mientras estaba sentada en la pista del aeropuerto de Ciudad del Cabo, apareció un segundo mensaje: “Tienes que llamarme inmediatamente”. Era de su mejor amiga, Hannah. “Eres la tendencia número uno en todo el mundo ahora mismo”.

  • “Ante el repugnante tuit racista de @JustineSacco, hoy dono a @CARE”. 
  • “¿Cómo consiguió @JustineSacco un trabajo en relaciones públicas? Su ignorancia racista pertenece a Fox News. #AIDS afecta a cualquiera”. 
  • “No hay palabras para ese tuit horrible y asquerosamente racista de Justine Sacco. Estoy horrorizada”. 
  • “Trabajo en IAC y no quiero que @JustineSacco hable nunca más en nuestro nombre. Jamás”. 
  • “Todos, denuncien a esta zorra @JustineSacco”. 

Desde IAC: 

  • “Comentario ofensivo e indignante. Empleada en cuestión, actualmente ilocalizable en un vuelo internacional”. 
  • “Fascinado con el accidente de tren de @JustineSacco. Es global y aparentemente sigue en el avión”. 
  • “Todo lo que quiero por Navidad es ver la cara de @JustineSacco cuando aterrice y lea sus mensajes”. 
  • “Va a ser el momento más doloroso del mundo cuando @JustineSacco encienda el móvil”. 
  • “Parece que @JustineSacco aterriza en unos 9 minutos. Esto se va a poner interesante”. 
  • “Estamos a punto de ver cómo despiden a @JustineSacco. En tiempo real. Antes de que siquiera se entere”. 

Y, después de que Hannah borrara frenéticamente la cuenta de Justine: 

  • “Lo siento @JustineSacco —tu tuit vivirá para siempre”. 

Y así, hasta alcanzar los cien mil tuits, según calculó BuzzFeed, hasta que, semanas más tarde, alguien escribió: 

  • “Tío, ¿recuerdan a Justine Sacco? #HasJustineLandedYet. Dios, eso fue increíble. MILLONES de personas esperando a que aterrizara”.


Una vez le pregunté a una víctima de accidente de tráfico cómo se sintió al estar dentro del coche durante el choque. Me dijo que su recuerdo más inquietante era cómo, un segundo antes, el coche era su amigo: trabajaba para ella, su forma se adaptaba perfectamente a su cuerpo, todo era suave, elegante, confortable. Y, un parpadeo después, se había convertido en un arma de tortura dentada, como si estuviera atrapada en una doncella de hierro. Su amigo se había vuelto su peor enemigo.



A lo largo de los años, me he sentado frente a muchas personas cuyas vidas habían sido destruidas. Normalmente, quienes las destruían eran el gobierno, el ejército, o las grandes empresas. Justine Sacco parecía la primera persona a la que entrevistaba que había sido destruida por nosotros.



***


Google tiene una herramienta —Google AdWords— que te indica cuántas veces se ha buscado tu nombre en un mes determinado. En octubre de 2013, Justine fue buscada treinta veces. En noviembre, treinta veces. Entre el 20 y el 31 de diciembre, fue buscada 1.220.000 veces.



Un hombre la estaba esperando en el aeropuerto de Ciudad del Cabo. Era un usuario de Twitter, @Zac_R. Le tomó una foto y la publicó en línea. “Sí”, escribió, “@JustineSacco HA aterrizado en el aeropuerto internacional de Ciudad del Cabo. Ha decidido ponerse gafas de sol a modo de disfraz”.



Justine Sacco (con gafas oscuras) en el aeropuerto de Ciudad del Cabo. Fotografía de @Zac_R, reproducida con su permiso.



Habían pasado tres semanas desde que Justine había pulsado enviar en aquel tuit. El New York Post la seguía hasta el gimnasio. Los periódicos revisaban su cuenta en busca de más horrores.

Y el premio al tuit más elegante de todos los tiempos es para…

“Anoche tuve un sueño erótico con un chico autista”. (24 de febrero de 2012)

—“16 Tweets Justine Sacco Regrets”, BuzzFeed, 20 de diciembre de 2013

Me dijo que aquella sería la única vez que hablaría con un periodista sobre lo sucedido. Era demasiado angustioso. Y poco prudente. “Como publicista,” me escribió por correo electrónico, “no sé si alguna vez recomendaría a un cliente que participara en tu libro. Estoy muy nerviosa. Me aterra exponerme a futuros ataques. Pero creo que es necesario. Quiero que alguien muestre lo absurda que es mi situación”.

