Era lunes 9 de marzo y desde el miércoles Luis Manuel Otero Alcántara estaba detenido y a la espera de juicio, ya ni sé por cuáles o cuántos delitos, tampoco me importaban entonces. Estábamos invitadas varias mujeres a un desayuno/celebración en la residencia de la Encargada de Negocios de los Estados Unidos en La Habana. Se habló de las que subvirtieron antes el natural impulso domesticador de los Estados y sus leyes, y entre las presentes se contaba una mayoría de irredentas, aunque para ser más precisa diré que casi todas disidentes, unas asumidas, otras veladas, y alguna infiltrada. Pude leer tarjetas con nombres de las que no pudieron llegar, luego las supimos perseguidas, detenidas e interrogadas.
Yo hablé cuando llegó mi turno. No obstante, comí más de lo que dije: raro, pero necesario. Sabía que esa noche sería la primera en un calabozo y, previendo, debía ser “camella” por un día.
A la salida preferí el transporte hacia el Vedado. Todo estaba hablado desde la noche anterior: mis compañeros de protesta me encontrarían, pasado el mediodía, en un punto cercano a 23 y 12, el objetivo sería la galería de arte.
Había un artista plástico encarcelado y a la espera de juicio, en aquel sitio se censuró mucho arte y tal sandez contribuyó a la independencia que es ahora aspiración de la mayoría: el outsider ya es tendencia.
Los presos no tienen más nada que hacer que hablar (hasta fabular) de lo que “suene” en la calle, así que… ¿Protesta + Galería de 23 y 12? LuisMa sabría al instante que era por él, y los de la barricada contraria sabrían que en la nuestra había plena disposición combativa, vigente al momento de esta narración.
Galería 23 y 12, planta baja Edificio Sarrá.
De la parada pacífica, otro guiño contracultural con destinatario preciso (a LuisMa le encanta lo referencial), y luego de la interpelación de la consabida turba decrépita y famélica, caminamos algunos metros seguidos por un engendro humanoide al servicio del aparato represivo. Llegaron las patrullas y nos condujeron a la estación policial de Zapata y C, legendario centro de torturas contra los jóvenes revolucionarios que derrocaron a uno de nuestros varios y endémicos dictadores: Fulgencio Batista.
Los calabozos ocupan el espacio del foso; creo que lo sabía por haber leído a Manuel Cofiño en mi adolescencia. Me tocó uno al final, frente al Control, que es el oficial de guardia. Era de 3×2 metros, más o menos, con un hueco hacia el fondo donde se ubicaba un servicio sanitario: no lo vi, solo lo respiré.
Al llegar, ya Cándida estaba allí. Desde media mañana la habían cogido. Creo que me dijo que tenía 52 años; su cuerpo aún podía presumir de 45, pero el rostro le adelantaba dos décadas: lucía como una anciana con la agilidad de una mujer en la media rueda. Me senté a su lado en la litera de concreto, dobladas las espaldas de ambas porque a poca altura estaba el otro entrepaño. Ella llamaba continuamente al guardia, no le hacían caso; gritaba y tampoco venía nadie. Le habían dicho que a mitad del día el instructor vería su caso y definiría la sanción (multa), pero terminaba la tarde y nada. Cándida se descontrolaba, su familia no sabía nada, no la dejaron avisar.
A intervalos, mi compañera de celda entendía que ya nadie iba a decirle nada, y se volvía a sentar. Ya más cansada, me preguntó, después de mirarme de la cabeza a los zapatos: “¿Y tú por qué estás aquí?”. Le conté, me miró fijo y me dijo: “Esto está de madre”. Entonces me lancé a averiguar.
Me dijo que estaba allí porque la pescaron con tres tanquecitos de lejía de cloro. Ella limpia los carritos en varios parques de diversiones, junto con dos “muchachitas”, y consiguió lejía de cloro para las tres. Pero, “si era una sola, y tres los recipientes, estaba acaparando”, fue lo que le dijo el del DTI (Departamento Técnico de Investigación), y la montó en el camión.
Cándida no sabía que desde el viernes habían soltado a la jauría de cazadores para depredar a los vendedores ambulantes, considerados indeseables y delincuentes en potencia. Al subir al camión, las otras detenidas le comentaron que ya había salido la “Ley de Díaz-Canel” (el recrudecimiento de la prohibición de la venta ambulante, amparada en la suspensión del otorgamiento de patentes en 2017: Resolución No. 22/2017). El presidente no iba a dejar ni a una sola de ellas en la calle; pedía una “limpieza”.
Mientras yo esperaba en el patio de la estación a que la soldadesca de la Seguridad del Estado se pusiera de acuerdo con sus mandos y decidieran qué hacer, vi bajar a otras dos mujeres de un camión (los policías cargaban jarros, escobas, cubos, entre otros objetos utilísimos para el cotidiano de toda la patria). Eran Yesenia y Yarisey, que no llegaban a los 35 años; una mulata y la otra negra. Cándida era mestiza, pero pasaba por blanca. Cuatro mujeres de diferente apariencia, igualadas en 3×2 metros, ninguneadas y puestas a disposición de un entramado opresivo que no debe responder ante nadie, solo perdurar.
