Espirales de Lorenzo García Vega (II)

Una dimensión muy provocadora en las aproximaciones a la obra de García Vega sería la de la enfermedad. Él mismo aludió varias veces no solo a su propia condición clínica, sino también en un plano simbólico al carácter puramente “enfermo” de Orígenes. Futuros estudios quizás exploren más extensamente esta zona. Sin embargo, en cierto momento García Vega niega que se pueda hacer literatura desde (o en) la locura, dice que es un rezago romántico. ¿Pero no hay en su escritura reiterativa, en su constante autocuestionamiento, en su atipicidad extrema y en su manera de no narrar ni “encontrar” el poema, trazas de una visión de lo literario como un cuerpo enfermo, que busca desecarse, sustraerse en La Nada y donde no hay ya cabida? ¿No es un enfermo diseccionando el “lenguaje enfermo?

Sí, el propio L. G. V. dice de ella, de su “enfermedad”, en El oficio de perder: “el diablo es mi enfermedad”, y tanto ahí, como antes en Rostros del reverso y en Los años de Orígenes, abunda en detalles sobre esa naturaleza de su psiquis.

Es muy importante todo lo que dice L. G. V. sobre ello, y que yo tomo muy en cuenta en el capítulo de mi libro (al menos para mí, el más importante para la fijación y descripción de sus poéticas): “Psicoanálisis y creación” [con los siguientes acápites: “Freudismo, psicoanálisis, enfermedad”, “Soplos (mito y poesía)”, “Oblomovismo”, “De lo inmaduro”, “Lenguaje onírico y lenguaje enfermo”, “Poética de lo inexpresable”, “Poética del reverso”, “Poética de la hibernación”, “De lo autoparódico”, “De lo marginal”, “Heterónimos”, “Del reverso u oficio de perder”, “No mueras sin Laberinto”, “Del vacío creador”], podemos olvidar todo lo que dice sobre ella, y tener muy, pero muy en cuenta cómo lo dice y en general cómo dice, escribe, todo, y entonces sí tendremos un documento extraordinario para “leer” su psiquis, es decir, su peculiarísima percepción de la realidad, que es en definitiva lo que nos debe importar, y no las razones concretas de su “enfermedad”, porque ya se sabe que eso proviene de un diálogo inextricable e inmanente entre su yo y su romance familiar, entre su yo (cualquiera que sea) y eso indecible que llamamos realidad.

Reitero, lo que nos debe importar es la singular percepción de la realidad (o irrealidad) de L. G. V. y la forma en que se despliega en su obra. Para poner tres recientes ejemplos extremos: más allá de las razones, las circunstancias últimas, que motivaron las peculiaridades de las obras literarias de Raúl Hernández Novás, Ángel Escobar y Juan Carlos Flores, muy diferentes entre sí pero muy “clínicas” las tres, lo que nos importa, en última instancia, es la singularidad de sus obras.

Pero, ¿no sucede lo mismo con cualquier gran creador? Pongo varios ejemplos más: Julián del Casal, Lezama, Samuel Feijóo, Roberto Friol, Ezequiel Vieta, Guillermo Rosales… (y me reservo otro para el final de esta entrevista). Pueden ser muchos, por cierto… (si no casi todos). Lo que nos importa es lo singular de cualquier creador con respecto a una norma, la resistencia que establece contra nosotros, esa mezcla inquietante de extrañeza y familiaridad (digo ahora con Bloom).

Y convengamos en que la singularidad, incluso o sobre todo, formal, de la obra de L. G. V. y de su intensa y peculiar percepción de la realidad, fue notoria. Conviene ahora recordar aquel pasaje tremendo de Vitier sobre Casal en Lo cubano en la poesía: “Solemos referirnos a cierta clase de artistas como seres neuróticos, desequilibrados, ‘raros’. Y creemos que con esos calificativos basta para confinarlos en una subjetividad cerrada, sin relación ninguna con el mundo en que vivimos. Pero ocurre que algunos aspectos, los más invisibles y por eso lo más poderosos, de ese mundo real, únicamente se revelan a constituciones que según el rasero común tenemos que llamar anormales. Lo que nuestros ojos no ven, ellos lo ven, lo que no oyen nuestros oídos, ellos lo oyen. Y así resulta que su enfermiza y desquiciada subjetividad es la única vía por donde puede llegarnos la expresión el testimonio de realidades que sin embargo nos tocan muy de cerca”.