Era una locura, porque “solo una persona demente podría pensar que los blancos no contraen el sida”. Eso fue prácticamente lo primero que me dijo al sentarse. “Para mí era un comentario tan absurdo que pensé que no había forma de que alguien pudiera creer que lo decía en serio. Sé que hay gente odiosa ahí fuera, que no soporta a los demás y que es cruel por naturaleza. Pero yo no soy así”.

Justine llevaba unas tres horas de vuelo —probablemente dormida sobre España o Argelia— cuando los retuits de su tuit empezaron a inundar mi propio feed de Twitter. Tras una primera reacción de “Vaya, alguien está jodido”, comencé a pensar que quienes la estaban lapidando debían de haberse contagiado de una especie de locura colectiva. Parecía evidente que su tuit, aunque no fuera un gran chiste, no era racista, sino un comentario irónico sobre el privilegio blanco, sobre nuestra tendencia a imaginarnos ingenuamente inmunes a los horrores del mundo. ¿No era así?

“Era una broma sobre una situación que existe”, me escribió Justine por correo electrónico. “Una broma sobre una situación terrible que realmente existe en la Sudáfrica posterior al apartheid y a la que no prestamos atención. Era un comentario completamente sarcástico sobre las estadísticas desproporcionadas del sida. Por desgracia, no soy un personaje de South Park ni una humorista, así que no tenía derecho a comentar la epidemia de una manera tan políticamente incorrecta en una plataforma pública. En pocas palabras, no trataba de concienciar sobre el sida, ni de enfadar al mundo, ni de arruinarme la vida. Vivir en Estados Unidos nos mantiene un poco dentro de una burbuja respecto a lo que ocurre en el Tercer Mundo. Me estaba burlando de esa burbuja”.



Por mi parte, en una ocasión hice una broma parecida —aunque más graciosa— en una columna para The Guardian. Contaba una vez en que, al llegar a Estados Unidos, me enviaron a “procesamiento secundario” (había entonces un sicario de la mafia prófugo con un nombre que, al parecer, sonaba bastante parecido a Jon Ronson). Me llevaron a una sala de espera abarrotada y me dijeron que aguardara.

Había carteles por todas partes que decían: “El uso de teléfonos móviles está estrictamente prohibido”.

Pensé: Seguro que no les importará que yo revise mis mensajes. Al fin y al cabo, soy blanco.

Mi broma era más graciosa que la de Justine. Estaba mejor escrita. Y, como no mencionaba a personas con sida, resultaba menos desagradable. Así que era más graciosa, mejor formulada y menos ofensiva. Pero de pronto sentí que aquello era como la escena de la ruleta rusa en El cazador, cuando Christopher Walken se lleva el arma a la cabeza, grita, aprieta el gatillo y la pistola no se dispara. En buena medida, fue culpa de Justine que tanta gente creyera que era racista: su sarcasmo reflejo estaba mal redactado y su personalidad en Twitter era algo rígida. Pero no necesité pensar más de unos segundos para entender lo que intentaba decir. Entre quienes la atacaron debía de haber muchos que, por alguna razón, prefirieron malinterpretarla deliberadamente.

“No logro entender del todo el malentendido que está ocurriendo en el mundo”, dijo Justine. “Han tomado mi nombre y mi foto, han creado una Justine Sacco que no soy yo, y han etiquetado a esa persona como racista. Me aterra pensar que, si mañana tuviera un accidente de coche, perdiera la memoria y luego me buscara en Google, esa sería mi nueva realidad”.

De pronto recordé lo extraño que me había sentido cuando aquellos hombres del spambot crearon su falso Jon Ronson, atribuyéndome rasgos de carácter equivocados, convirtiéndome en una especie de gastrónomo charlatán y horripilante, y la gente creía que era yo, sin que pudiera hacer nada al respecto. Eso mismo le estaba ocurriendo a Justine, solo que en lugar de ser una foodie era una racista, y en lugar de cincuenta personas eran 1.220.000.



Los periodistas se supone que debemos ser intrépidos. Que debemos mantenernos firmes frente a la injusticia y no temer a las turbas enfurecidas. Pero ni Justine ni yo vimos mucho de esa valentía en cómo se contó su historia. Incluso los artículos que advertían de que “todos podríamos estar a minutos de tener un momento Justine Sacco” estaban llenos de frases del tipo “yo de ninguna manera estoy defendiendo lo que dijo”, me contó.

Pero, por repugnante que fuera el sentimiento que expresó, hay algunas posibles circunstancias atenuantes que no excusan su comportamiento, pero podrían mitigar en parte su falta. Por odioso que fuera su chiste, hay una diferencia entre un discurso de odio explícito y un intento, por muy desafortunado que sea, de hacer humor.

