He visto a mujeres y hombres llorando, riendo, cantando, cayendo en masa a una fosa común desproporcionada, donde todos esperan un milagro que no sucede nunca. El mismo milagro que los hizo irse como perros asustados o gusanos de Isla. Me gusta decir la palabra oruga, el gusano gordo que después se convierte en algo que vuela, autosuficiente. O que si no le da la gana, no vuela.
He visto, en foránea tierra, irse llenando un espacio del mismo tipo de gente que se llena en coterránea. El 11 de julio de 2021 y también al siguiente día, los portales del Versailles, restaurante de comida típica cubana frente a la calle Ocho, se llenaron del mismo tipo de gente que se llenaron las calles en todas las provincias, municipios-cabecera, calles principales y menos principales, barrios, parques, intersecciones, monumentos y semáforos de Cuba. Se llenaron de la misma manera, sin que nadie se pusiera de acuerdo, sin que nadie lo planeara.
Los portales del Versailles y la calle Ocho aledaña, ese perímetro específico, ha sido históricamente el lugar donde las personas naturales de Cuba se juntan si hay que juntarse. Se abrazan, vociferan y celebran, si hay que celebrar y vociferar (la muerte de un dictador); se abrazan, escandalizan y forman complain, si hay que vociferar y escandalizar y formar complain. La palabra complain expresa disconformidad.
Las personas naturales de Cuba reunidas el 11 de julio y también el 12, en espacio ancho, indelimitado ya por razones obvias de masa inmensa, expresaron disconformidad con la forma de gobierno de su país de origen, una cosa muy turbia, muy engañosa y mentirosoide, llamada Dictadura. Expresaron apoyo hacia las personas naturales de Cuba que permanecen en fosa común desproporcionada, donde todos esperan un milagro que no sucede nunca: la caída.
El 11 de julio al mediodía lo que yo quería era lavar, pero ella me mandó un video de personas naturales de Cuba manifestándose en un barrio de Cuba en contra de la dictadura, pidiendo comida y medicina, pidiendo libertad. Yo estaba esperando a que se desocuparan las lavadoras y las secadoras del edificio, pero ella me mandó ese primer video impensable, que se expandió como ventolera por sobre todas las cabezas cubanas del mundo, paseándose así, sublime.
Después de ese video vinieron otros y otros y otros y otros, provenientes de distintos lugares de la Isla, también la falta de miedo se expandió como ventolera caribeña, vientos alisios, huracán categoría cinco de la escala del cansancio humano. Nada podía detenerlos, a los seres humanos natales de un país-cadáver, porque nadie merece ser cadáver.
Le dije que no saliera, impulsada por una preocupación que debe haber sido la preocupación de todas las novias y los novios separados de sus amores. Nadie quiere que le pase nada a esa persona que es lo que más desea y necesita uno, para ir juntas —o juntos— a esperar que las lavadoras y las secadoras se desocupen. Besarse por el pasillo, aguantarse de barandas, ennoviarse. Quererse así autosufientemente. Por eso le dije que no saliera, que yo iba a salir por ella, al Versailles. Lo único que al Versailles no es peligroso salir.
Dejé la ropa lavando y me fui al lugar donde las personas naturales de Cuba, como yo, se manifiestan históricamente. Nunca voy al Versailles, pero hace poco fui a conocer a Paola Fiterre, una de las fotógrafas cubanas más hermosas de la vida. La mesa estaba llena de fotógrafos. Yo estaba recién vacunada y casi no pude hablar, pero dije “Mucho gusto”.
Ayer, Paola me dijo: “Necesito ir a Cuba, estoy preguntándole a todo el mundo”. Yo también, ¿cómo vamos? “Tú tienes a Cemí, no puedes, de mí no depende nadie”. Pero es de pinga, Paola. “Si te enteras de vuelos que salgan de Miami o de donde sea, dímelo”. Yo te aviso, Paola, ve y tráemela. “Dios mío, lloro”. Paola Fiterre llora y las personas naturales de Cuba lloran. Todas las lágrimas negras de todas las canciones famosas se derraman sobre la tierra caliente del verano de nuestras vidas. Todos lo sentimos tanto. ¿Por qué llegamos a esto?
Llegué al Versailles sobre las dos de la tarde y ya había bastantes personas ahí, naturales de una Isla más hermosa que Canaán y más muerta que sus víctimas fallecidas por Covid. Una Isla a la que han ido desollando poco a poco, a base de ideología. Una Isla exuberante, de miseria y decaimiento. Mi amor tiene decaimiento, mis amigos se refugian en poemas. Yo también voy pasando por un túnel.
Poco a poco se fue llenando, en poquísimo tiempo, el perímetro que ocupa el restaurante, sus aceras y proscenios. Siempre he visto al Versailles como eso, un gran escenario vernáculo, a veces incluso ridículo, pero el 11 de julio entendí que la única ridícula soy yo, si pienso eso. Había una muchacha con una pancarta grande, escrita a mano, que decía: “VIVA CUBA LIBRE, SE CAYÓ ESTA PINGA”. La pinga en la pancarta refiere a lo obsoleto.