En mi libro yo insistí mucho, al parecer paradójicamente, en la índole de su lucidez. Pero, claro, me refiero a la lucidez de un escritor, que es la lucidez de la imaginación, no aquella que precisa datos, certidumbres, objetividades, etc., con ser estos también importantes. (pero no me cansaré de repetir: no suficientes).

Pero permíteme, querido amigo, citar algunos textos que pueden servir para comprender, así sea oblicuamente, el gesto “enfermo” de L. G. V. Un testimonio lo aporta el propio L.G.V. en Rostros del reverso, y es nada menos que de Musil. Vale la pena transcribirlo, porque de algún modo nos implica a todos. Escribe el autor de El hombre sin atributos: “Porque lo que distingue (…) a una persona sana de un enfermo mental es precisamente el hecho de que el sano tiene todas las enfermedades mentales, y el enfermo no tiene más que una”. Bueno, esto con respecto a su enfermedad, sobre la que L. G. V. discurre con mucha prolijidad, y, con cierta autocrítica, en Rostros del reverso y en El oficio de perder. Me interrumpo.

Con respecto a su metafísica del fracaso, tan ligada en cierto sentido a los límites que padecía como consecuencia de su enfermedad (aunque llegó a convertir esa noción en un reverso y una energía creadoras), L. G. V. construyó toda una cosmovisión. No puedo extenderme mucho aquí en algo tan complejo y vasto.

El título de sus memorias, El oficio de perder (que robó a otro escritor), es paradigmático. Memorias, por cierto, que se iban a llamar inicialmente No mueras sin laberinto. Pero quiero agregar una cita poco conocida de María Zambrano, para continuar respondiendo algunas de tus preguntas oblicuamente (y no repetir, simplemente, lo que digo en mi libro): “para ser hombre, hace falta estar vencido o… merecerlo; vencer, si se vence, con la sabiduría de los derrotados que han ganado su derrota”, escribió la autora de Claros del bosque en un ensayo extraordinario que publicó en 1953, en La Habana, en Bohemia, y que debió leer L. G. V., con el título “Sentido de la derrota”. Por cierto, Zambrano y L. G. V. hicieron, cada uno a su modo, una metafísica del exilio también.

Y, finalmente, reproduzco otra cita de Roberto Bolaño, que no por gusto pongo al inicio de mi libro: “La única experiencia necesaria para escribir es la experiencia del fenómeno estético. Pero no me refiero a una cierta educación más o menos correcta, sino a un compromiso o, mejor dicho, a una apuesta, en donde el artista pone sobre la mesa su vida, sabiendo de antemano, además, que va a salir derrotado. Esto último es importante: saber que vas a perder”. Como ya dije antes, disfruté mucho los tres tomos del diario de Piglia, entre otras cosas, porque también profesa este credo, como puede observarse también en su novela Respiración artificial, donde no solo el fracaso sino el exilio son nociones sobre las que ensaya con profundidad.

Por último, solo quiero agregar un comentario. Es cierto que L. G. V. afirma que solo puede escribir cuando se siente “sano” pero ¿qué significa esto en última instancia? Claro que, como cuenta en Rostros del reverso, en momentos de crisis, de enquistamiento, dice, no podía escribir, y además sentía (pero ¿esto es una experiencia solo suya?) que la realidad era inapresable, que iba perdiendo, dice estremecedoramente, como “pedazos de su identidad”.

En fin, solo quiero insistir en algo que debería ser obvio: L G. V. y cualquiera de nosotros no tenemos otro remedio que escribir desde nuestra psiquis, desde nuestro cuerpo, desde nuestro romance familiar, desde nuestras limitaciones, desde nuestra identidad siempre en proceso de construcción, desde nuestros paraísos perdidos, desde nuestro daimon, desde nuestro mito personal, etc. No hay otro lugar desde el cual escribir.

El término “enfermo” es sumamente relativo. Él habla de su “lenguaje enfermo” en Espirales…, porque reproducía la norma, es decir, ciertas limitaciones origenistas. Él tenía también las suyas. Como ya dije: de lo que se trata en última instancia es de encontrar su propia voz, más allá de que podamos vincular, como él lo hizo, la teoría gombrowicziana de la Forma a cierto congelamiento origenista.