Andrew Wallenstein, “Justine Sacco: Sympathy for This Twitter Devil,” Variety, 22 de diciembre de 2013

Andrew Wallenstein fue más valiente que la mayoría. Pero aun así: su artículo sonaba como si los viejos medios le dijeran a las redes sociales: “Por favor, no me hagas daño”.



Justine publicó una declaración de disculpa. Interrumpió sus vacaciones familiares en Sudáfrica “por motivos de seguridad. La gente amenazaba con declararse en huelga en los hoteles donde tenía reservas si me presentaba. Me dijeron que nadie podía garantizar mi seguridad”. Corrió por Internet el rumor de que era heredera de una fortuna de 4.800 millones de dólares, porque muchos asumieron que su padre era el magnate minero sudafricano Desmond Sacco. Yo mismo lo creí hasta el momento en que hice una alusión a sus supuestos millones durante el almuerzo y ella me miró como si estuviera loco.

“Crecí en Long Island”, me dijo.

“¿No en una mansión tipo Jay Gatsby?”, le pregunté.

“No en una mansión tipo Jay Gatsby”, respondió Justine. “Mi madre fue madre soltera toda la vida. Era auxiliar de vuelo. Mi padre vendía alfombras”.

(Más tarde me escribió: “Crecí con una madre soltera que era azafata y tenía dos empleos, pero cuando tenía veintiún o veintidós años se casó bien. Mi padrastro tiene una buena posición, y creo que hubo una foto del coche de mi madre en mi Instagram, lo que dio la impresión de que vengo de una familia rica. Así que quizá por eso también la gente pensó que era una niña mimada. No lo sé. Pero me pareció importante mencionártelo”.)

Hace años entrevisté a unos supremacistas blancos del complejo Aryan Nations, en Idaho, sobre su convicción de que el Grupo Bilderberg —esa reunión anual y discreta de políticos y empresarios— era una conspiración judía.

“¿Cómo podéis llamarlo una conspiración judía si prácticamente no asisten judíos?”, les pregunté.

“Puede que no sean judíos reales —respondió uno—, pero son… judíos”.

Ahí estaba la clave: en Aryan Nations no hacía falta ser judío para ser judío. Y lo mismo ocurría en Twitter con la privilegiada y racista Justine Sacco, que no era ni especialmente privilegiada ni racista. Pero eso no importaba. Bastaba con que lo pareciera.

Su familia extensa en Sudáfrica era simpatizante del ANC. Una de las primeras cosas que su tía le dijo al recibirla en casa, tras llegar del aeropuerto de Ciudad del Cabo, fue: “Esto no representa lo que nuestra familia defiende. Y ahora, por asociación, has manchado nuestro nombre”.

Ante eso, Justine rompió a llorar. Me quedé mirándola unos segundos. Luego intenté decir algo esperanzador para aliviar el ambiente.

“A veces las cosas tienen que tocar fondo de manera brutal para que la gente entre en razón”, dije. “Así que quizá tú seas nuestro fondo brutal”.

“Vaya”, dijo Justine, secándose las lágrimas. “De todas las cosas que podría haber sido en la conciencia colectiva de la sociedad, jamás imaginé que acabaría siendo un fondo brutal”.

Una mujer se acercó a nuestra mesa —una amiga de Justine—. Se sentó junto a ella, la miró con empatía y le dijo algo tan bajo que no pude oírlo.

“¿Ah, crees que debería estar agradecida por esto?”, respondió Justine.

“Sí, lo estarás”, dijo la mujer. “Cada paso te prepara para el siguiente, especialmente cuando no lo ves venir. Sé que ahora no puedes entenderlo. Está bien. Lo comprendo. Pero dime, ¿de verdad tenías el trabajo de tus sueños?”

Justine la miró. “Creo que sí”, respondió.



***


Recibí un correo electrónico del periodista de Gawker Sam Biddle —el hombre que quizás había iniciado el linchamiento contra Justine—. Uno de los 170 seguidores de Justine le había enviado el tuit. Él lo retuiteó a sus 15.000 seguidores. Y así pudo haber comenzado todo.

“El hecho de que fuera jefa de relaciones públicas lo hacía delicioso”, me escribió. “Resulta satisfactorio poder decir: ‘Vale, esta vez hagamos que un tuit racista de una ejecutiva de IAC tenga consecuencias’. Y las tuvo. Lo haría otra vez”.