Antes de llegar al Versailles, le mandé un mensaje al fotógrafo cubano Jorge Pérez para que nos encontráramos ahí y documentar de alguna forma el hecho histórico más importante de este año en la historia imperativa de Cuba, pero Jorge Pérez andaba lejos, pasando el domingo con sus hermanos. Que los cubanos dentro de Cuba hubiesen empezado a manifestarse solos, sin previa organización, sin líder, nos había cogido a todos por sorpresa. Esta vez, el límite de la precariedad, el límite de la atrocidad, era el líder de una manifestación encojonadamente masiva.
Mientras las calles de Cuba se llenaban de personas que no tienen nada que perder, porque ya lo perdieron todo, hasta el miedo, el Versailles también se llenaba de personas que salieron de la Isla como perros o como gusanos de Isla. Personas que pensaban diferente, pero que cantaban el Himno Nacional igual, con una amigdalitis crónica de desesperación y ansias.
A media tarde, presidente malhablado enunció discurso malnacido y vil. En ese discurso malhabló y susurró, escondido detrás de nasobuco parlante, pronunciando palabras que ni siquiera existen. Palabras como “habemos” y “revolucionarios”. Porque esos revolucionarios a los que él se refiere, en concepto equivocado de revolución, no existen. De todas formas, dio la orden de combate, convirtiéndose en epíteto de sí mismo, como diría al día siguiente, con sus propias estúpidas palabras.
Regresé al edificio y cambié la secadora, para volver al Versailles de inmediato. Demoré cuarenta minutos en llegar desde Le Jeune, la avenida 42, hasta la esquina de La Carreta, frente al Versailles, donde doblé a mano derecha y traté de parquear por ahí cerca. Por la calle Ocho era imposible transitar. Una masa contundente de personas naturales de Cuba inundaba el espacio, haciéndolo suyo. La policía del condado de Miami Dade, sin tener orden de permiso, apoyó deliberadamente nuestra manifestación. Al siguiente día, igual. Un apoyo y una protección salidos, estoy segura, del corazón natural del verano.
El fotógrafo Jorge Pérez se encontró conmigo en la puerta del baño de la cafetería del Versailles. Llevaba un rato haciendo fotos cuando llegué, por segunda vez. “Tengo que ir al baño”, le dije, “me estoy meando en los pantalones”. Nos fuimos juntos, después, a pararnos al lado de la tarima. La tarima era una camioneta con un micrófono donde cualquiera se subía y vociferaba, sin garganta ya, en apoyo a la libertad de Cuba, en apoyo a todos los cubanos que habían salido de sus casas sin miedo a expresarse y respirar; personas naturales del mismo país que yo, que habían salido de sus casas pacíficamente, sin armas, desprotegidos.
A esa gente la estaban reprimiendo, a golpe limpio, a balazo limpio. A esa gente la estaban desapareciendo. Sería una noche horrible en una Isla horrible, llena de desapariciones y personas moribundas. Sería una noche sin comunicación. Te extraño mucho. ¿Hace más de cuántas horas que no hablamos?
El fotógrafo Jorge Pérez y yo vimos a Rosa María subirse a la camioneta-tarima y hablar, en la manifestación del Versailles, a 90 millas de Cuba: “Este es el momento que estábamos esperando: la gente está en la calle reclamando Patria y Vida, Libertad; mi papá me lo dijo, él me dijo que la noche no será eterna; queremos ir, tenemos derecho a ayudar, queremos ayudar, queremos ayudar, queremos ayudar”.
He visto la lluvia lavando a Miami, cayendo diagonal sobre cabezas de hombres y mujeres levantados en apoyo a hombres y mujeres desamparados. La lluvia en ráfagas por toda la calle Ocho desde Le Jeune hasta Caballero Rivero. Un kilómetro de tramo físico, emocional. Vi esa lluvia guarecida en mi automóvil, con mi hijo sentado detrás de mí, diciéndome que quería una bandera cubana. Yo también quería una bandera cubana.
Una semana antes empezó la fiebre. Me dijo que no podía ir al policlínico. Que si iba al policlínico se la iban a llevar para un centro de aislamiento. Le dije que no podía ir al policlínico. Que si iba al policlínico se la iban a llevar para un centro de aislamiento. Que no se la podían llevar para un centro de aislamiento porque la gente se muere ahí. Porque los centros de aislamientos eran campos de concentración. Porque los médicos estaban pidiendo la baja. Porque Cuba colapsó. Porque me muero si tú te mueres.
Una semana antes Soleida Ríos me mandó un poema. No me lo mandó escrito, sino leído. La voz de Soleida Ríos en mi buzón de WhatsApp siempre suena a sentencia, a cosa que necesito atender:
“La muerte describe un círculo brillante encima de este hombre
La muerte brilla dulcemente sobre su cabeza
La muerte sopla en la caña madura de sus brazos
La muerte galopa en la prisión como un caballo blanco
La muerte luce en la sombra como los ojos de los gatos
La muerte hipa como el agua bajo las rocas”.
Eso leía Soleida Ríos para mí. El poema de Aimé Césaire que quise recitar en el Versailles, si me hubiera subido a la tarima, con una bandera cubana y una pancarta escrita a mano.
© Imágenes de interior y portada: Jorge Pérez.
El discurso del anhelo
Cuba se rompe en mil pedazos mientras el discurso del odio se apodera de unos y otros. Las piedras y bofetadas se cruzan ante una misma necesidad. La catarsis no puede ser baldía, la violencia no debe ser la vía.