Y, por cierto, esto es algo en lo que coincide con Piñera. Es decir, aunque escriba cuando se siente “sano” es inevitable que su mirada esté siempre contaminada por su singularidad, por su “enfermedad”. Y agrego: lo cual no solo distorsiona la realidad, sino que, a la vez, la mira más profundamente. Como un autista. Pero el conocimiento, la visión tiene un precio. Y tengo que detenerme aquí.

Le llovieron y le llueven a García Vega ciertos calificativos. Me pregunto si hay otro escritor cubano que coleccione tantos. Kozer, uno de sus grandes interlocutores, le llama en un texto reciente “cascarrabias” y “tábano”. Al final de tu libro recoges varios de ellos: “cachorrito de serpiente” y “malvadito” (Baquero), “bicho malo”, “malhumorado”, “la malacrianza del ser”, y así varios más. Incluso en tu libro resumes los que él mismo se inflige. Hace poco un escritor cubano exiliado le reprochó a un lector que incluyera Los años de Orígenes entre sus lecturas de verano. ¿Notas tú también un encono mayor, una toma de distancia más acentuada hacia la obra de García Vega, como si le costara más ser aceptada por quienes deberían ser los principales destinatarios de todo lo que escribió? ¿Se debe solo a su compleja personalidad o influye también la naturaleza de su literatura?

Muchas de esas calificaciones que citas, y otras, creo que ya se comprenden, un poco, por algunas cosas que se conversan en esta entrevista. Aparte de que solo bastaría leer Los años de Orígenes para comprender algunas, pero, como ya decía antes, hay lecturas y lecturas, algunas que se quedan en la superficie, en el escándalo, en la moralina, etc., y otras que indagan en motivaciones más profundas, más inevitables.

Aquellas pertenecen a los alrededores de la obra de L. G. V., y a esa parte “humana, demasiado humana” de esta cuestión, y a la índole de la malevolencia de la naturaleza de la llamada “vida literaria”, sobre la cual Fina me decía en una carta: “vida literaria, insoportable miseria”, y de la que todos —me incluyo, por supuesto— participamos de una u otra manera.

Y L. G. V. fue pródigo en esa característica, en esa disposición, en ese humor. ¿No lo fue también Lezama y Piñera y Padilla y Arrufat y Arenas, por ejemplo? L. G. V. fue en esto, como los otros, un monstruo. Las singularidades siempre son monstruosas, como sabía muy bien ya la monja de “Primero sueño”. Y el primero que las padece es el propio monstruo.

¿No fue un monstruo Borges? ¿Y Martí, por cierto, y su “Homagno” barroco, segismundiano y descomunal? ¿Y la Paloma de Hierro? Pero “los monstruos no mueren”, dice el personaje inmortal de Bomarzo

Ya se sabe, L. G. V. hizo una fuerza creadora del resentimiento, del rencor, y eso es lo que debe importarnos: su consecuencia en su obra, y no la objetividad, la verdad o la moral o la justicia o la eticidad (y si es que estas cosas existen para la literatura o en la literatura), etc. de sus motivaciones, las cuales no significan absolutamente nada para la valoración de una obra literaria.

El propio L. G. V. recuerda cuando Lezama le dijo al padre Gaztelu en un almuerzo origenista que controlara las cervezas porque había muchos neuróticos juntos (se le olvidó decir: ambos incluidos). Ciertamente, el maestro mefistofélico de “Lorenzito”, o el “Barón de Charlus”, debió de ser tremendo para que le temblaran todavía las piernas al recordarlo en Madrid.

Unos años después, también en Madrid, escuchamos aquella intensa conferencia de L.G.V., “Maestro por penúltima vez”. Recuerdo que Ponte me comentó elogiosamente a su término: “Es un monstruo” (Lorenzo, por supuesto. Es obvio que Lezama lo fue y lo será siempre).

Muy alto (en cualquier sentido) fue el precio del “verdadero” (porque los otros fueron parodias, y siento mucho si alguien se da por aludido, si algún ego queda resentido, pero repárese en que aquí incluyo nada menos que a Cintio y Fina, quienes también reclamaron esa tutoría lezamiana) Curso Délfico de Lezama para su vulnerable pero aventajado discípulo. Discípulo que Vitier, al evocarlo en De Peña Pobre, además de nombrarlo como “Rencor”, “Reverso” y “Destartalo”, lo describe significativamente así: “Aquel joven ardía como una llama atormentada, oculta y fija”. Sobre estas cosas discurro mucho en mi libro también.