Sam Biddle sostenía que su destrucción estaba justificada porque Justine era racista, y porque atacarla era golpear hacia arriba: estaban derribando a un miembro de la élite mediática, continuando la tradición de los derechos civiles que empezó con Rosa Parks, los marginados silenciados obligando a los poderosos racistas a rendirse. Pero no creí que nada de eso fuera cierto. Si golpear a Justine Sacco fue alguna vez golpear hacia arriba —y no lo parecía, dado que era una desconocida con 170 seguidores en Twitter—, los golpes solo se intensificaron mientras ella caía. Golpear a Jonah Lehrer tampoco fue golpear hacia arriba, no cuando suplicaba perdón frente a aquella gigantesca pantalla con el flujo en directo de Twitter.

Una vida había sido arruinada. ¿Y para qué? ¿Por un simple drama en redes sociales? Creo que nuestra disposición natural como seres humanos es ir tirando, avanzar hasta hacernos viejos y detenernos. Pero con las redes sociales hemos creado un escenario de drama constante y artificial. Cada día surge una nueva persona convertida en héroe magnífico o en villano repugnante. Todo resulta grandilocuente, y no se parece en nada a cómo somos realmente. ¿Qué clase de euforia nos domina en esos momentos? ¿Qué obtenemos de ello?

Podía notar que incluso Sam Biddle se había quedado desconcertado, como cuando disparas un arma y el retroceso te sacude con violencia. Me dijo que le “sorprendió” ver lo rápido que Justine fue destruida: “No me levanto por las mañanas deseando poder despedir a alguien ese día, y desde luego no deseando arruinarle la vida a nadie”. Aun así, concluyó su correo con la idea de que ella estaría “bien, tarde o temprano. Si no lo está ya. Todo el mundo tiene una capacidad de atención tan corta… Hoy estarán enfadados por otra cosa”.



***


Cuando Justine me dejó aquella tarde para ir a vaciar su escritorio, apenas llegó al vestíbulo del edificio antes de desplomarse en el suelo llorando. Más tarde volvimos a hablar. Le conté lo que había dicho Sam Biddle —eso de que “probablemente ya estaba bien”—. Estaba seguro de que no lo había dicho con sarcasmo. Era simplemente como todos los que participan en una destrucción masiva en línea. ¿Quién querría saber? Sea lo que sea ese impulso placentero que nos arrastra —locura colectiva o cualquier otra cosa—, nadie quiere arruinarlo enfrentándose al hecho de que tiene un precio.

“No, no estoy bien”, dijo Justine. “Estoy sufriendo mucho. Tenía una carrera estupenda, me encantaba mi trabajo, y me lo arrebataron; y hubo mucha gloria en eso. Todo el mundo estaba muy feliz por ello. Lloré hasta vaciarme en las primeras veinticuatro horas. Fue increíblemente traumático. No duermes. Te despiertas en mitad de la noche sin saber dónde estás. De repente no sabes qué hacer. No tienes horarios. No tienes…” —hizo una pausa— “…propósito. Tengo treinta años. Tenía una gran carrera. Si no tengo un plan, si no empiezo a dar pasos para recuperar mi identidad y recordarme quién soy cada día, puedo llegar a perderme. Estoy soltera. Así que no puedo salir con nadie, porque todos buscamos en Google a las personas con las que podríamos salir. Así que eso también me lo han quitado. ¿Cómo voy a conocer a gente nueva? ¿Qué van a pensar de mí?”

Me preguntó quién más iba a aparecer en mi libro sobre personas que habían sido públicamente avergonzadas.

“Bueno, de momento, Jonah Lehrer”, le respondí.

“¿Y cómo está él?”, preguntó.

“Bastante mal, creo”, le dije.

“¿Mal en qué sentido?” Parecía preocupada —creo que más por lo que aquello pudiera augurar sobre su propio futuro que por Jonah en sí.

“Creo que está roto”, le dije.

“¿Qué quieres decir cuando dices que Jonah parece roto?”, preguntó Justine.

“Creo que está roto, y que la gente confunde eso con falta de vergüenza”.

La gente parecía ansiosa por imaginar a Jonah como alguien sin vergüenza, desprovisto de esa cualidad, como si fuera algo no del todo humano que hubiera adoptado forma humana. Supongo que no es sorprendente que necesitemos deshumanizar a las personas a las que dañamos, antes, durante o después de hacerlo. Pero siempre resulta chocante. En psicología se conoce como disonancia cognitiva. Es la idea de que resulta doloroso y estresante sostener dos ideas contradictorias al mismo tiempo (como la idea de que somos buenas personas y la idea de que acabamos de destruir a alguien). Y para aliviar esa tensión creamos formas ilusorias de justificar nuestro comportamiento contradictorio. Es como cuando fumaba y esperaba que el estanquero me diera el paquete que decía FUMAR PROVOCA ENVEJECIMIENTO DE LA PIEL en lugar del que decía FUMAR MATA —porque, ¿envejecimiento de la piel? Eso no me importaba tanto.



