Las rutas del tiempo, así como la prisa con que vivimos hoy en día, son los temas principales en la obra de Ofill Echevarría. Un punto de vista crítico y singular sobre la manera en que ocupamos nuestras vidas; especialmente si habitamos lugares donde la vida es más rápida, como la ciudad de Nueva York.
Resulta significativo cómo en el trabajo de Ofill —explica Thomas Morin, experto en estudios latinoamericanos por la Universidad de Rhode Island, donde el artista nacido en Cuba expuso por primera vez en Estados Unidos—, ningún dogma, ya sea político o social, puede contrarrestar la inevitabilidad de transformación y refracción.
¿Cuál es tu visión del arte?
Me gusta pensar que la idea inicial de toda obra de arte proviene de un momento de lucidez, o de inspiración, por parte del artista. Creo que el arte es una extensión de quien lo produce. Hoy en día el artista necesita conocer ciertos aspectos de la historia del arte para poder interactuar en el medio artístico.
¿Por qué la rapidez está tan presente en tus obras? ¿Cuál crees que sea su importancia?
Todo parte de una investigación con respecto a la fotografía, de cómo traducir el efecto de velocidad planteado por la misma, al óleo sobre tela. Sin embargo, la prisa no es un fenómeno característico del ser humano, no es un dato antropológico natural.
La constante aceleración del tiempo, la impaciencia, el estrés, el derroche de información, son factores que hasta cierto punto definen nuestras vidas. Yo más que nada me considero un observador. Mira, por ejemplo, los videos que he producido en los últimos años sobre la ciudad de Nueva York. En realidad son observaciones.
¿Qué significa para ti la ciudad y en qué sentido intentas reflejarla en tu obra?
Una ciudad es un pueblo que creció. La metrópolis, por ejemplo, nos habla del futuro, del futuro de todas las ciudades; uno se aleja de ella y cuando vuelve la mirada puede ver a lo lejos su verdadera esencia: es una cosa viva. Las calles, con su flujo constante, son sus venas. El centro, que es su cuerpo, un lugar que crece sin medida. Eso que llamamos caos, no es otra cosa que esplendor, auge.
La ciudad está llena de sueños, de expectativas; por eso la falta de identidad se hace latente. Yo intento transmitir todo esto mediante mi obra.
¿Cuáles son las ideas que intentas transmitir a través de la falta de identidad de las personas en tus obras y los colores que usas?
En un futuro ideal, de prosperidad inminente, poco importa lo que fuimos alguna vez. Pienso que la rapidez de la vida moderna en las ciudades cosmopolitas establece un parámetro de identidad personal muy bajo.
Estamos condicionados por pequeños momentos de realidad total, ya que nuestro juicio depende de ideas preconcebidas.
Somos un producto social; nos relacionamos en todo momento, incluso con las máquinas. Todo nuestro universo ha sido invadido por íconos, símbolos, banderas. Cuando como pintor concibo un paisaje urbano, lo hago pensando en todo esto; y por lo general me preocupa que uno u otro detalle aparezca más o menos difuso, volviendo al tema de cómo representar lo efímero de una imagen. Por eso siempre regreso a la abstracción.
Los colores son aparte. Tal vez color y gesto sigan siendo los únicos elementos espontáneos que conservo a la hora de pintar.
¿A quiénes consideras tus mayores influencias?
En general soy muy curioso, todo me interesa. Y aunque debo decir que el noventa por ciento del aprendizaje proviene de la imagen en movimiento, o ya más recientemente del mundo virtual, siempre me ha interesado la escuela italiana y española de pintura, así como los clásicos en general; el Renacimiento. En América Latina tenemos tanto pintores abstractos y figurativos como artistas conceptuales que me apasionan, pero para no extenderme demasiado, diré que, en general el arte contemporáneo norteamericano, europeo y asiático, me interesan bastante.
¿Cómo influye o influyó en tu desarrollo como artista la experiencia política de tu país?
En medio del espíritu contestatario y las condiciones precarias de La Habana de finales de los ochenta —en parte gracias a la perestroika, que ya imponía una nueva manera de ver el mundo—, un momento de apertura en la política cultural devino en auge, culturalmente hablando. Fue por esos años que surge lo que se ha dado en llamar, la Generación de los 80, de la cual formé parte como miembro del grupo Arte Calle.