Pero no son, al final, lo más importante. Sí lo es, en cambio, tomar en cuenta, por ejemplo, ese párrafo tremendo de Vitier sobre Casal ya citado. Como sabe muy bien Pablo de Cuba una de las claves más profundas para adentrarse en la obra de L. G. V. es aquel texto único en la literatura cubana, “El santo del Padre Rector”, verdadero nudo fuerte para desde ahí comprender todo su dilema creador, su mirada única y última.

Recuerda, además, amigo Michael, como reconoce muchas veces el propio L. G. V., que el contexto cultural republicano fue bastante hostil a (o cuando menos indiferente con) Orígenes —también lo sería después, el revolucionario, por cierto, hasta no bien entrados los años ochenta—, de ahí que no sea una frase más aquella que le dijo Lezama a la Zambrano en una carta, al evocar aquellos años: “Éramos tres o cuatro personas que nos acompañábamos y nos disimulábamos la desesperación” (otras más tremendas, ya se sabe, escribirá después en su correspondencia durante el inferno castrista).

Y, por cierto, acaso sea adecuado reparar en algo muy importante. Cuando L. G. V. escribió Los años de Orígenes, sus recuerdos se remontan al período anterior a su exilio en 1968, y a ciertas referencias (ya no vivencias) de cuando en 1970 Lezama fue homenajeado en Cuba (antes de su ostracismo definitivo) y de los elogios que mereció —“el bailongo barroco”, le llama L. G. V.— a partir de Paradiso y su participación en el boom de la nueva novela latinoamericana, etc.

Acaso en aquel período, muy traumático por cierto (de desvío, resentimiento, exilio, alcoholismo, zen, clínica e iniciación o rito de paso daimónico en Nueva York, como diría Darío: “urbe de la neurosis”), en que L. G. V. escribió el libro maldito, no conoció de los últimos años horribles que vivió Lezama antes de morir, porque ya entonces no se escribían. Lo cierto es que no hay ninguna referencia a ellos en el libro de L. G. V., lo cual no justifica —tampoco es mi propósito, ni creo que haga falta hacerlo, además— la “mala lectura”, acaso inevitable (o necesaria para él), que hizo L. G. V. de su maestro, sobre todo en la etapa de la Revolución.

Otro aspecto interesante es la creación de heterónimos, de personajes delirantes, de autoparodias, tan recurrentes en toda la obra de L. G. V. Pero ¿no es el propio L. G. V. su principal, mítico personaje? ¿No es esa creación acaso la mayor creación de L. G. V., esa promiscuidad incesante de su propia vida con la ficción? ¿Y no es la creación de personajes una de las imprescindibles necesidades narrativas de una novela? No prosigo.

Bueno, de los lectores o críticos que no gustan de su obra, o de los que no se lo merecen, no voy hablar. Tienen derecho a existir. Es más, creo que la obra de L. G. V. los necesita de algún modo. Su singularidad los presupone, casi los reclama. Pero los “principales destinatarios”, ¿quiénes fueron para L G. V.? De Los años de Orígenes, los origenistas, sin duda.

Todos reaccionaron con desdén, tratando, con paternalismo, de considerarlo un enfermo, o un malagradecido, etc., o un malcriado, le dice Fina, como si fuera un niño, para tratar de minimizar ese golpe contundente. Me refiero a Cintio, Fina, Eliseo, Baquero. “Rencor”, ya le decía Vitier desde mucho antes… Siguió funcionando “el pulmón de hierro” origenista. Era previsible.

Aunque yo pienso que el verdadero destinatario, o el destinatario último, era Lezama, pero murió sin poder leer ese libro difícil, tremendo. ¿Cómo hubiera reaccionado Lezama? Es difícil predecirlo, porque, a diferencia de los otros, Lezama lo amaba mucho. Pero no tiene sentido especular sobre esto. L. G. V. tampoco era fácil.

Una anécdota, entre otras: L. G. V. nos hizo llegar a Enrique Saínz y a mí un “regalo” para Cintio y Fina. Era un disco con la foto de un busto de Martí y unos charros, unos mariachis mexicanos, y dentro la grabación de un declamador ridículo. Nos limitamos a entregar el obsequio que no comentaron delante de nosotros. A la visita siguiente, preguntamos y… “A la basura”, fue la respuesta. L. G. V. era como “el hombrecito siniestro”, a veces, y a veces era como un niño terrible. “El niño terrible de las acuarelas”, le dice él a Lezama.