Justine y yo acordamos volver a vernos, pero no antes de unos meses, me dijo. Nos veríamos dentro de cinco. Sentía la necesidad de asegurarse de que esa no fuera su narrativa. “No puedo quedarme en casa viendo películas todos los días, llorando y sintiéndome mal por mí misma”, me dijo. Creo que a Justine no le entusiasmaba aparecer en el mismo libro que Jonah. No se veía en absoluto como alguien parecido a él. Jonah había mentido una y otra vez, de manera sistemática. ¿Cómo podía recuperarse alguien que había sacrificado su carácter y mentido a millones de personas? Justine necesitaba creer que había una diferencia fundamental entre eso y hacer una broma de mal gusto. Había hecho algo estúpido, pero no había destruido su integridad.

No soportaba la idea de quedar fijada en las páginas de mi libro como un caso triste. Tenía que evitar caer en la depresión y en el autodesprecio. Sabía que los próximos cinco meses serían decisivos para ella. Estaba decidida a demostrarles a quienes la habían destrozado que podía levantarse de nuevo.

¿Cómo contar su historia, pensó, cuando apenas estaba comenzando?



***


Al día siguiente de mi almuerzo con Justine, tomé el tren a Washington D. C. para reunirme con alguien a quien había prejuzgado como un hombre intimidante, un temible narcisista estadounidense: Ted Poe. Durante los veinte años que fue juez en Houston, la marca registrada de Poe —famosa en todo el país— consistía en avergonzar públicamente a los acusados de las formas más ostentosas que podía imaginar, “utilizando a los ciudadanos como accesorios en su teatro personal del absurdo”, como escribió una vez el jurista Jonathan Turley.

Dado el entusiasmo cada vez mayor de la sociedad por avergonzar públicamente a las personas, quería conocer a alguien que llevara décadas haciéndolo de manera profesional. ¿Qué pensarían los actuales ciudadanos avergonzadores de Ted Poe —de su personalidad y de sus motivaciones— ahora que, en esencia, se estaban convirtiendo en él? ¿Qué impacto había tenido su frenesí de humillación sobre el mundo que le rodeaba —sobre los infractores, los espectadores y sobre él mismo?



Los castigos de Ted Poe eran a veces estrafalarios —ordenar a delincuentes menores que palearan estiércol, etc.— y otras tan ingeniosos como una pintura de Goya. Como aquel que impuso a un adolescente de Houston, Mike Hubacek. En 1996, Hubacek conducía ebrio a ciento sesenta kilómetros por hora sin las luces encendidas. Chocó contra una furgoneta en la que viajaban un matrimonio y su niñera. El marido y la niñera murieron. Poe condenó a Hubacek a 110 días de campamento disciplinario y a portar, una vez al mes durante diez años, un cartel frente a institutos y bares que dijera: MATÉ A DOS PERSONAS MIENTRAS CONDUCÍA EBRIO. También le ordenó erigir una cruz y una Estrella de David en el lugar del accidente, mantenerlas en buen estado, llevar durante diez años fotografías de las víctimas en su cartera, enviar diez dólares semanales durante ese mismo periodo a un fondo conmemorativo a nombre de las víctimas y asistir a la autopsia de una persona fallecida en un accidente por conducción ebria.

Castigos como este habían resultado psicológicamente insoportables para otras personas. En 1982, un joven de diecisiete años llamado Kevin Tunell mató a una chica, Susan Herzog, mientras conducía ebrio cerca de Washington D. C. Los padres de la chica lo demandaron y obtuvieron una indemnización de 1,5 millones de dólares. Pero le ofrecieron un trato: reducirían la multa a solo 936 dólares si les enviaba un cheque de 1 dólar, a nombre de Susan, cada viernes durante dieciocho años. Él aceptó agradecido la oferta.

Años después, el muchacho empezó a retrasarse con los pagos y, cuando los padres de Susan lo llevaron a los tribunales, se derrumbó. Cada vez que escribía su nombre, decía, la culpa lo destrozaba: “Duele demasiado”, confesó. Intentó entregar a los Herzog dos cajas con cheques ya escritos, fechados uno por semana hasta finales de 2001, un año más de lo exigido. Pero ellos se negaron a aceptarlos.