Es complejo ordenar los diálogos; han pasado meses y recordar es tan doloroso un día como al siguiente. Yesenia, la mulata, era fuerte, intimidante al principio; Yarisey era una gordita joven, la nobleza en su cara y la voz desesperada rogando que la dejaran llamar a casa de un vecino para que el marido bañara y diera la comida a los niños (tres).
Pasaron horas. Cándida llamaba al guardia, pero le decía niño; Yesenia le indicó que usara oficial, porque ellos se acomplejan si no les dicen así. Las tres se pusieron a gritar, vino un guardia, dijo que las llevaría al teléfono, no lo hizo. Yo sabía que no lo haría; era un zoquete que las miraba con sorna y gozaba morbosamente al vernos entre rejas, en ese hueco sin localización en el mapamundi de la racionalidad: para él, su espacio de gloria.
Como a la hora, luego de otra tanda de súplicas, vino el Control, que las fue sacando a llamar. Ya era de noche, según calculamos: no hay visibilidad al exterior. Se calmaron un poco y me corrí en la litera para que Yesenia se sentara; Yarisey no podía, porque estaba menstruando y la sangre le corría por los muslos. Fue al baño, pero seguía drenando; dijo que era nervioso. No tenía más íntimas y nos comentó que el baño ya estaba muy sucio, que le daba pena con nosotras… Aunque solo me miró a mí. Sentí vergüenza de mi vestido blanco de estreno, de mi nariz respingada y de lo blanca que luzco: represento cosas que a ella la dañan, desde siempre.
Yesenia había pedido un cubo de agua, y nada. No llegaba.
Entonces, este carácter que me condena y salva, se apoderó de mí. Posesa o endiablada (al decir de mis amigos), llamé al oficial. Llegó el cubo de agua y el inodoro fue descargado. También dije que tenía galletas y yogur en mi cartera, así que comimos y fuimos hablando. De nuevo tuve que explicar mi presencia allí. Yesenia y Yarisey me dijeron que habían visto por la antena a una Dama de Blanco que llegó a Miami en silla de ruedas, que aquí casi la matan, y que si yo también era Dama de Blanco.
Ni Cándida ni ellas sabían nada de oposición política, pero de Damas de Blanco sí. Eso me paralizó: las mujeres cubanas saben de las Damas de Blanco, y las respetan. Me comentaron que son fuertes, y no se dejan abusar en las estaciones de policía. A las Damas de Blanco las respetan las que venden en las calles, las que Díaz-Canel manda a perseguir.
Yesenia era fuerte por todas; la que dirigía aquella tertulia carcelaria era ella. No tenía hijos y, como Yarisey, vino de Oriente. Ahora vivían en San Miguel del Padrón. Cándida también era de aquellas provincias, pero vino antes y se notaba: era menos pobre, tenía casa de placa con teléfono fijo.
Las tres me escuchaban. Salió a relucir mi condición de salud, porque llegaron al tema del desastre de la salud pública. En fin, que acabaron aconsejándome que no me metiera en nada, que yo estaba enferma y tenía que cuidarme. Poco les faltó para cargarme. Yarisey me cogió la mano y pasó la suya por mi brazo; ella y Yesenia repetían que “esta gente es mala, nos van a matar de hambre o nos meten presos, pero no van a soltar”.
Nuestro contubernio fue pausado porque dos policías mujeres vinieron a buscarme, me llevaron hasta una oficina ahí mismo en el foso. Dentro, un hombre de civil, la cara más limpia que los otros de apariencia marginal que usualmente nos reprimen. El tipo saluda, le doy las buenas horas y me convida a entrar. Lo miré asombrada, y era real mi sorpresa, “Ustedes saben perfectamente que yo no hablo con la Seguridad del Estado, háganme el favor de llevarme para el calabozo”, jiji inmediatamente mutó a odio el semblante de ese personajillo con pretensiones de James Bond de guardarraya, “llévenla pal calabozo”.
Esto lleva un emoticón: imagínense la burla/desprecio espetada al rostro de aquel tipejo. Mi usual altanería fue a más, y solo vi delante a una cucaracha; creo que él sintió como sus brazos se convertían en patas y le salían antenas. No me dio el asco de siempre, solo ganas de eliminarlo, como hago con las cucarachas cuando se me ponen a tiro.
Así que, de regreso a mi lugar, retomamos la cháchara. Mis dos amigas más jóvenes me contaron que ellas sí sabían de la “Ley de Díaz-Canel”, y que había empezado el viernes, pero Yarisey había invertido sus únicos 2000 pesos en mercancía, pensaba pagar y le quedaba para comer y volver a comprar a su proveedor. Yesenia la acompañó por ayudarla con la carga; venden en el Vedado porque ya conocen la zona, a pesar de que siempre hay mucho policía encubierto.