El llevó su “curación” al paroxismo de la consecuencia. Se criticó en primer lugar a sí mismo. Pero fue legítima su disidencia. Era el único camino para recuperar su verdadera voz, la que quedó como en potencia en Suite para la espera…, por la mediación del origenismo, y por la inevitable dependencia que tuvo con Lezama.

Dependencia ya no solo literaria, aunque pasaba por ahí, en una difícil relación maestro-discípulo, que he descrito muy prolijamente en mi libro. Como le comentaba a Aguilera en una entrevista anterior, todavía en Madrid, en 2008, L. G. V. me comentaba esa relación difícil y, unos wiskies mediante, en la Residencia de Estudiantes, me confesó que a veces le temblaban las piernas en presencia de Lezama. Me habla de eso también en varias cartas que conservo. “El barón de Charlus”, le dice a Lezama.

Pero lo cierto también es que Lezama lo “salvó” de la locura, de su enfermedad —y eso hasta cierto punto, por supuesto. Y esa ambivalencia fue trágica. Tenía que romper esa dependencia tanática como persona, pero sobre todo como creador, un creador de profundo linaje o vocación vanguardista, tenía que desviarse de la tutela origenista, que ya se sabe que no comulgaba con el vanguardismo.

Para colmo, el origenismo tampoco toleraba a Freud y al psicoanálisis, y eso era vital para L.G.V. Y, por si fuera poco, después de la experiencia traumática con los jesuitas, L.G.V. se declaraba ateo (aunque en realidad nunca lo fue, pero este es otro tema complejísimo…). Recuerda que L. G. V. estaba generacionalmente en la frontera con la llamada Generación del 50… L. G. V., como cuenta Carlos M. Luis, su gran amigo en el exilio, ¡llegó a leer a Marx! De ahí quizás cierta crítica en contexto que hizo en los primeros años de la Revolución, y que luego ya no ejerció más.

También en eso hubo un aprendizaje. Algunas de sus críticas de narradores cubanos las hizo, como la polémica antología de la novela cubana, por presión y encargo de Lezama. Bueno, algunas de estas cosas las comento más prolijamente en mi libro. Pero convengamos en que L. G. V. tenía que re-crearse a sí mismo, para ser. Tenía que realizar una profunda destilación alquímica consigo mismo y a través de su obra. Yo no juzgo nada. Sería inútil. Solo trato de comprenderlo.

Por otro lado, siempre se tendió a demonizar a L. G. V. Era demasiado incómodo para ciertas conductas “blancas”, para ciertas convenientes “mitificaciones”, etc., ya se sabe. Pero, en cambio, no se toma en cuenta la esquizofrénica (para decirlo de algún modo, y para devolver el mote) relación que establecieron algunos origenistas, a partir de 1968, con el castrismo… Si esto último no fue delirante, ¿qué lo es entonces? Sobre esto tengo anécdotas tremendas que preferí no incluir en mi libro, y porque algunos amigos muy cercanos me lo aconsejaron así.

En fin, este tema es muy vasto, y se ha puesto siempre en un primer plano, cuando lo más importante es la relación de L. G. V. con su propia obra y su necesaria ascesis para encontrar su propia voz como escritor. El gran tema que subyace aquí es la relación maestro-discípulo, una de las relaciones más interesantes, si no la más en ese sentido, de toda la literatura cubana. Ya se sabe lo difícil de ciertos maestrazgos, los de Domingo del Monte, por ejemplo; los de Julián Casal con Juana Borrero y los hermanos Uhrbach.

Yo mismo tuve una relación compleja con Cintio y Fina. Sí, compleja, como son todas las relaciones de este tipo y más en un contexto tan turbio como el cubano, y con unos conversos: “conversos”, primero, al catolicismo, ya en la década de los cincuenta, y, después, conversos al castrismo, a partir, y no sin muchas dificultades para su reconocimiento, de 1968. Relación compleja, pero maravillosa en muchos aspectos. Diferencias aparte, nunca me arrepentiré de esa relación, en tantos órdenes tan fructífera para mí. Hasta disentir de ellos fue a la postre enriquecedor.

Mi relación personal con L. G. V. comenzó a finales de los noventa, a través de Enrique Saínz, cuando ambos dirigíamos la revista Unión, y lo publicamos allí en dos ocasiones. Luego lo antologué, como dije, en Las palabras son islas, y, por cierto, al verse allí comentó: “Ya estoy en el perdón”. Luego lo incluí extensamente en Los poetas de Orígenes, que ya mencioné.