Los críticos del juez Ted Poe —como el grupo de derechos civiles ACLU— le advirtieron de los peligros de esos castigos ostentosos, especialmente de los realizados en público. Señalaban que no era casualidad que la humillación pública hubiera gozado de tanto auge en la China de Mao, la Alemania de Hitler o la América del Ku Klux Klan: destruye almas, brutaliza a todos, también a los espectadores, deshumanizándolos tanto como a la persona humillada. ¿Cómo podía Poe tomar a personas con tan poca autoestima —al punto de necesitar, por ejemplo, robar una tienda— y exponerlas al escarnio público con el aval de la ley?

Pero Poe desestimaba las críticas. Los delincuentes no tenían poca autoestima, argumentaba. Más bien todo lo contrario. “La gente que yo veo tiene una autoestima demasiado buena”, declaró a The Boston Globe en 1997. “Algunos dicen que todo el mundo debería tener alta autoestima, pero a veces la gente debería sentirse mal”.

Los métodos de humillación de Poe fueron tan admirados en la sociedad de Houston que terminó siendo elegido congresista por el Segundo Distrito de Texas. Actualmente es el “gran orador” del Congreso, según Los Angeles Times, con 431 discursos entre 2009 y 2011, en contra del aborto, la inmigración ilegal, la sanidad pública, etcétera. Siempre los termina con su frase de cabecera: “¡Así son las cosas y punto!”



“No era el ‘teatro del absurdo’”. Ted Poe estaba sentado frente a mí en su despacho del edificio Rayburn de la Cámara de Representantes, en Washington D. C. Acababa de citarle la frase de su crítico Jonathan Turley —“usar a los ciudadanos como simples accesorios en su teatro personal del absurdo”—, y él se mostró irritado. Llevaba botas de vaquero con su traje —otra de las señas distintivas de Poe, como su muletilla y su inclinación a la humillación pública—. Tenía el aspecto y los modales de su amigo George W. Bush. “Era el teatro de lo diferente”, dijo.

El edificio Rayburn es donde todos los congresistas y congresistas mujeres tienen sus despachos. Cada puerta está decorada con la bandera del estado del congresista que trabaja dentro: las águilas calvas de Illinois y Dakota del Norte, el oso de California, la cabeza de caballo de Nueva Jersey y el extraño pelícano sangrante de Luisiana.

La oficina de Poe estaba atendida por hombres texanos guapos y de aspecto serio, y por mujeres texanas duras y atractivas que fueron extremadamente amables conmigo, pero ignoraron por completo todos mis correos electrónicos posteriores en los que pedía aclaraciones o entrevistas de seguimiento. Aunque Poe terminó la entrevista estrechándome la mano con cordialidad, sospecho que en cuanto salí de la habitación les dijo a sus asistentes: “Ese tipo era un idiota. Ignorad todos sus futuros correos electrónicos”.

Me contó algunos de sus castigos públicos favoritos: “Como el joven al que le encantaba la emoción de robar. Podría haberlo mandado a la cárcel. Pero decidí que tenía que llevar un cartel durante siete días:

ROBÉ EN ESTA TIENDA. NO SEAS LADRÓN O ESTO PODRÍA PASARTE A TI.

Estuvo vigilado. Organizamos toda la seguridad. Llegué a perfeccionar el sistema para tranquilizar a quienes se preocupaban por eso. Al final de la semana, el gerente de la tienda me llamó: ‘¡Toda la semana no tuve ni un solo robo en la tienda!’ Al gerente le encantó”.

“¿Pero no está convirtiendo el sistema de justicia penal en un espectáculo?”, le dije.

“Pregúntale al tipo de ahí fuera”, respondió Ted Poe. “No cree estar entreteniendo a nadie”.

“No me refiero a él”, dije. “Me refiero al efecto que tiene sobre la gente que lo ve”.

“Al público le gustó”. Poe asintió. “La gente se paraba a hablar con él sobre su conducta. ¡Una señora quiso llevarlo a la iglesia el domingo y salvarlo! ¡Y lo hizo!” Poe soltó una carcajada aguda y estridente, muy texana. “Le dijo: ‘¡Ven conmigo, pobrecito!’ Al final de la semana lo traje de nuevo al tribunal. Dijo que era la cosa más vergonzosa que le había pasado en su vida. Cambió su comportamiento. Con el tiempo, se licenció. Ahora tiene un negocio en Houston”. Poe hizo una pausa. “He enviado a una buena parte de personas al penitenciario. El 66% de ellas vuelve a prisión. El 85% de los que avergonzamos públicamente no los volvimos a ver. La primera vez fue demasiado humillante para ellos. No era el ‘teatro del absurdo’, era el teatro de lo eficaz. Funcionó”.