Ninguna estaba al corriente de la redada contra vendedores ambulantes que había tenido lugar el mismo viernes en Arroyo Naranjo. Una operación policial que fustigó a cuentapropistas con licencia para vender productos de ferretería, multándolos con cuotas de hasta 4500 pesos, así como también a los ambulantes no patentados, la mayoría sin residencia formal en La Habana.
Cabe decir que desde 2017 quedó suspendida la entrega de nuevas licencias para ejercer la mayoría de los oficios que antes había autorizado el Estado, sin que por ello haya mermado el ejercicio de estas actividades regidas por relaciones tácitas de oferta y demanda (Resolución No. 22/2017. En virtud de la cual se paralizó la entrega de licencias de Trabajo por Cuenta Propia, entre ellas la de “productor o vendedor de artículos varios de uso en el hogar”).
Yarisey empezó a llorar; Yesenia tan segura pero nunca cruel, le recordó que era hipertensa y que ya había tenido problemas con eso. Nadie les explicaba qué pasaría con ellas, nadie les hablaba, no las veían. Yarisey no paraba de gemir, yo pensé que era por los niños, y porque prácticamente se estaba desangrando, pero empezó a repetir que le iban a decomisar la mercancía y además le pondrían una multa de 2000 pesos, es decir, 4000 en total, ¿de dónde los sacaría? ¿Qué le iba a decir a su marido y a los niños?
De los 2000 a los 4000 pesos iban y venían los sollozos. La sangre ya había llegado a las medias blancas y a las chancletas de goma. Hacía frío, pero estaba claro que ellas no tenían zapatos cerrados. Chancleteaban La Habana por no tener otra cosa que ponerse en los pies. Nada de folclor caribeño: miseria, sin adjetivos.
Yo me hundía, a la par que se reforzaba la convicción de la libertad inaplazable. Ellas son mejores, nacieron con la vida en contra y le fueron arriba; ahora, en plena pandemia, deben lidiar con la policía y la sobrevivencia, o intentar vivir a pesar de la policía, que viene siendo lo mismo.
Me llamaron al buró del Control. Vinieron dos policías y me dijeron que me iban a soltar, que me llevarían hasta mi casa. Pedí permiso al guardia y les di el yogur y las galleticas dulces que quedaban a mis compañeras. En realidad, tenía aún dos vasitos de yogur, pero algo pasó por mi cabeza, no soy tan buena, así que en el último minuto dejé uno en mi cartera.
No me dieron mi carnet de identidad; el patrullero me dijo que al llegar a mi casa lo entregarían. Subí a la patrulla, pero el camino no era el de mi casa, les pregunté a dónde me estaban llevando, respondieron hablando entre ellos de cualquier cosa. En la radio escuché algo de Regla; imaginé que iba para esa estación. Allí pasé la noche.
Ofrecimientos falsos de que me irían a buscar agua de beber, obvio que ni bebería ni comería de su oferta. Al amanecer me sacan del calabozo para ver a una figura femenina con porte de tiñosa y ademanes de alacrán, reflejo de generaciones hambreadas y envilecidas en la promesa de ascenso social a partir del sobrecumplimiento de dosis represivas contra sus congéneres. También vino una doctora que me preguntó, otra vez, “qué haces aquí”, le dije: “política”; eso me era más fácil que empezar a explicar y sabía que entendería al instante, me miró y calló.
Pasaron las 24 horas, veía la luz del sol por una escotilla. Llamé al Control. A partir de esa hora estaba oficialmente “plantada”, me sacaban de ahí o recogerían mi cuerpo. Se consultó, y las rejas fueron abiertas. Pagué una multa cerca de la iglesia. Yemayá me cuidó, como hizo con la que huyó por defender su dignidad en un monte de África. Los amigos me dijeron que no tenía que aceptar ni pagar esa multa, que podía reclamarla; pero esos 200 pesos me honrarán hasta el final. Nunca el peso cubano me valió tanto.
Cuando paso por el Vedado y veo vendedoras las persigo con la mirada; a veces pareciera que acoso a cualquier mujer con bultos y escobas al hombro. En tiempo de pandemia han desaparecido; al principio se escondían y alguna se veía, como aves migratorias rezagadas en las zonas de refugio durante la hambruna de invierno. Pero ya no quedan.
Seguro que al menos Yesenia y Yarisey han cogido calabozo deambulando en plena COVID-19. Ojalá y ellas me reconozcan por ahí, porque ya las confundo con cualquiera de las que hacen colas o proponen comida y aseo cuando me les quedo mirando.
Las veo por todas partes, no creo que mi psicosis sea pasajera porque las sigo buscando sin recordar ni sus nombres reales, el de una si empezaba con Y.
Vendedora (Cortesía Jorge E. Rodríguez Camejo).
Esperanza contrapatriarcal
El Estado cubano es patriarcal y autoritario en extremo. Para ese tipo de Estados, resulta medular impedir el feminismo. Pero esa es una tarea imposible. El pasado 8 de septiembre, el autoritarismo patriarcal fue contestado con girasoles. El extrañamiento que produce una imagen de este tipo corrompe la solemnidad sobre la que se pretende legitimar la represión.