Por cierto, a fines de los noventa, exactamente en 1997, nos mandó a mí y a Enrique sendos ejemplares de su autoantología, tan importante, tan decisiva, por muchas razones que comento en mi libro, Poemas para penúltima vez. 1948-1989 (1991), con dos interesantes dedicatorias: la de Enrique decía “Para el último sobreviviente de mi Atlántida” ―como se sabe, Enrique fue uno de sus mejores amigos, siempre―; la mía: “Para J. L. A., ya que un día nos encontraremos o en el Limbo de los justos, o en el Limbo de los niños”.

Y al llegar yo al exilio, en 2004, mantuvimos una intensa correspondencia, que conservo inédita, y nos vimos varias veces en Madrid. Eso, y la intensa lectura que hice durante varios años de toda su obra y que culminó (¿culminó?) en mi libro, lo convirtieron, para mí, en una suerte de maestro del exilio, donde L. G. V. era, por supuesto, un sabio, una suerte de mago presocrático, como aquel Bolichán de los Matamoros. Y es obvio que digo estas cosas para irritar a algunos lectores.

Hablar de García Vega conduce a Lezama Lima, a quien en algún momento llegó a llamar, aludiendo a ciertos textos “revolucionarios” suyos, “el Lezama decrépito”. ¿Hace falta liberarse de cierta asimilación mítica de lo que fueron Lezama y el origenismo para adentrarse en la obra de García Vega? ¿Cómo resumir el trayecto de esa relación?

Yo mismo puedo ser un ejemplo de cómo no es excluyente leer con provecho a unos y a otros. Todas esas divisiones de lezamistas y piñeristas, son ridículas. Abilio Estévez, por ejemplo, más sabio, los prefiere a ambos. Es más enriquecedor así. Diferencias a veces enormes mediante (y menos mal que las hay). ¿Quién dice que hay que tomar partido aquí? El gusto es aparte.

Y hay lectores para los cuales lo preeminente es la imaginación y lectores para los que solo hay ideas, documentos, hechos, historia. Y olvidan que la historia es la más delirante imaginación. Nadie escribe para todo el mundo, además (menos mal). En realidad, escritores como L. G. V. escriben sobre todo para sí mismos (y, en todo caso, para ciertos escritores).

¿Por qué no puedo leer con intensidad cognitiva Las miradas perdidas y Vilis? ¿O Poética y Los años de Orígenes? ¿O La isla en peso y El oficio de perder? Quiero decir que no hay que renunciar a nada. Los mitos, por los demás, son inderrotables. Toda la perspectiva mitopoética de la infancia de L. G. V. permaneció intacta hasta el final.

Claro que uno no tiene que estar de acuerdo con esta o aquella idea u otra, sea de Lezama, de L. G. V. o de quien sea. El desencanto profundo de L. G. V. con la vida literaria de la Revolución, donde fue tan zaherido desde Lunes de Revolución; la temprana deriva totalitaria; la experiencia traumática de los “trabajos productivos” con las aterradoras letrinas, tenía que producir en una psiquis tan vulnerable, hiperestésica y perturbada como la de L.G. V., una profunda fisura.

El colofón fue para él la llamada “claudicación castrista” del origenismo, cuando escuchó la conversión revolucionaria de Vitier en 1968 con su conferencia “El violín” en la Biblioteca Nacional. Ese mismo año abandonó el país. De su relación con Lezama ya escribí muchísimo en mi libro, y no quiero repetirme aquí. Fue una relación profundamente ambivalente entre la admiración y el resentimiento.

No toleró al Lezama del “bailongo barroco”, al Lezama del boom, al Lezama vanidoso, al Lezama “farsante” (quizás recordó entonces la misteriosa frase que le dijo Lezama una vez, y que recuerda otra de Pessoa); en realidad, creo que fue muy injusto a veces cuando juzgó severamente a su maestro; maestro, recordemos, que tampoco era un santo, sino más bien un demonio, un monstruo, en el mejor sentido de la palabra.

El problema fue que L. G. V. lo juzgaba todo inevitablemente desde una relación “personal”. Era en el fondo un vitalista obsesivo. Es a menudo frustrante y peligroso establecer relaciones «personales» con los grandes escritores. Quién sabe si el Dante fue una persona horrible, pero ¿a quién le interesa eso ahora, ya desaparecidos sus contemporáneos?