Poe resultaba irritantemente convincente, aunque más tarde me admitió que su argumento sobre la reincidencia era engañoso. Poe tenía mucha más tendencia a imponer la humillación pública a los delincuentes primerizos —personas que ya se sentían asustadas, arrepentidas y decididas a cambiar—. Aun así, aquel día estaba aprendiendo algo sobre la humillación pública que no había previsto en absoluto.

Todo había empezado aquella misma mañana, en la habitación de mi hotel, cuando llamé por teléfono a Mike Hubacek, el adolescente que había matado a dos personas en 1996 mientras conducía ebrio. Quería que me contara cómo se había sentido al verse obligado a caminar arriba y abajo por el arcén de la carretera con un cartel que decía:

MATÉ A DOS PERSONAS MIENTRAS CONDUCÍA EBRIO.

Pero primero hablamos del accidente. Me contó que pasó los seis primeros meses después de lo ocurrido tumbado en su celda, reproduciendo el momento una y otra vez en su cabeza.

“¿Qué imágenes revivías?”, le pregunté.

“Ninguna —respondió—. Había perdido el conocimiento durante todo el accidente y no recuerdo nada. Pero pensaba en ello cada día. Sigo haciéndolo. Es parte de mí. Sentí una profunda culpa del superviviente. En aquel momento casi me convencí de que vivía en un purgatorio en vida. Vivía para sufrir. Pasé más de un año y medio sin mirarme en un espejo. Aprendes a afeitarte usando la mano como guía”.

Estando en ese purgatorio, dijo, se había resignado a pasar el resto de su vida en prisión. Pero entonces Ted Poe, de forma inesperada, lo liberó. Y de pronto se encontró caminando arriba y abajo por el arcén de la carretera con aquel cartel en las manos.

Y allí, al borde de la carretera —contó—, comprendió que tenía una utilidad. Que podía convertirse, en esencia, en un cartel viviente que advirtiera a otros sobre el peligro de conducir bajo los efectos del alcohol. Hoy en día da charlas en colegios sobre esos riesgos. Es dueño de un centro de reinserción —Sober Living Houston—. Y le atribuye todo ello al juez Ted Poe. “Le estaré agradecido para siempre”, dijo.



Mi viaje a Washington D. C. no estaba resultando como había esperado. Había supuesto que Ted Poe sería una persona tan terrible y un modelo tan negativo que los verdugos de las redes sociales se darían cuenta con horror de en qué se estaban convirtiendo y prometerían cambiar su comportamiento. Pero Mike Hubacek pensaba que su humillación pública había sido lo mejor que le había pasado en la vida. Y eso era especialmente cierto, me dijo, porque los espectadores habían sido muy amables. Había temido insultos y burlas. Pero no. “El noventa por ciento de las reacciones en la calle fueron ‘Dios te bendiga’ y ‘Todo va a salir bien’”, me contó. Aquella amabilidad lo fue todo, dijo. Lo hizo soportable. Lo puso en el camino de la redención.

“Las humillaciones en las redes sociales son peores que las suyas”, le dije de pronto a Ted Poe.

Pareció sorprendido. “Son peores”, respondió. “Son anónimas”.

“O, aunque no lo sean, hay tanta gente sumándose que es como si lo fueran”, dije.

“Son brutales”, dijo él.

De pronto me di cuenta de que, durante toda nuestra conversación, había estado usando la palabra ellos. Y cada vez que lo hacía, sentía que estaba siendo cobarde. La verdad era que no eran ellos los brutales. Éramos nosotros.



En los primeros tiempos de Twitter no existían las humillaciones públicas. Éramos como Eva en el Jardín del Edén. Charlábamos sin pensar demasiado en lo que decíamos. Como alguien escribió entonces: “Facebook es donde les mientes a tus amigos; Twitter es donde dices la verdad a los desconocidos”. Mantener conversaciones divertidas y sinceras con personas afines que no conocía me ayudó a sobrellevar los momentos difíciles que se desarrollaban en mi propia casa.

Luego llegaron las humillaciones de Jan Moir y de LA Fitness —humillaciones de las que sentirse orgulloso—, y recuerdo lo emocionante que fue cuando multimillonarios malvados y distantes como Rupert Murdoch o Donald Trump se abrieron sus propias cuentas en Twitter. Por primera vez en la historia, teníamos un acceso casi directo a oligarcas encaramados en sus torres de marfil. Nos volvimos extremadamente atentos a las transgresiones.

