Habría preferido que las manifestaciones del 11 de julio hubiesen sido estrictamente pacíficas, sin actos de vandalismo ni violencia policial, sin piedras, ni palos, ni patrullas volcadas, ni periodistas heridos, ni llamados a la intervención militar de países extranjeros, ni artistas lanzados como sacos de escombro a la cama de un camión, ni jóvenes presos por protestar contra un gobierno que sistemáticamente se ha negado a escuchar.
Me habría encantado que quienes exigían libertad y gritaban “Patria y Vida” —tanto como quienes vitoreaban a los líderes históricos y actuales de su partido único— hubiesen marchado por las calles ante la mirada atenta pero serena de las tropas antidisturbios, que el Presidente de la República hubiese conminado a los agentes del orden a evitar en lo posible el uso de la fuerza e invitado a los manifestantes a expresar sus demandas con civismo.
Habría sido feliz si las fotos y los videos que han ilustrado la noticia en todo el mundo no hubiesen contenido las expresiones de intolerancia y odio que hemos visto, tan duras, tan difíciles de asimilar; si después de marchar hubiesen regresado todos a sus casas sin represalias, sin heridas, con la certeza de que su voz —la de cada parte— había sido oída en un ambiente civilizado.
Pero sé que algo así es casi imposible. No tanto por lo inusual que ha sido hasta ahora una manifestación de rechazo a los sucesivos gobiernos del “período revolucionario” —o contra alguna de sus decisiones—, sino por la intolerancia de esos gobiernos a la protesta, aunque esta fuese tan pacífica y silenciosa como las que protagonizaban domingo tras domingo las Damas de Blanco. Actos menos disruptivos del orden público, como un cartel alzado por un par de menudas ciudadanas, jóvenes y cultas, han recibido respuestas desmedidas. Y a todos se los ha tratado como “contrarrevolucionarios”, que en este país significa poco menos que “alimañas que merecen exterminio”.
Por eso, cuando vi las primeras imágenes de la manifestación en San Antonio de los Baños, antes de que cortaran la Internet y el presidente apareciera ante las cámaras, supe que habría represión. Es lo habitual.
Nunca imaginé, sin embargo, que la manifestación se extendiera hacia todas las regiones del país y lograra sumar a tantas personas. Esa magnitud es absolutamente inusitada y no se explica solo con las causas que ha enumerado la prensa estatal: el contubernio entre empresas y políticos de la Florida, la manipulación automatizada de las redes sociales, un puñado de anexionistas autóctonos y el cruel bloqueo estadounidense. Otras causas internas, como las penurias y la falta de información de algunos “revolucionarios confundidos” tampoco alcanzan a explicarlo, si tenemos en cuenta que el reclamo general fue de libertad y que los principales insultos se dirigieron al Presidente de la República y a su gobierno.
No imaginé, tampoco, que las expresiones de violencia alcanzarían tal intensidad. Ya había visto, en 1994, el célebre “maleconazo” con el que se ha comparado este nuevo suceso. Entonces hubo también saqueo de tiendas a las que la población no tenía acceso, y brigadas de choque integradas por civiles —constructores del Contingente Blas Roca, diestro en fabricar hoteles y propinar golpizas a los revoltosos finiseculares— e instigadas con astucia por las autoridades para calzar el conveniente relato de “el pueblo trabajador contra un grupúsculo de gusanos”. Pero aquel evento fue localizado y la instigación no fue pública, sino que se hizo parecer espontánea, aunque no dejó de elogiarse. Esta vez, por el contrario, el llamado fue a través de los medios masivos, con transmisión en cadena y reproducción en todas las plataformas informativas bajo control del partido: “La orden de combate está dada —dijo Díaz-Canel—, a la calle los revolucionarios”.
Y a la calle salió, a combatir contra la parte desafecta del pueblo, esa otra parte siempre leal al Gobierno, armada con palos y piedras, junto a policías y brigadas especiales entrenadas en el arte de la guerra.