Y volviendo a tu pregunta, toda esa representación origenista contra la desidia cultural de la República, todos esos límites que enarcaron frente a su circunstancia, todos esos ceremoniales o rituales, y con los cuales L. G. V. no comulgaba en el fondo, estallaron en realidad no entonces sino cuando fueron contrastados con el castrismo final.

Todo el sentido, la angustiosa búsqueda de trascendencia anterior, se convirtieron en un sin sentido cuando una parte de Orígenes se avino con el castrismo. No era lo mismo “la cristiana dignidad de la pobreza” del origenismo primigenio, que, como decía Ponte, boqueaba en la intemperie, que “la pobreza irradiante” de la última Era imaginaria, la de la Revolución, “alba de una nueva era poética”, como la describe Lezama. No podemos menos que sonreír.

La respuesta profunda de L. G. V. ya la conocemos: frente a esta última Era imaginaria, la de la Revolución, L. G. V. inventó otra, la de Playa Albina, la del “exilio sin rostro, sin identidad”. Otro mito, por supuesto. Porque tan mítico es “Noche insular, jardines invisibles” como La isla en peso.

Hay que comprender que para cualquiera de nosotros juzgar esas cosas es juzgar algo exterior. Pero no para L G. V., que se estaba jugando el sentido de su vida y de su obra. Vilis es esa otra Era imaginaria, la lorenziana, la ciudad astral… Porque hay dos cosas que definen lo perdurable de la obra de L. G. V.: la noción del valor de la literatura como autoconocimiento, y la imaginación. Y eso es, a la postre, al menos para mí, lo importante y lo perdurable.

La proximidad de la idea del fracaso o la pérdida con la condición del exiliado, ¿no nos ayudaría a comprender un poco la “metafísica del fracaso” que has mencionado? ¿O es que en García Vega esa vecindad parece provenir de un antes, de un momento anterior a todo exilio y es digamos el principio mismo de su escritura?

Fue sin duda muy importante esa experiencia del exilio, como se puede comprender desde Rostros del reverso y Los años de Orígenes, y que ya comenté que abordé en mi ensayo “El exilio como escritura”. Una experiencia también casi mística, de “noche obscura”, de sequedad, de aridez, de desposesión, de pobreza última, de pérdida, de fracaso.

Pero el exilio ontológico de L. G. V. comenzó antes, en 1936. Es su mito personal. Cuando L. G. V. abandona a los diez años Jagüey Grande, su infancia, su edad heroica, etc., su patria poética, comienza su exilio. Él lo ha relatado hasta el cansancio. Bueno, el paciente o escandalizado lector se dará cuenta de que algunas respuestas posibles a esta pregunta ya han sido en parte ensayadas antes.

La escritura es el hambre de ser. La escritura es lo desconocido. La escritura es lo indecible. La escritura es lo perdido. La escritura es lo inexistente. La escritura es la palabra ambivalente del oráculo. ¿La escritura es la Nada? A ese quietismo, o mística negativa, se aproxima L. G. V. en El oficio de perder, y en muchos textos. Su tokonoma. La escritura es el texto perdido de Hamlet. El nudo ciego de Edipo. El delirio final de Lear. La luna tanática de Reinaldo Arenas, en el final de Antes que anochezca, por ejemplo. La colchoneta mojada abandonada es un solar yermo de la Patria Albina. La última y sobrecogedora frase del diario de Piglia es: “El genio es la invalidez”.

En una entrevista García Vega afirma que también se sentía separado de Orígenes por el catolicismo y el “derechismo” de aquellos, o la “radical separación de la izquierda” que ejercían. Pero luego tenemos el cierre de su ensayo sobre Casal y su alusión a la “cristiana dignidad de la pobreza”, o su contraposición entre manteles de hilo y de hule, o su reiterada y enigmática mención al diálogo (¿cuál diálogo, con quién, entre quiénes?) al final de su entrevista a Lydia Cabrera, nada menos que en 1981. Es sabido que era muy crítico con el régimen que impera en Cuba. ¿Qué percepción te queda de su posicionamiento, si alguno hubo? ¿Cómo ves ese forcejeo por parte de alguien que no dejó demasiadas evidencias en ese sentido?

No tomo muy en serio las opiniones “políticas” de L. G. V. No me sirven para leer su obra de imaginación. O, en todo caso, sólo funcionan, en última instancia, también, como elementos de su imaginación. Ninguno de los sentidos o sin sentidos que me sirvieron para describir su poética o sus poéticas dependen totalmente de sus ideas o actitudes políticas.