Con el tiempo, no solo estábamos atentos a las transgresiones, sino también a los deslices verbales. La furia ante la maldad ajena empezó a consumirnos demasiado. Y la ira que se desataba parecía cada vez más desproporcionada respecto a cualquier tontería que hubiera dicho alguna celebridad. Ya no se sentía como sátira, ni como periodismo, ni como crítica. Se sentía como castigo. De hecho, resultaba extraño y vacío cuando no había nadie de quien estar furioso. Los días entre humillaciones eran como días pasados mordiéndose las uñas, flotando sin avanzar.

Me había horrorizado la crueldad de quienes destrozaron a Jonah mientras trataba de disculparse. Pero ellos no eran la turba.

Nosotros éramos la turba. Llevaba más de un año haciendo lo mismo con total despreocupación. Había caído en una nueva forma de estar en el mundo. ¿Quiénes eran las víctimas de mis humillaciones? Apenas podía recordarlo. Solo tenía un recuerdo muy vago de las personas contra las que me había abalanzado y de las cosas terribles que habían hecho para merecerlo.

En parte, esto se debe a que mi memoria se ha deteriorado mucho en los últimos años. De hecho, hace poco estuve en un spa —mi esposa lo reservó como sorpresa especial, lo que demuestra que en realidad no me conoce, porque no me gusta que me toquen— y, mientras yacía en la camilla de masajes, la conversación derivó hacia mi mala memoria.

“¡Apenas recuerdo nada de mi infancia!”, le dije a la masajista. “¡Todo se ha borrado!”

“Mucha gente que no recuerda su infancia”, respondió ella mientras me masajeaba los hombros, “resulta que fue víctima de abusos sexuales. Por parte de sus padres”.

“Bueno, de eso sí me acordaría”, le dije.

Pero no era solo culpa de mi pésima memoria. Era la pura cantidad de transgresores a los que había reprendido. ¿Cómo podía recordar a tanta gente? Bueno, estaban los hombres de los spambots. Por un instante, en el despacho de Poe, recordé con cierta nostalgia el momento en que alguien sugirió que los gaseáramos. Aquello me había producido una sensación tan buena que casi daba pena analizarla, preguntarme por qué me había seducido tanto.

“El sistema judicial en Occidente tiene muchos problemas —dijo Poe—, pero al menos existen reglas. Tienes derechos básicos como acusado. Tienes tu día en el tribunal. No tienes ningún derecho cuando te acusan en Internet. Y las consecuencias son peores. Es algo mundial y para siempre”.

Resultaba satisfactorio ver cómo el equilibrio de poder se invertía hasta el punto de que alguien como Ted Poe temiera a gente como nosotros. Pero él nunca habría condenado a nadie a sostener un cartel por algo de lo que no hubiera sido declarado culpable. No habría sentenciado a alguien por contar un chiste que saliera mal. Las personas a las que estábamos destruyendo ya no eran solo figuras públicas como Jonah, que habían cometido auténticas faltas. Eran individuos privados que, en realidad, no habían hecho nada demasiado malo. Seres humanos corrientes obligados a aprender técnicas de control de daños, como las corporaciones que intentan superar un desastre de relaciones públicas. Era algo muy estresante.

“Somos más aterradores que usted”, le dije a Poe, impresionado.

Poe se recostó en su silla, satisfecho. “Son mucho más aterradores —dijo—. Mucho más aterradores”.



Éramos mucho más aterradores que el juez Ted Poe. Las personas poderosas, desquiciadas y crueles sobre las que suelo escribir suelen estar muy lejos. Las personas poderosas, desquiciadas y crueles éramos ahora nosotros.

Se sentía como si fuéramos soldados librando una guerra contra los defectos ajenos, y de pronto se hubiera producido una escalada en las hostilidades.






* Sobre el autor:
Jon Ronson (Cardiff, 1967) es un periodista y escritor británico conocido por su tono irónico y sus investigaciones sobre el poder, la locura y la cultura contemporánea. Autor de The Men Who Stare at Goats y So You’ve Been Publicly Shamed, combina humor y crítica social en su obra.


* Imagen: “Any Number Of Preoccupations,” 2010, de Lynette Yiadom-Boakye.

* Fuente: “God That Was Awesome”, capítulo del libro So You’ve Been Publicly Shamed, de Jon Ronson.






Nota:
[1] Jonah Lehrer, otro de los protagonistas de So You’ve Been Publicly Shamed. Capítulo: “The Wilderness”.