Lo que ocurrió después es todavía confuso. El escenario fue múltiple, simultáneo y no en todos los lugares el choque alcanzó igual intensidad. Poco a poco irá armándose el rompecabezas, si es que logra armarse totalmente. En cualquier caso, la reyerta de 1994 no es comparable en gravedad ni extensión con los enfrentamientos del pasado 11 de julio, ni estuvo precedida por meses de conflictos, llamados al diálogo y a la insurrección, alianzas y desavenencias, escaramuzas y detenciones, debates públicos y campañas mediáticas, como lo estuvo este. Tampoco es plausible que la salida de la crisis actual sea, como lo fue entonces, una apertura de la frontera y un éxodo masivo, aunque también ahora tenemos balseros. En cualquier caso, el éxodo demorará unos meses mientras la pandemia limita la movilidad.
Todos los medios del aparato propagandístico del Estado coinciden en el reproche de que las manifestaciones no fueron pacíficas y muestran los actos violentos de algunos delincuentes como si estos hubiesen sido la norma y no la excepción. Ninguno de esos medios se atreve a exhibir a las turbas de falsos revolucionarios apaleando a sus compatriotas. Aunque el NTV ha difundido sin asomo de vergüenza los testimonios de quienes salieron en pandilla a lanzar piedras en nombre de Fidel, hombres que muestran sus heridas como pruebas de heroísmo, convencidos de la legalidad de sus actos y dispuestos a volver a hacerlo porque “las calles son de los revolucionarios”. Nadie ha visto mal esa violencia.
Los peritos buscan a los instigadores del gran crimen, interrogan, hurgan en las redes sociales, en las cámaras, pero nadie fija su vista en quien dio la orden de combate. ¿Cuán pacífica puede ser una manifestación en esas circunstancias? Y todavía hoy los sindicatos han salido a recabar la lealtad incondicional de los trabajadores al gobierno. “Pa lo que sea”, dicen e intentan reactivar las Brigadas de Respuesta Rápida ante la posibilidad de nuevas protestas. Pero nadie se pregunta qué defienden, cuál es la distinción entre socialismo y barbarie.
Atónito, con dolor, incrédulo, leo las noticias, miro los videos, oigo los cuentos de primera o segunda mano que me llegan, advierto cómo se van posicionando ante este hecho inédito de nuestra historia las celebridades, los políticos del orbe, los vecinos del barrio. Mi lealtad es con el pueblo, me digo, pero el pueblo está dividido. Mi lealtad es con el pueblo, pero ¿incluso con esos que descargaron un garrote contra el cuerpo de otro y se ufanan?, ¿incluso con aquellos que aprovecharon la ocasión para robar, o que dieron rienda suelta a su frustración lanzando piedras contra el cederista que también es pueblo? Mi lealtad es con todos ellos, sí, aunque no apruebe su actuación, y me desgarra: con los marginales y los doctores en leyes, con las madres que lloran por sus hijos detenidos y las que rezan por sus hijos policías. Cómo es posible ser leal a todos ellos, no sé, pero es posible de algún modo doloroso. Lo que no me es posible, lo que no quiero ni puedo hacer, es apoyar a esos que sin pudor echaron a pelear a unos contra otros para mantener su privilegio en la cumbre, y luego hablan de amor, de justicia, de distanciamiento para evitar el contagio.
Díaz-Canel ha declarado que “la Revolución no ofrecerá la otra mejilla” y me pregunto a qué mejilla se refiere, cuál ofreció alguna vez, de qué habla con imposturas de Cristo rencoroso, contra quién. Pido luz para mi pueblo y también para él, pero ni él ni su partido excluyente tendrán mi apoyo. Mi lealtad es con el pueblo.
11J: el estremecimiento de una nación
El poder ha sido incapaz de comprender que su mayor peligro no está en aceptar las políticas de cambios, sino en frenarlas, detenerlas, reprimirlas, desarticularlas. Esta es la causa eficiente de la manifestación cívica del 11Jconvertida en estallido social.