Sí, hubo un L. G. V. muy crítico con toda la historia de Cuba, toda, enfatizo (en ello abundo en el texto ya citado que escribí sobre Los años de Orígenes), desde los orígenes, la Colonia, la República, pasando por la Revolución, hasta el exilio en Playa Albina; y sí, hubo un L. G. V. desengañado del catolicismo por su nociva experiencia con los jesuitas, y que ya no pudo mirar con inocencia los rituales o ceremoniales católicos de los recientemente conversos (y no se olvide la importancia de esto último) Cintio y Fina, por ejemplo, para no hablar del “farsante”, del ambivalente, del daimónico Lezama, siempre al borde de la herejía, siempre al centro de la singularidad, es decir, de la monstruosidad.

Y sí, hubo un joven Lorenzo, más cercano a la generación siguiente, que leía a Marx y simpatizaba con la izquierda, un L. G. V ateo, existencialista, acaso sartreano, muy freudiano, con su poderoso mundo de la sexualidad (todas eran poderosas influencias de época), que disentía con el centro ortodoxo del origenismo, más cercano a Piñera, y sobre todo a la generación siguiente (con la que no por gusto terminó aliado Piñera en Ciclón y en Lunes de Revolución), que también podía ser la suya por edad.

Y sí, hubo un L. G. V. neovanguardista, casi “anacrónico”, como él mismo decía, sobre todo dentro de Orígenes; y un L. G. V. “revolucionario” ―aunque se desencantó muy rápido―, sobre todo como resentimiento contra la pomposidad y falsedad de ciertos valores republicanos; un L. G. V. que, como él mismo ha confesado, se alegró en los inicios de que su hija hubiera nacido en una revolución socialista; un L. G. V. que vivió en Jagüey Grande, en su infancia, el mundo oral y mágico de los relatos de los guajiros, del campo, de la intemperie, de la pobreza rasante, es decir, en palabras de Vitier, en La luz del imposible, el valor simbólico del mantel de hule, “pobretón”, cubano, contra la sospechosa aristocracia del mantel de hilo, criollo (y no se olvide que esa búsqueda de la cubanidad fue un síntoma de época, y podríamos rastrear fácilmente las semejantes búsquedas de la españolidad, la argentinidad, la peruanidad, la mexicanidad, o el indigenismo, el negrismo, o el insularismo, etc., en fin, la obsesión por el mito de la identidad).

Y sí, pudo haber un L. G. V. ambiguo, mencionando el diálogo en 1981 (recuérdese que es en 1979 cuando se comienza a hablar del diálogo y de la comunidad cubana en el exterior, etc.), aunque si hablamos de diálogo en L. G. V. me quedo con este desolador y muy sintomático comentario, expresión imaginal de su percepción última de la realidad (enfatizo, de toda la realidad o irrealidad, da lo mismo): “Pues si bien es cierto que un buen número de despistados, llevados por la superficialidad (siempre la política, por muy serio que se la tome, es superficial) siguen hablando de un Tirano Máximo o de una Atlántida con la que hay que dialogar, los mejores albinos sabemos que lo único que nos queda es Disney World”.

¡Ah, y qué paroxismo sentí cuando en ese mismo pasaje de El oficio de perder evoca, como un niño terrible, y como imagen inversa de lo Sublime para los escritores, el rugido de King Kong! (también lo hace en una entrevista que no he podido localizar) ¡Cuánto dolor hay ahí, cuánta ironía trágica, cuánto reverso!

Y sí, hubo muchísimos otros L. G. V., algunos incluso contradictorios, qué sé yo, pero cuya dilucidación no me sirve de mucho para valorar o leer su obra literaria, de imaginación. Aunque no dejo de reconocer que algunos de estos lorenzos (como los que evoqué en la entrevista de Aguilera) me son profundamente afines, sobre todos los del reverso, los del no, que son en el fondo muy cercanos a su inesperado daimon protoplasmático, Manuel de Zequeira y Arango.

Escucha, amigo Pablo De Cuba: ¡Sí, el daimon loco, el resentido, el fantasma, el anfibio, el esqueleto, el zombi, el invisible, el mudo, el muerto, el sin identidad! ¡Esa es su tradición, y también, una parte de nuestra tradición escamoteada! ¡El lector: el monje loco! ¡El perdedor!

Fayetteville, Arkansas-San Carlos de Bariloche, 22 de enero de 2018