De la apertura pasamos rápidamente a la clausura y entonces comenzaron las amonestaciones, las redadas y la censura de todo aquello que pareciera políticamente incorrecto. En esa época era muy popular (entre nosotros, siempre) “el seguroso”. El seguroso: el que está a cargo de la Seguridad del Estado; el que está de la parte del poder; el que controla y tiene el control; el informante.
Todas las dictaduras suelen ser más o menos iguales, y toda experiencia represiva, amenaza que uno debe tratar de recordar. Del temor que llegué a sentir en aquel momento —a la frustración, al descontento, o a la locura que hubiese constituido intentar vivir en La Habana de esos años—, diré que me lanzó a la aventura del exilio; una aventura que reconozco mayormente congénita, mas, como bien se sabe, conlleva otras frustraciones, otros descontentos, y hasta otras locuras.
Los que me conocen saben que no soy un artivista o algo por el estilo. Me interesa la crítica social, pero no la política propiamente. Tampoco soy un pesimista; sin embargo, desde mi punto de vista, La Habana hoy vive un momento de fulgor similar al que mencionaba antes, aunque en otro contexto histórico; un momento verdaderamente paradójico. Pareciera el triunfo del oportunismo como aspecto lógico de los tiempos que corren: artistas emergentes con galerías-talleres; galerías “aparentemente” independientes; venta ilimitada de obra de arte, en medio de un escenario de devastación y un pueblo marcado por la crisis y la represión.
Seguramente esta parte de la historia no se ha terminado de escribir. Hace unos meses, el director de una galería en Nueva York me comentaba con entusiasmo a su regreso de la Isla que las cosas allí estaban cambiando. Es un cubanoamericano que no entiende que las cosas en ese país cambiaron en 1959, cuando la clase obrera tomó el poder; un sueño que no se ajusta a la democracia con que cuenta la izquierda capitalista, especialmente en Estados Unidos.
En Miami, por ejemplo, una nueva manera de analizar la problemática del exilio comienza a ganar popularidad entre académicos venidos recientemente de otras partes del mundo, un grupo de capitalistas que hoy fungen como aliados de la cultura cubana (business people, básicamente), y los artistas e intelectuales de siempre. Un circuito perverso, diría yo, donde confluyen la desinformación como forma programada de evasión y un nuevo tipo de utopía coherente con la nueva realidad de Cuba.
En México, trataba de entender el pensamiento político de los artistas que me rodeaban, que era diverso pero prudente: “La libertad es el respeto al derecho ajeno”, escuché decir muchas veces. Un día escribí una nota, una idea: formas de escape = formas de arte; ¿no es cierto?
Un artista adoctrinado es un artista resignado, limitado por sus creencias. En este aspecto considero que toda utopía constituye también una limitación; una autolimitación, para ser exacto. Creo que los procesos creativos tienen que ver con la manera en que vemos el mundo, pero no justifican la manera en que queremos que sea el mundo.
La libertad es todavía un sueño para cualquier cubano, viva donde viva. Ante la imposibilidad de sentirme completamente libre, procuro, al menos, seguir siendo creativo. Por eso siempre trato de impulsar mis propuestas hacia un nuevo nivel de acción, para ayudar a liberarlas.
¿Cómo concibes la idea del campo cultural y cómo te insertas y te alejas de su centro?
El campo de las artes visuales tiene reglas específicas que son características del medio mismo, que no se aprenden en la escuela. Artistas e intelectuales participan en un juego donde no es precisamente necesario ganar o perder, y donde, me atrevería a decir, las probabilidades de errar son mayores que las de acertar. Arte y política no van de la mano, pero muchos en el medio insisten en relacionarlas, creando barreras que atentan contra la obra de arte, básicamente.
Comencé desde muy joven a interactuar, primero con el mundo en el que me tocó crecer como artista: La Habana de los ochenta; y después con otros centros de actividad cultural durante mi estancia en México y en Estados Unidos. Pensando en ello, creo que por lo general me acerco al círculo del arte para proponer o para exhibir, y me alejo de este para crecer como artista.